EL DÍA
Ir a pasar el día fuera con los abuelos quiere decir levantarse cuando aún es de noche y salir de casa sin comer nada. «Ya desayunaremos por el camino», dicen, y papá empieza a refunfuñar, porque los domingos le gusta desayunar sentado y con tenedor.
—¡Arriba todos, que hoy mando yo!
El abuelo corre por casa dando palmadas y ha contagiado esa extraña alegría suya a la abuela, que sale de su cuarto con la nube de perfume en plena forma.
—¡No grites, Joan, que los vecinos están durmiendo!
Pero la abuela también grita, y mamá ríe al verlos tan animados, y yo los miro a los tres y pienso que quizá no va a ser un día tan triste, aunque papá esté de morros porque tiene sueño y hambre.
—En el coche podrás seguir durmiendo, rey —dice mamá, y le da un beso y salimos.
De Barcelona a Vilaverd hay una hora y media de coche, pero con los abuelos tardaremos más, porque ella se pasa todo el camino diciendo «No corras» al que conduce y él siempre quiere parar a medio camino a estirar las piernas y desayunar.
Después de desayunar unos cruasanes de goma, según el abuelo, en el área de servicio y de parar a poner gasolina en Montblanc, hemos llegado a Vilaverd cuando ya habían dado las diez. Al bajar del coche, la alegría se ha ido pitando hacia Barcelona. El abuelo ha salido el primero y se ha quedado quieto mirando el banco de piedra, todavía vacío a esas horas. La abuela lo ha cogido del brazo.
—Vamos para casa, Joan.
Papá y mamá los han seguido y esta vez ninguno de los dos se ha quejado del sol y nadie ha corrido hacia el portal de casa de la Cruda.
—¡Buenos días, Manela!
—Joan, ¿cómo estás?
—Muy bien, muy bien. ¡Voy para casa!
El abuelo no ha querido pararse y nosotros tampoco, ninguno.
La enfermedad del abuelo debe de ser la comidilla del pueblo, seguro que todos hablan de cómo ha ido vaciándose la casa que hoy vamos a ver por última vez.