Epílogo
El sol de junio entraba de soslayo por el ventanal del piso de Park Avenue, en Nueva York. El triple cristal eliminaba casi todo el ruido del tráfico que ascendía desde la lejana calle y creaba en el salón un ambiente tranquilo y relativamente fresco. Bajo una de las rejillas del aire acondicionado, un banderín con los colores de un colegio privado se agitaba y golpeaba la pared.
Una puerta se cerró con un golpe colérico que hizo temblar la porcelana del aparador.
Olivia Spencer apoyó la mano en la hoja.
—¿Chadwick? Me gustaría pasar, ¿puedo?
Olivia interpretó la falta de respuesta como un asentimiento y entró en la habitación de su hijo, que estaba sentado en la cama, con las rodillas dobladas contra el pecho.
—Annie solo quiere ayudarte —le dijo con voz suave instalándose junto a él.
Con los ojos llenos de lágrimas, Chad se encogió de hombros. Olivia le tendió la mano para que saliera con ella, pero el chico no se movió.
—Los días que yo vuelva tarde, estará ella —insistió Olivia—. Os ayudará con los deberes y hará la cena. Solo quiere tu bien.
—No la necesito.
Olivia asintió con la cabeza.
—Pues yo creo que sí.
—¡Gemma era mil veces mejor! —estalló Chad.
Su madre lo atrajo hacia sí para que pudiera llorar en su hombro y le pasó la mano por la espalda, mientras aspiraba su olor y sentía su peso contra ella. Chad era la vida y estaba allí, ahora, y ella tenía la suerte de poder decírselo a sí misma, de disfrutar de él, como disfrutaría en todo momento de cada una de las personas a las que quería.
—Sé lo que sientes, hijo —le susurró—. Lo sé… Yo también la echo de menos —con un esfuerzo extraordinario, si bien cada vez menor, consiguió no explotar ella también. Quería mostrarse fuerte, tranquilizadora, protectora—. Hay que aceptarlo, Chad. No se puede volver atrás. Echo de menos a Gemma. Echo de menos a papá. Muchísimo. Pero ya no se puede hacer nada. Hay que avanzar. Lo cual no significa olvidarlos.
Chad se agarró a la blusa de su madre hasta casi desgarrarla y se quedó así un buen rato, hasta que se durmió.
Olivia le tendió la cabeza en la almohada, le dio un beso, volvió a aspirar su olor y salió sin hacer ruido.
En el pasillo la esperaba Owen.
Se miraron unos instantes. Luego Olivia le tendió los brazos y él se refugió en ellos. Pero al cabo de un momento dio un paso atrás.
—¿Vas a aceptar la oferta? —le preguntó.
Olivia lo observaba. Nunca abandonaría aquella brusquedad de animalillo salvaje, ni dejaría de sorprenderla con su inteligencia.
—En cualquier caso, voy a probar. Necesito actividad, tener la mente ocupada. Creo que trabajar en la prensa escrita me sentará bien. No quiero salir en pantalla.
Owen asintió con una leve sonrisa.
—Tienes razón.
—No te preocupes, no estaré ausente a menudo.
—Me alegro de que lo hagas. Ahora te toca vivir a ti. No has dejado de ocuparte de nosotros desde…
Owen no acabó la frase. No hacía falta.
Siguieron mirándose unos instantes, sin malestar, únicamente con cariño.
—¿Puedo pedirte que esta tarde estés un poco pendiente de Chad? Tengo que salir. Annie se quedará hasta que vuelva. ¿Estaréis bien?
Owen asintió. Olivia le dio un beso en la frente y se dirigió a la puerta para recoger su bolso.
Owen la siguió con paso lento.
Cuando Olivia abrió la puerta que daba al ascensor, la despidió con la mano.
—Te quiero —dijo en un susurro.
El taxi la dejó en Greenwich Village, en la esquina de Bleeker y Barrow Street, y Olivia se detuvo ante la fachada de piedra rojiza. Empezaba a sabérsela de memoria.
Empujó la puerta, subió a la segunda planta y entró en el piso sin llamar. Era el ritual acostumbrado.
Al fondo, el salón trazaba un recodo, al final del edificio, donde un escritorio y dos sillones permanecían en una penumbra provocada en parte por los listones de las persianas, que cortaban la luz del sol en finas líneas. Otras tantas líneas del horizonte posibles, se dijo Olivia sentándose frente al escritorio con su cubierta tapizada de cuero verde.
Martha Callisper, que se había cortado su habitual melena gris, salió de la habitación contigua, se sentó frente a ella y le cogió la mano por encima del escritorio.
—Le dije que no debía volver en una temporada, Olivia…
Al instante, la cuarentona dejó de ser la madre rebosante de seguridad, rehuyó su mirada y tragó saliva.
—Solo una vez más —dijo en voz baja.
En la penumbra, Martha la observaba con una compasión sin límite en sus grandes ojos azules.
—No hemos conseguido nada en seis meses de sesiones. Creo que hay que rendirse a la evidencia, Olivia: no está atrapado entre la vida y la muerte. Tom se ha ido. Y es lo que había que desearle.
—No pasa un solo día sin que tenga la sensación de que está ahí, justo detrás de mí, reflejado en un escaparate, o sin que perciba su olor en una corriente de aire, o me despierte por la noche oyéndolo susurrarme. Necesito intentarlo una vez más, Martha. Solo una.
La médium frunció los labios y exhaló un profundo suspiro.
—Sabía que volvería.
—La puerta estaba abierta…
La anciana asintió con una sonrisa triste.
—Hay que dejarle partir. Tom no está prisionero al otro lado del espejo, su alma se ha dispersado en el universo. De lo que usted no consigue desprenderse es de su recuerdo.
Olivia cerró los párpados unos instantes. Una fina burbuja capturando los escasos rayos del sol en el borde de los ojos. ¿Cómo iba a convencer a sus hijos cuando ella misma no era capaz de resignarse?
Una ola incontenible barrió toda su resistencia.
—Necesito oírlo, solo una vez. Decirle cuánto lo quiero. Por favor. Estoy segura de que un día me oirá.
Tras una vacilación, Martha Callisper abrió un cajón y sacó un péndulo de plata.
Olivia se irguió en el sillón.
Lo vio oscilar progresivamente, como siempre.
Pero esta vez sería diferente. Lo presentía. Y durante ese momento de incertidumbre, ya apenas sintió el doloroso peso que le aplastaba el corazón de la mañana a la noche.
El péndulo marcaba el ritmo.
Y Olivia recobraba todo lo que necesitaba.
La esperanza.
«Tom».
La librería de Henry Street, en Brooklyn Heights, tenía una entrada bastante amplia en la que habían colocado una mesa cubierta con un tapete verde. Encima había una pila de ejemplares de un libro junto a una placa de metacrilato en la que podía leerse: «Hoy: Un año después de la tragedia de Mahingan Falls, el Gobierno les sigue mintiendo».
Sentada detrás, Martha Callisper esperaba a los eventuales curiosos, a quienes explicaría encantada la verdad en un tono cuidadosamente estudiado, lo bastante firme y pedagógico para que la tomaran en serio.
La campanilla de la puerta tintineó y entró un hombre.
Llevaba una camiseta de manga corta, vaqueros y unas gafas de sol que rara vez se quitaba, para evitar que sus interlocutores se sintieran incómodos. Desde que había presenciado las muertes, sus ojos y su mirada podían ser muy penetrantes. Habían sido muchas. Más de las que un ser humano normal puede soportar. Un bastón le ayudaba a compensar una ligera cojera.
Martha lo recibió con una amplia sonrisa.
—No esperaba verlo por Nueva York, teniente…
En presencia de la médium, Ethan se relajó y se quitó las gafas. Martha no pestañeó, pese a la intensidad de su mirada.
—Ya no estoy en la policía.
—No me sorprende. ¿Y qué hace ahora?
—Mantenerme ocupado con esto y aquello.
Ethan cogió uno de los ejemplares y lo abrió por la primera cita.
«Ahora vemos en un espejo, oscuramente; más entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como voy conocido. 1 Corintios, 13, 12».
—¿Se ha vuelto religiosa?
Martha esbozó una sonrisa burlona.
—Creo que la unión hace la fuerza.
Ethan agitó el libro.
—¿Se vende?
—La gente sigue sin querer saber la verdad.
—Hay verdades más difíciles de creer que otras.
El rostro de la anciana se ensombreció.
—Nadie ha cuestionado la posibilidad de que todo un pueblo se vuelva loco a causa de una toxina presente en el agua potable, pese a que un número alarmante de «detalles» no encaja y la mayoría de los testigos aseguran que vieron lo mismo. Una alucinación colectiva de esa envergadura es inconcebible. Sin embargo, la opinión pública prefiere creérselo. Se culpa a unos inocentes de la muerte de cientos de hombres, mujeres y niños aduciendo…, ¿cómo lo llaman? ¡Ah, sí! ¡Una «psicosis de masas»!
Ethan dejó el libro en lo alto de la pila, asintió y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
—No estoy seguro de que explicarle al mundo entero que los muertos están justo al otro lado del espejo, esperando a que los liberen, sea más prudente. Las mayores tragedias de la historia han ocurrido cuando las masas tenían miedo, ¿no?
—Entonces, ¿prefiere usted esa infame mentira?
—Hay otras formas de actuar.
Martha le dirigió una mirada muy poco amable.
—¿Eso es lo que hace usted? ¿Husmear aquí y allá con la esperanza de descubrir una fisura? ¿Qué espera conseguir, solo frente al Gobierno, Cobb?
Ethan se encogió de hombros.
—Le dejo a usted la tarea de convencer a las masas. Yo me conformo con mantener los ojos abiertos.
—¿Qué le asusta tanto?
Ethan la miró fijamente, y esta vez Martha Callisper apenas pudo sostener su mirada.
—Que el Gobierno no extraiga una lección de los errores de otros —dijo al fin.
—No lo hará.
—Está en juego la supervivencia de la humanidad…
—La tecnología de la OCP fue destruida. Leí que un incendio asoló sus instalaciones. La compañía se fue a la bancarrota. Incluso los datos que guardaban en lugar seguro se perdieron, debido a un «desafortunado cúmulo de circunstancias», como decía el artículo. Yo también estoy atenta a lo que pasa. Siempre he sospechado que alguno de nosotros se vengó.
—Únicamente les hablé de la OCP a Olivia y a usted.
—Es justo lo que digo.
—Yo no le prendí fuego a la OCP, y, por lo que sé, Olivia intenta rehacer su vida y la de sus hijos aquí, en Nueva York.
—Entonces, ¿fue el Gobierno, según usted? —Ethan hizo un gesto para indicar que resultaba evidente—. ¿Por un problema de seguridad nacional? —insistió Martha.
Ethan miró a su espalda.
—Miles y miles y miles de millones de dólares, le habría respondido Alec Orlacher —dijo—. El Gobierno o las multinacionales, ¿qué diferencia hay, con algo así en juego?
Un soplo de aire frío pasó entre ellos, y ambos se tensaron, hasta que Ethan vio una rejilla de aire acondicionado justo encima de sus cabezas.
Martha le tendió el libro.
—Tenga, se lo regalo. Tómese el tiempo necesario para leerlo, tal vez le proporcione elementos útiles para su lucha.
—Nuestra lucha —la corrigió Ethan—. Pero dudo de que tengamos mucho tiempo.
De Los Ángeles a Miami, de Boston a París, de Londres a Pekín, pasando por El Cairo, Hong Kong e incluso Sídney, Río de Janeiro o El Cabo, siguiendo todas las diagonales posibles e imaginables, de las megalópolis a los pueblos más apartados, el mundo entero se conecta y teje una red cada vez más vasta y veloz. Ondas por todas partes. Omnipresentes.
Ávidas de progresos.
Y de pronto, todas reciben la misma señal. No es más que un ensayo. Pero esta vez, de gran envergadura.
Una simple prueba previa a la apertura de un mercado que generará tanto dinero y poder que merece la pena hacer la vista gorda sobre su procedencia.
La señal se propaga. Por todas partes. Más deprisa que las previsiones más optimistas.
Y no tarda en resquebrajar nuestra realidad. En su interior aparece una fisura hacia otro plano. Se extiende como una vibración invisible. Un rumor de voces. Por ahora, murmuran en las tinieblas.
Pero a medida que la señal se extiende por todo el globo, se funden en un solo alarido.
Y entonces, dondequiera que llegan las ondas, en cada calle, en cada casa, en cada edificio, incluso en los bosques y las granjas, las sombras despiertan.
Y otras voces, las voces de los vivos, les responden con un grito de terror.