LA PULMONÍA
Un día de lluvia, cuando tenía once años, el abuelo miraba llover por la ventana de su cuarto, seguramente porque su madre también le había dicho que no podía salir a jugar, cuando vio una rama de luz que salía de una nube para tocar su sauce llorón. El árbol se iluminó unos segundos y después todo se llenó de un olor a madera quemada, humo y un trueno que hizo temblar el suelo que pisaba el abuelo, que entonces era un niño.
La casa aún temblaba cuando el abuelo bajó los escalones de dos en dos hasta la calle. Nadie pudo detenerlo. Salió a la placita y en pocos segundos acabó empapado. Se puso a abrazar a su sauce llorón, herido, con el tronco medio partido, la mitad de las ramas a punto de caerse al suelo, la otra mitad aguantándose de milagro, y lloró mientras el cielo hacía lo mismo encima de él.
Su padre fue a buscarlo y desde entonces contó una y mil veces lo mucho que le había costado arrancar a su hijo del tronco del sauce llorón: parecía que había echado raíces. El suelo ya no temblaba, pero el abuelo sí, de frío. Eso pasó en invierno y hasta bien entrada la primavera el abuelo no volvió a salir a la calle por culpa de una pulmonía que nadie entendió cómo no lo mató, con lo delgado y desnutrido que estaba.
El abuelo dice que fue el árbol el que lo curó.