21.

El Paseo consistía en una amplia y larga pasarela de madera paralela a la calle. Elevado más de cinco metros sobre el océano cuando la marea estaba alta y más de diez cuando se retiraba del fondo arenoso, había sido construido en los ochenta para dar de una vez por todas a la feria anual de Mahingan Falls el aspecto de una exposición digna de ese nombre. Ofrecía una vista inmejorable del espolón y su faro, a un lado, y del puerto deportivo y las playas que se extendían hacia el sur. Para quienes habían crecido en esos años, aquella había sido la época de esplendor de la localidad: Main Street abarrotada en verano; el auge inmobiliario provocado por numerosas familias de Boston que buscaban una segunda residencia no muy lejos, con el encanto de una villa balnearia, pero que no tenían suficientes medios para aspirar a las suntuosas casas de Martha’s Vineyard; las multitudes que llegaban de Salem, Lawrence e incluso Portland, en el estado de Maine, e invadían el Paseo desde mediados de agosto hasta finales de septiembre para subirse al tiovivo, disparar escopetas de perdigones o comerse un perrito caliente por un dólar. Antes de que los años noventa sentenciaran la feria. Algunos culpaban a las campañas masivas de seguridad vial, dado que a Mahingan Falls solo se podía llegar por dos pequeñas carreteras estrechas y sinuosas, la del norte, que bordeaba los acantilados, y la principal, al oeste, que serpenteaba entre las empinadas colinas y se prolongaba a través de campos que a veces lindaban con barrancos, sin ninguna iluminación cuando las familias regresaban a casa, en ocasiones después de un día con exceso de copas. Había habido accidentes, muertes. Los periódicos acabaron llamando a la feria «la Ruleta Rusa: sabes cuándo llegas, pero no cuándo volverás». Mala prensa. Sin embargo, las verdaderas razones eran menos trágicas: la feria había envejecido, los caballitos se habían renovado tan poco como los banderines o los enormes muñecos de peluche que premiaban la habilidad, y las atracciones habían pasado de moda hasta desaparecer definitivamente. No obstante, para muchos vecinos, el Paseo seguía asociado a las fiestas de antaño, a los gritos de alegría, la música pegadiza, el olor a algodón de azúcar, caramelos, cerveza floja y fritanga. Era el caso de Norman Jesper, orgulloso producto vintage de Mahingan Falls, made in 1961 y único ebanista del pueblo, que estaba convencido de que moriría allí mismo y nunca había ido más allá de Nueva York —ni falta que le hacía, dicho sea de paso.

Esa mañana estaba paseando con su perro por la playa cuando el maldito chucho, que no le hacía caso a nadie, se lanzó como una flecha debajo del Paseo, un dédalo de postes de madera cubiertos de conchas. Con la marea baja, podías aventurarte a entrar allí, aunque el lugar no gozaba de buena reputación: estaba oscuro e infestado de cangrejos, y se rumoreaba que era el punto de encuentro favorito de «invertidos» en busca de fornicio rápido y anónimo, si bien esto último nunca lo había demostrado nadie y seguramente era una falsedad propalada por espíritus vengativos.

Norman llamó a su perro, pero acabó resignándose a ir en su busca, aunque no le hacía ninguna gracia que lo vieran meterse allí y se imaginaran «cosas» sobre él. Así que, para que nadie se equivocara, gritó bien alto el nombre de su compañero canino antes de penetrar en la oscuridad de debajo del malecón.

El olor lo asaltó de inmediato. No era el de las manzanas caramelizadas ni el de los buñuelos con el que tantas veces se le había hecho la boca agua allá arriba cuando era niño. Ni mucho menos. Norman no creía haber olido algo tan nauseabundo en su vida, salvó quizá la vez en que su amigo Brook le pidió ayuda para desatascar los retretes de su casa rural, obstruidos tras el paso de toda una recua de turistas franceses. Un tufo a «carne podrida que ha estado un buen rato a remojo en el agua del mar, el olor frío del hierro, agrio de los pedos y penetrante del yodo, metidos juntos en una caja y puestos a cocer a pleno sol», fueron sus palabras al describirlo más tarde. El perro estaba un poco más adelante, husmeando. Grandes cangrejos huían en la oscuridad al paso de Norman, que casi se dio de narices con el cuerpo, aunque para eso hubiera sido necesario que este último las tuviera. En su lugar había un inmundo amasijo, como si algo le hubiera devorado la cara y luego la hubiera vomitado. Pese a la escasa claridad que se filtraba hasta allí, Norman distinguió masas rezumantes y carnes hinchadas. Avisó a la policía sin moverse de donde estaba, y Pierson King, enviado con urgencia al lugar, lo encontró allí, inmóvil como un perro pastor, cuidando de que ningún cangrejo profanara aún más el cadáver de aquel desventurado.

A diferencia de los escenarios del crimen de las grandes ciudades en los que Ethan Cobb había aprendido el oficio, aquel no solo no estaba delimitado para asegurar que hubiera un único acceso, sino que ni siquiera lo habían iluminado con focos portátiles, por lo que tuvo que hacer lo mismo que sus compañeros: utilizar la linterna que llevaba en el cinturón para poder acercarse sin resbalar en las rocas. En cuanto el haz de luz blanca descubrió los pálidos miembros, Ethan comprendió. Se trataba de un hombre y estaba casi desnudo: le habían arrancado la mayor parte de la ropa y el resto presentaba grandes desgarrones. El cadáver estaba exangüe, y la piel, casi translúcida tras permanecer en el agua del mar, exhibía estrías de carne hinchada de un rosa pálido, incluso en el cráneo, cuyo interior quedaba expuesto a través de una ancha grieta, como una fruta muy madura que hubiera reventado al caer del árbol. Al inclinarse, Ethan advirtió que el contenido de la cavidad craneal había desaparecido, totalmente devorado por la fauna local. No cabía la menor duda de que era Cooper Valdez. El mar lo había devuelto antes de lo previsto, y habían tenido suerte de que fuera allí y no al pie de los acantilados.

—Ya se lo dije —le recordó el jefe Warden en tono triunfal—. ¡Conozco este océano! En la zona en la que el barco iba a la deriva, la bahía es avariciosa: se queda lo que le llega y, por lo general, no vuelve a escupirlo a nuestras playas hasta que le ha sacado todo el jugo.

Ethan no respondió; se limitó a examinar al pobre desgraciado. Presentaba numerosas heridas. No hacía falta ser un experto en motores de barco ni un médico forense para constatar que, con toda probabilidad, las habían producido una o varias hélices. La hipótesis se confirmaba. Cooper Valdez, con la embarcación a toda máquina, se había dirigido a popa, se había inclinado sobre los motores y había caído directamente en aquel torbellino destructor, que lo había lacerado. En cuanto al motivo —capricho repentino, necedad o un ruido en la parte de atrás—, nadie lo sabría jamás, por mucho que para el jefe Warden la culpa fuera a todas luces del alcohol. «Y con los malos hábitos de Valdez, es evidente que su sangre contendrá cierta cantidad. Un accidente estúpido».

Fin de la investigación para el jefe Warden.

Para Ethan Cobb, las circunstancias no estaban claras. ¿Por qué huir de la ciudad por mar en lugar de hacerlo por carretera? Y en un estado cercano al pánico… Cooper había destruido todo su material informático, su móvil y sus radios, ni siquiera se había parado a cerrar su casa con llave y había corrido hasta el barco con lo imprescindible en medio de la noche. A menos que sufriera un delirium tremens avanzado, tenía que haber una explicación.

Bajo el Paseo, el baile de linternas acribillaba la penumbra con sus finos haces plateados, en busca de «fragmentos» complementarios: faltaban varios dedos y numerosos pedazos del muerto, aunque era imposible saber si había que achacarlo a las hélices, al tiempo que había pasado en el océano o a la voracidad de los cangrejos, ya en tierra. Max Edgar, que tenía fama de llevar el uniforme siempre impecable, se las arreglaba como podía para pisar únicamente las rocas; no habría soportado mojarse o mancharse los pantalones, y sin duda la perspectiva de no poder lustrarse los zapatos en cuanto saliera de allí lo ponía enfermo. Al pasar junto a Ethan, se volvió hacia él.

—Teniente, creo que estaba usted presente cuando los murciélagos se suicidaron ante la iglesia católica de Green Lanes… El padre Mason dice que es una señal de la cólera de Dios.

Edgar, además de maniático, era un auténtico santurrón, recordó Ethan.

—Parecía más bien un fenómeno natural debido al magnetismo terrestre, o a una fuga de gas…

No le apetecía abrir un debate sobre el asunto, y menos con Edgar. Aunque no lo habría admitido por nada del mundo, el suceso le había causado una fuerte impresión. Aquella nube de murciélagos virando para coger aún más altura, deteniéndose de repente e iniciando una caída vertiginosa, sin un solo aleteo, como en un impulso colectivo hacia la muerte… Aún oía el espantoso sonido que habían producido al estrellarse contra el suelo frente al pórtico de Saint-Finbar. En realidad, no tenía la menor idea de lo que había ocurrido. Había organizado de inmediato un dispositivo de verificación, temiendo realmente un escape en una conducción de gas, pero tras hora y media de minuciosas comprobaciones el equipo había descartado esa hipótesis. Cobb tenía asuntos más urgentes que atender, así que no había insistido, y un operario del municipio lo había limpiado todo ante los horrorizados ojos de los vecinos.

—El padre Mason opina que este verano el libertinaje se ha apoderado del pueblo, que debemos expiar nuestras culpas y…

—Edgar —lo atajó Ethan—, concéntrese en el suelo y mire dónde pone los pies. Sería una pena que pisara un trozo del señor Valdez y se ensuciara los bajos del pantalón.

El agente se estremeció ante esa idea, y Ethan se libró de él. La tranquilidad duró poco, porque el jefe Warden se acercó a su vez.

—¿Qué es ese asunto de la intoxicación alimenticia que le ha encomendado a Cedillo?

—El doctor Layman teme que haya algo de eso: demasiados pacientes con los mismos síntomas.

Warden asintió. Su fino bigote gris se agitó en la penumbra, luego señaló el cadáver con la barbilla.

—En cuanto a él, quiero el informe cerrado antes del fin de semana.

—Sería conveniente que tuviéramos los resultados completos de los análisis antes de archivar el caso, ¿no le parece, jefe?

Warden farfulló para sus adentros y aceptó soltando un gruñido.

—Muy bien, pero siempre que sus conclusiones sean inapelables. No quiero tener al hurón de Marvin Chesterton encima de nosotros, ¿entendido?

Marvin Chesterton era el fiscal de distrito de Salem, responsable de toda la demarcación. Lee J. Warden lo odiaba más aún que Max Edgar al diablo. Chesterton era un demócrata impenitente, incondicional de las grandes teorías sobre la libertad, y Warden lo acusaba de ser demasiado blando y haber reclutado a su equipo de asistentes por sus convicciones políticas más que por sus aptitudes. Para Warden, simbolizaban la progresiva decadencia del país; eran su causa directa. Ethan consideraba a su superior capaz de disfrazar la verdad con tal de evitarse la intervención de la oficina de Chesterton, que tomaba el mando de una investigación en cuanto el caso adquiría importancia y requería la intervención de un juez.

—Cobb, como veo que la muerte del señor Valdez le apasiona, le dejo supervisar el levantamiento del cadáver. Nosotros nos vamos, este sitio es malsano —dijo Warden pegándole un puntapié al enorme cangrejo que tenía delante.

Ethan se quedó otras dos horas de plantón lejos del sol, en el aire saturado de humedad de debajo del muelle, hasta que se llevaron los restos de Cooper Valdez. Fue el último en marcharse, aunque al hacerlo vio que Norman Jesper seguía allí, sentado en un montículo de arena, con el perro dormido a sus pies y la mirada perdida en la marea alta. Aún estaba bajo el shock de su horripilante descubrimiento.

—Debería irse a casa, señor Jesper.

Sin conseguir apartar los ojos del horizonte, el hombre respondió lentamente, y hasta su voz era lejana:

—Nunca podré olvidar lo que he visto ahí abajo…

—Lo lamento.

—He venido a este espigón de madera miles de veces, de crío, de joven y de mayor. Tengo mil recuerdos fantásticos. Pero el resto de mi vida, lo que veré cada vez que pase por aquí será la imagen de ese pobre diablo comido por los cangrejos.

Ethan le posó la mano en el hombro amistosamente. Le habría gustado decirle que el tiempo difuminaría el recuerdo, que su memoria lo atenuaría, pero no quería mentirle. De hecho, el horror tenía el poder de imponerse, manchaba el alma como el vino más oscuro mancha una camisa blanca. El horror era persistente. Con el paso de las semanas y, más tarde, de los meses y los años, la imagen de Cooper Valdez, destrozado y luego devorado, se debilitaría, pero cada vez que un elemento de la vida cotidiana retrotrajera a Norman Jesper a aquel terrible día, surgiría de nuevo, vívida e implacable, con sus olores y sus ruidos de fondo. La obra de la muerte dejaba una huella indeleble, como para demostrar que nadie podía escapar de ella.

—Dígase que le ha hecho un favor. Gracias a usted, no se pudrirá aquí solo. Tendrá una tumba. Le ha asegurado el descanso eterno.

Ethan no era un hombre religioso, pero sabía hablar en el idioma de quienes sí creían.

Norman Jester asintió y suspiró.

Ethan se despidió y se separaron así, como dos viejos amigos que saben que nunca volverán a verse. Luego caminó hasta el puerto deportivo y se dirigió al Banshee. Necesitaba rodearse de vida y echar un trago. Se sentó en la barra y pidió una pinta de Murphy’s Irish Stout, cuya primera mitad se bebió casi de un tirón. Sonaba de fondo la canción de Toby Keith I love this bar, y Ethan esbozó una sonrisa pensando que la letra hablaba de él, especialmente en ese momento. Entonces los vio, sentados en un reservado, terminando una comida tardía. Ashley Foster y su marido. Ella, tan guapa como siempre, con los rizos castaños bailándole sobre los hombros; y él, un tipo bastante atractivo, sin afeitar, con un hoyuelo en la barbilla, fornido. A Ethan se le encogió el corazón. Rodeó la jarra con las manos. Se dejó invadir por una mezcla de tristeza y celos, y se odió por ello. Le habría gustado estar en el lugar del marido, en aquella banqueta, aunque solo fuera para hablar de trivialidades y verse reflejado en los ojos de una mujer, acariciar su mano unos instantes, oírle contar el último chismorreo, saber que, al llegar la noche, se acostarían uno junto al otro y se buscarían con la punta de los pies antes de dormirse con el apacible sopor de quien sabe que no está solo. Por supuesto, en la vida de pareja no todo era compartir; también había esfuerzo, discusiones inevitables y obligaciones. Ethan había conocido todo eso con Janice, pero después de casi dos años de soltería añoraba hasta los enfrentamientos. Al menos tenían la virtud de hacer que se sintiera vivo.

El marido tecleaba en el móvil mientras Ashley jugueteaba distraída con los restos de ensalada de col de su plato. No se habían dirigido la palabra desde que los había visto. «Deja de mirarlos, pareces un pervertido…».

Ethan le dio otro tiento a la cerveza y desvió la mirada hacia otro lado del bar, pero acabó volviendo a las andadas. La camarera les retiró los platos, lo cual no surtió el menor efecto en el silencio de la pareja. El marido se comió el postre sin levantar los ojos del móvil.

De pronto, Ethan se dio cuenta de que Ashley lo miraba y la saludó cortésmente con la cabeza, antes de volverse hacia su jarra, incómodo. En ese momento sonó su propio móvil, y Ethan agradeció a la providencia que le impusiera un poco de discreción.

—Teniente, soy Cedillo. He llamado al tipo de la radio del que le hablé. Está en la emisora. Puede pasar a verlo esta tarde, cuando le vaya bien.

—Gracias, César. ¿Alguna novedad sobre el problema del doctor Layman?

—He hablado con todos los pacientes que me ha indicado y no he encontrado pautas en común entre ellos. Incluso hay una mujer que solo hace la compra en Salem cuando sale del trabajo, así que ni restaurante común, ni supermercado… Francamente, no lo veo.

Cedillo era un buen poli, sobre todo cuando le dabas la iniciativa. Ethan insistió en esa dirección.

—Bien. Conoces este asunto mejor que nadie, así que tienes libertad para seguir indagando como te parezca. Aunque no surja nada nuevo, guárdalo todo en un rincón de tu cerebro, nunca se sabe. Buen trabajo, Cedillo.

Al colgar casi dio un respingo, porque Ashley estaba a su lado, mirándolo con una sonrisa forzada.

—¿Hay alguna urgencia, teniente?

—No, nada que…

—Sí, hay algo urgente —insistió ella en voz baja, y le lanzó una mirada de súplica. Ethan advirtió que el marido, a su espalda, lo observaba con desconfianza—. Por favor… —añadió Ashley en un susurro—. Sabré agradecérselo.

La bombilla se encendió al fin en la cabeza de Ethan, que agitó el móvil en el aire y se levantó del taburete.

—La necesito, Foster —dijo lo bastante alto para que el marido lo oyera—. Siento fastidiarle la comida, pero es importante.

Menos de treinta segundos después, Ethan Cobb y Ashley Foster salían a la calle, abrasada por el sol de agosto, y subían al viejo 4×4 de la policía local.

—Gracias —se limitó a decir Ashley instalándose en el asiento del copiloto.

—¿Cuántos años llevan casados?

—Los suficientes para que haya dejado de contarlos.

—¿Se han peleado?

—¿Es usted policía?

Sonrisa apurada. Se lo tenía merecido.

—Perdón. Tiene razón, no es asunto mío.

Apenas unos minutos después llegaban a Oldchester. Ethan apagó el motor. La emisora se encontraba justo enfrente.

—Mike y yo ya no tenemos mucho que decirnos —confesó Ashley—. A veces siento nuestros silencios como gritos que me aturden, y no sé qué hacer para acallarlos. Cuando lo he visto en el bar, he sentido la necesidad de huir para acabar con ese agobiante silencio.

—Comprendo.

Ninguno de los dos sabía si continuar con aquella conversación que les hacía sentir incómodos, así que se quedaron callados. Cuando por fin Ashley asió el tirador de la puerta para salir, Ethan murmuró:

—¿Aún lo quiere?

Ashley tragó saliva mientras recorría la calle con la mirada en busca de una respuesta.

—Quisiera quererlo —dijo antes de apearse del vehículo.


El dueño de la emisora local de Mahingan Falls, Pat Demmel, se hallaba en plena sesión de trabajo con una atractiva cuarentona cuyo carisma la hacía todavía más interesante. Recibió a Ethan y a Ashley en la misma salita de reuniones en la que conferenciaban y dejó ante ellos sendos cafés en vasitos de cartón.

—¿Es usted Olivia Spencer-Burdock? —preguntó Ashley en un tono que era más bien de afirmación sorprendida—. Mi madre la adora.

La aludida esbozó una mueca mitad resignada, mitad divertida.

—Me ha dado usted donde duele… ¿Es que solo les gusto a las personas mayores?

Ethan, que no tenía idea de qué hablaban, se volvió hacia Demmel.

—¿Conoce usted a Cooper Valdez?

—Tengo entendido que ha muerto… ¿Por eso quería verme?

—¿Se trataban ustedes?

—No, era un radioaficionado, así que lo he oído nombrar, pero eso es todo. Tenía un cuarto de chispas.

—¿Un qué?

—Un cuarto de chispas. El típico local de radio amateur.

—¿No vino a ver sus equipos alguna vez? Para pedir consejo y cosas por el estilo…

—No, la verdad es que no. Mire, hay radios y radios… Aquí nos esforzamos en configurar programas con profesionalidad, es una emisora que se escucha. Lo que hacía Valdez era búsqueda e intercambio… Se pasaba el tiempo recorriendo el dial para encontrar a gente como él con la que charlar. Es una pasión. Nos une lo básico: la emisión de nuestras voces a través de las ondas, aunque por supuesto nuestro material es más sofisticado y no utilizamos los mismos anchos de banda.

—Ignoro cómo funciona la radio… Ustedes utilizan frecuencias bien definidas, ¿no es eso? ¿Podría alguien como Valdez invadir la suya o intentar intervenir en sus ondas?

Demmel y Olivia intercambiaron una mirada inquieta.

—Si está muy bien equipado y es hábil, podría interferir en ciertas frecuencias —respondió Demmel—, pero nuestros oyentes nos lo habrían comunicado, y no es el caso. No obstante, hace poco tuvimos un «problemilla». Un listillo consiguió piratear nuestro estudio durante unos segundos.

—¡Ah, sí, qué impresión! —confirmó Olivia—. Aquella voz gutural…, y los gritos…

Ethan frunció el ceño.

—¿A qué se refiere? ¿Qué oyeron exactamente?

—Pues… a un individuo que debería ir corriendo al médico para que le examinara la garganta… —respondió Olivia—. No entendimos una palabra, debía de ser extranjero. Y luego unos gritos… como extraídos de una película de terror, de música satánica o Dios sabe qué.

Esta vez Ethan estaba convencido: no era una casualidad.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—El 1 de agosto, creo —recordó Demmel.

—Ya hay una investigación en marcha —puntualizó Olivia—. La lleva un tal Philip Mortinson, o Mortensen, de la CFC.

¿Una agencia federal allí, en el pueblo? Ethan estaba asombrado, y sobre todo molesto por que no lo hubieran avisado. Como mínimo, deberían haber hecho acto de presencia. «Puede que lo hayan hecho y Warden no haya considerado necesario compartir la información…».

Pero lo esencial era aquel mensaje de radio, que también él había oído en el barco de Cooper Valdez. Ignoraba el significado, pero los gritos lo habían dejado helado. Le costaba creer que fueran fingidos, que se tratara de una película, como sugería Olivia Spencer. ¿Había descubierto Valdez un secreto terrible, hasta el punto de entrar en pánico e intentar huir? ¿Cuál era el origen de esas breves y escalofriantes emisiones? «Y ¿por qué destruir todo su material, incluidos el ordenador y el móvil?».

—Yo oí lo mismo en el barco de Valdez, frente a la costa de Mahingan Falls —confesó.

—¿En la banda de frecuencia marítima? —preguntó Demmel haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa—. Así que el pirata se coló en nuestra frecuencia, a través de internet, según mi ingeniero, que no ve otra posibilidad, y también emitió en las reservadas a los barcos…

—¿Con qué propósito lo haría?

Demmel se encogió de hombros.

—¿Para hacerse notar? Por lo general, los radioaficionados son gente experta, a menudo con un gran bagaje técnico. Su objetivo es establecer canales de comunicación a más o menos larga distancia, para intercambiar experiencias. Algunos desean ser útiles, hablan de meteorología o astronomía; a otros les gusta mejorar sus aparatos y charlar sobre cuestiones técnicas. No hay reglas bien definidas sobre quién y para qué. Puede ocurrir que en medio haya un listillo que no respete nada. La mayoría de las veces los piratas son jóvenes que se divierten sin comprender lo que hacen, pero teniendo en cuenta los medios empleados para llegar a nosotros, creo que se puede eliminar esa opción. Se trata de alguien muy hábil que sabe exactamente lo que tiene entre manos. Y que cuenta con material, y por tanto probablemente tiene un indicativo y una licencia. En la región, solo la tenía Cooper Valdez.

Y Valdez ya estaba muerto cuando Ethan había oído aquel extraño mensaje de radio en su barco. En consecuencia, no era el autor.

—¿No hay clandestinos en ese mundillo? —preguntó Ashley, que hasta el momento se había limitado a escuchar y a tomarse el café a sorbitos—. Aficionados que operen sin ninguna autorización…

—No es habitual. Tenga en cuenta que para empezar a emitir necesitas un equipo, y desenvolverte: eso no se improvisa. Así que hasta los piratas son, en origen, radioaficionados conocidos, y a la mayoría acaban descubriéndolos.

—¿Se puede rastrear una señal?

—Si emite regularmente y durante el tiempo suficiente, sí, con el material adecuado. Como el que utilizan los investigadores de la CFC, por cierto.

Cuantas más vueltas le daba Ethan, más frustrado se sentía. Había ido allí pensando que los aparatos hechos trizas de la casa de Cooper Valdez tal vez tuvieran alguna relación con su precipitada huida, y esperaba que en la radio local lo ayudaran a comprender. Pero en vez de obtener respuestas, iba a salir de allí todavía con más incógnitas. «La CFC puede ayudarme. Es su trabajo».

—Esos federales ¿les dijeron dónde paraban, si se alojaban en el pueblo? —preguntó.

Demmel y Olivia sacudieron la cabeza al unísono.

«Vamos de mal en peor…».

¿Merecía la pena seguir perdiendo el tiempo detrás de aquella extraña pista? Ya se había encabezonado con la autopsia de Rick Murphy, y solo le había dado disgustos. ¿Iba a continuar así todo el verano, cabreando a Warden, pero también a Ashley? «¿Y si existe una relación entre ambas cosas? La muerte nada clara de Murphy en esa cámara de aislamiento llena de arañazos y la no menos extraña de Cooper Valdez…». No había la menor conexión entre las dos víctimas. Ni entre ellas y la suicida de Atlantic Drive, Debbie Munch, a quien todos consideraban tan excéntrica que en realidad su muerte apenas había sorprendido a nadie, aunque las circunstancias hubieran conmocionado al pueblo. En pleno día, delante de todo el mundo, turistas, niños… Ninguna de aquellas muertes se parecía a las demás. Ethan trataba de tejer una red que no existía. Tres muertos en menos de tres semanas. Pura casualidad. «La ley de la fatalidad», como había dicho Warden.

Ashley lo miraba con sus grandes ojos de color avellana. Esperaba su señal para ahuecar el ala. También ella sabía que aquella conversación no daba para más. Ethan asintió, y al hacerlo tuvo la sensación de estar rindiéndose. Capitulando. La muerte de Cooper Valdez seguiría siendo un misterio y su alcoholismo llenaría las lagunas del informe final. Práctico. «Decepcionante».

No le había dicho adiós a Filadelfia para dejar sin resolver el primer caso un poco atípico que se le presentaba. La muerte de Murphy ya le había dejado un regusto amargo; ahora se añadía el de Valdez.

«No le dijiste adiós a Filadelfia. Huiste de ella. A todo correr. Para protegerte. Para volver a hacerte un nombre».

De pronto, le costó sostener la mirada de Ashley.

Los recuerdos del pasado lo perseguían.

Y nadie corre más deprisa que sus fantasmas.