EL CINCO DOBLE
—Llama a tu abuelo, que vamos a cenar enseguida.
Ahora soy yo el que llama al abuelo, casi nunca al revés. Y a veces la abuela me llama Joan y no Jan, sobre todo desde que me siento con el abuelo a acabar el crucigrama juntos. El olor del periódico también es el olor del abuelo.
A veces no lo encuentro en el comedor, al salir de la cocina. Me imagino que nos oye hablar y se levanta del sofá sin hacer ruido para encerrarse en el cuarto de la plancha. Sigue teniendo el reloj de cuco encima de la mesa, pero las herramientas no salen de sus cajones, están todas relucientes y bien alineadas. Ahora a lo que se dedica es a quitarles el polvo, a mantener limpio el taller.
—Abuelo, dice la abuela que vamos a cenar enseguida.
Lo avisamos un poco antes de que lleguen mis padres, para que tenga tiempo de hacerse a la idea. Cada día está un poco más lento. La abuela y yo lo vemos y no nos lo decimos, pero tratamos de ahorrarle tiempo para que papá y mamá no lo noten.
—Ya se lo he dicho, abuela.
—Gracias, rey… —Y casi no le oigo las erres—. Por todo.
—No vamos a movernos del cinco doble, ¿verdad?
Y con esa pregunta la hago sonreír con ojos de cristal mientras oigo que el abuelo cierra la puerta de su taller.
—¿Queréis que ponga la mesa?