LA RELOJERA
Hoy, al día siguiente, es domingo y mamá y la lucecita se han levantado pronto y se han encerrado en el cuarto de la plancha. No sé cuál de las dos ha arreglado el reloj de cuco.
Luego, mamá y la abuela se han metido en la cocina a discutir de esa forma que ellas dicen que no discuten y por primera vez he decidido entrar con ellas.
—Todo lo que sé de relojería me lo ha enseñado él. Es como si lo hubiera arreglado papá.
—Yo también quiero aprender, mamá.
—Jan, ve a ver qué hace el abuelo.
Pero en el comedor no había nadie. Papá había salido a comprar el periódico y el abuelo ya debía de estar en su taller. Me he quedado plantado sin saber qué hacer hasta que a las diez han sonado diez cucús, justo cuando papá metía la llave en la cerradura.
Con el décimo cucú se han abierto tres puertas: la de la calle, la de la cocina y la del cuarto de la plancha, y nuestras miradas han coincidido en un silencio raro que ha invadido el comedor. La del abuelo era de victoria. La de papá, de incredulidad. La de mamá, de satisfacción. La de la abuela me ha atrapado y ha hecho que el décimo cucú me resonara desafinado entre las sienes hasta que he oído un grito.
—¡Funciona! —El abuelo con el reloj en las manos, como quien levanta un trofeo—. Ya os había dicho yo que quedaba poco.
—¿De noche también suena?
Con esa pregunta, papá ha roto la red de miradas cruzadas y ha desaparecido el eco desafinado de los cucús; en su lugar, un ramillete de risas de los cinco, acompasadas, rítmicas como un tictac.