39.
Eran los últimos días de vacaciones, que traían consigo un leve sentimiento de melancolía y la ineludible necesidad de pasar página. Los colegios abrirían de nuevo sus puertas y retomarían la rutina cotidiana, las últimas semanas de calor pasarían volando y el viento frío llegaría del norte para oscurecer las hojas de los árboles. En las playas de Mahingan Falls cada vez se veían menos turistas, y tanto en el Paseo como en Main Street las caras nuevas empezaban a escasear. Las familias ya no se limitaban a dejar correr los días; habían comenzado a preparar el nuevo curso, el material escolar, la vuelta al trabajo. Las siguientes vacaciones parecían estar en la otra punta del calendario, y todas las mañanas había que pensar en organizarse, conectarse con el mundo, mostrar dinamismo.
Mahingan Falls volvería a encerrarse en sí mismo. Se acabaría la apertura a los forasteros, que serían pocos: allí nadie llegaba «por casualidad». Ninguna carretera atravesaba el pueblo, adonde había que ir ex profeso, dejando la autopista 128 —popularmente conocida como Yankee Division Highway— para continuar por Western Road a través de varios kilómetros de monótonos campos, y, tras las primeras curvas en las colinas, pasar al fin ante la alta cascada del río Weskeag. Llegar allí costaba. Solo un fuerte deseo de exotismo o una excursión a una localidad balnearia aún no muy saturada podían justificar el viaje. Con el otoño ya no era así. El pueblo, prisionero de sus bosques y sus despeñaderos, se disponía a afrontar su forzosa tranquilidad, casi insular dado su aislamiento, y la necesidad de prepararse para una cierta autarquía material y mental en previsión de los meses más duros. En muchos aspectos, Mahingan Falls se asemejaba a un animal salvaje. Extrovertido y tan vivo en verano, y concentrado en sí mismo y en los preparativos para el invierno en cuanto llegaba septiembre, antes de la lenta hibernación.
Olivia vio salir del despacho a su marido con una pizca de irritación, que desapareció casi enseguida. «Puede que no fuera una buena idea», había dicho Tom, sin entrar en más detalles sobre su búsqueda infructuosa. Al final no se lanzaría a escribir todavía. Necesitaba pensar en una nueva trama. Sorprendentemente, no estaba agobiado en absoluto, al contrario: parecía animado por una alegría nueva, una especie de despreocupación que fue buena para todos. Al día siguiente se llevó a la familia de pícnic a lo alto de Rockport, y durante los posteriores, pasó tiempo con su hija, tomando el sol en el jardín, jugando en el salón o paseando por la playa. En las dos semanas que transcurrieron de ese modo, Olivia y Tom hicieron juntos la compra a menudo y compartieron la mayoría de los almuerzos como dos enamorados. Sin embargo, aunque todo iba sobre ruedas, Olivia no podía evitar echar a perder parte de esos momentos a causa del estrés. Tanta felicidad, tanta paz, tenían que ocultar por fuerza una montaña de futuras dificultades. Las cosas no podían ser tan fáciles, tan sencillas, ni la vida tan apacible; en realidad, la vida odiaba la rutina feliz, eso por descontado. Tarde o temprano surgirían problemas, solo para equilibrar el karma de la familia, porque en este mundo nadie, por bueno que fuera, merecía ser feliz indefinidamente. Siempre había sido así, y Olivia prefería prepararse para lo peor a recibir el golpe por sorpresa. Le molestaba esa manía suya, esa incapacidad para disfrutar plenamente del presente, pero era superior a sus fuerzas.
Sin embargo, ese final de agosto no pasó nada horrible. Mejor aún: su gran debut en la radio local no podía tener mejores auspicios. Los periódicos de la región hablaban del programa, en la prensa nacional habían aparecido varios breves y, según le habían contado, hasta las televisiones comentaban el «regreso de Olivia Spencer-Burdock». Por suerte, la oiría muy poca gente, y además la emisora no había invertido en la creación de una página web, menos aún en la difusión de eventuales podcasts, lo cual le parecía perfecto. Olivia no quería verse sometida al juicio, al escrutinio y a la presión de los grandes medios. Solo divertirse saliendo en antena. Atraer una audiencia reducida pero predispuesta, que disfrutara con lo que le ofrecía, nada más.
Por su parte, Chadwick y Owen se pasaban el día fuera, como de costumbre, aprovechando el regreso del sol para escaparse al barranco con Connor y Corey. La primera vez, volver allí les dio un poco de miedo y los angustió. Se acordaban del espantapájaros y del cadáver de Wayne Taylor, que debía de estar pudriéndose en algún lugar, lejos de los maizales, después de que los cuervos y las urracas le hubieran arrancado los globos oculares y las partes más blandas. Ir al barranco era encaminarse hacia ese muerto cuyo trágico fin solo ellos conocían, era acercarse un poco a él, y eso los perturbaba. Pero el temor a ir a la cárcel era más fuerte, así que callaron. A los trece años, ciertas convicciones, incluso incipientes, cuando están mezcladas con el miedo pueden más que los valores más nobles.
Los cuatro adolescentes tardaron tres días en decidir el emplazamiento de su cabaña. Debía estar protegida de las inclemencias del tiempo, alejada del riachuelo que corría por el centro del barranco en previsión de una crecida repentina, y bien camuflada, por si alguien se daba un paseo hasta allí, pero sin dejar de ofrecer al mismo tiempo una vista general de la zona. Se pusieron de acuerdo acerca del fortín que formaban un roble y un olmo en torno a una roca plana, pues sus troncos —sobre todo el del roble, que se dividía en dos desde la base— creaban un muro natural, reforzado por los arbustos que los rodeaban. En casa de un vecino camionero, Connor se agenció unos cuantos palés, que transportaron lentamente a costa de esfuerzos y agujetas para usarlos como suelo de su cabaña. Con unas tablas rotas, clavos y más sudor lograron superponer un entarimado digno de ese nombre. Un gran toldo verde haría las veces de techo impermeable; caía por un lado para formar una de las paredes, mientras que en el otro construyeron un marco de madera sobre el que clavaron unos paneles para revestir paredes que habían encontrado en el sótano de los Duff. Connor aportó el mejor accesorio: una gran red de camuflaje militar que su padre solía usar para ocultar su campamento cuando iba a cazar, y no se llevó de casa tras el divorcio. Era lo bastante grande para cubrir todo el cuartel general, que de ese modo se fundía con el paisaje y resultaba casi invisible.
Owen suponía que no tardarían más de dos días en construir la cabaña y que sería divertido, pero emplearon diez y toda su energía, y acabaron llenos de ampollas, arañazos y moretones. No obstante, el orgullo que sintieron superó todas sus previsiones. Al final, lo más difícil había sido tranquilizar a sus padres sobre su estado general: todo iba bien, lo único que hacían era divertirse. Olivia les aconsejó que se lo tomaran con calma si no querían empezar el curso agotados, y pudieron proseguir sus aventuras sin mayor vigilancia. Después de todo, era el final de las vacaciones, tenían derecho a aprovecharlo…
Llenaron dos viejas neveras portátiles con un cargamento de latas de refrescos, bolsas de patatas y paquetes de galletas; cuatro neumáticos usados se convirtieron en asientos; y un clavo que sobresalía sirvió para colgar unos prismáticos con los que mantener vigilado el hilillo de agua que serpenteaba por el centro del barranco e indicaba el camino a los escasísimos senderistas.
Un día especialmente caluroso, mientras hacían una pausa antes de darle los últimos toques a su escondite, Connor se levantó y decidió ir a ver lo que quedaba del espantapájaros que habían destruido.
—¿Qué? ¡Ni se te ocurra! —le advirtió Corey—. Es justo el tipo de idiotez que hacen los protagonistas de las películas de terror, y siempre acaban fatal.
—Yo no soy el prota de ninguna peli, solo quiero ver si sigue allí. No he parado de preguntármelo en dos semanas.
Chad lo siguió. Era una tentación demasiado fuerte para poder resistirse. Owen y Corey se miraron, y el primero, decidiendo que no podía dejar solo a su primo, también se marchó.
—Está visto que sois tres idiotas —sentenció Corey y mientras paseaba la mirada por el bosque circundante, no muy tranquilo—. Y conmigo, cuatro —añadió saliendo tras ellos para no quedarse solo.
El peto vaquero medio carbonizado yacía en medio de un zarzal. La calabaza había desaparecido, devorada sin duda por las llamas y los bichos, al igual que la paja que rellenaba la ropa del espantapájaros. Los dos rastrillos de jardinero que le servían de manos aún se vislumbraban entre la vegetación.
—¿De verdad pensáis que ahí dentro estaba Eddy Hardy? —preguntó Chad en un susurro.
—Desde luego, algo tuvo que ver —aseguró Owen—. Su alma o la criatura a la que invocó en su época.
Eso no respondía a la pregunta que los atormentaba sin cesar: ¿por qué ellos y, sobre todo, por qué ahora?
—Estoy acojonado —confesó Corey.
Owen reconoció que él también.
Allí, en su arranque, el barranco aún no estaba totalmente encajonado en el Cinturón; las paredes norte y sur no superaban los tres metros de altura. Los muchachos se hallaban en el límite de la zona que habían declarado «segura». Ver a Connor abandonar aquel santuario y aproximarse lentamente a los restos del espantapájaros dejó paralizados a sus tres amigos.
—Pero ¿adónde vas? —exclamó Owen.
El mayor de la pandilla no respondió. Le dio la vuelta a su gorra Vans para que la visera apuntara hacia atrás y se acercó de puntillas al revoltijo de ropa quemada.
—Está zumbado —murmuró Corey.
Connor rodeó el «cuerpo» y cogió un palo, con el que apartó las zarzas que rodeaban los restos. Corey insistió, cada vez más asombrado:
—Pero ¿qué hace, maldita sea?
—Comprueba que esté bien muerto —dijo Chad sin quitarle ojo a Connor—. El tío… los tiene bien puestos…
—¡Lo que tiene es delito!
La punta del palo levantó una de las ennegrecidas garras de acero y le dio la vuelta. A continuación, se introdujo en el peto y hurgó en su interior.
—Ya no hay nada —informó Connor con una voz tranquila que dejó admirado a Owen.
En ese momento, una bandada de estorninos abandonó las copas de los árboles en las que descansaban. Un revuelo de alas que se alejó a toda velocidad, para ponerse a salvo.
—¡Connor! —gritó Owen—. ¡Vuelve!
Todos la distinguieron al mismo tiempo: una sombra que se cernía sobre el ramaje, al oeste, como empujada por el viento desde los maizales.
—¡Ya! —urgió Corey.
Connor echó un vistazo hacia lo alto de la pendiente y advirtió que algo se movía entre los matorrales, acercándose. Soltó el palo y saltó por encima de los helechos y los tallos, procurando dar largas zancadas para no tropezar. Detrás de él, la naturaleza parecía haberse callado; amedrentada, se encogía sobre sus raíces al paso de la sombra que descendía en dirección a los adolescentes. Cada vez más deprisa.
—¡Nos largamos! —ordenó Owen.
Como un solo hombre, salieron disparados hacia el refugio dando brincos y sorteando árboles y rocas, con los cinco sentidos puestos en no caer, hasta que lograron ponerse a cubierto entre las imponentes paredes de piedra.
Chad fue el primero en detenerse para escudriñar a su espalda.
No había nada ni nadie. Solo algunas ramas agitadas por el viento en el lugar donde el riachuelo penetraba en el barranco.
—¡Chicos! —dijo—. Ya está…
Mientras jadeaban con las manos apoyadas en las rodillas, Connor se pasó el dorso de la mano por la nariz y vio que le sangraba.
—¡Mierda!
Cuando miró a sus amigos, se quedó blanco.
Un hilillo de sangre se deslizaba por el labio superior de cada uno de ellos.
—¿Qué nos pasa? —preguntó Chad asustado.
Corey se llevó los dedos a las fosas nasales y comprobó que le ocurría lo mismo.
—¿Será algo que hemos respirado? —sugirió.
Entretanto, Owen vigilaba la entrada del barranco, en la distancia.
—Por lo menos sabemos que funciona: sea lo que sea, no viene hasta aquí. Una fuerza nos protege.
—Puede que nos hayamos precipitado un poco —dijo Connor esbozando una sonrisa que intentaba parecer tranquilizadora—. Seguramente no era más que un jabalí.
Owen sacudió la cabeza con convicción. No estaba de acuerdo.
—¿Y cómo lo sabes? —exclamó el de la gorra.
Owen señaló las copas de los abetos, que seguían inclinándose hacia ellos.
—Porque el viento sopla en la otra dirección. Detrás de esos árboles hay algo, y yo diría que está cabreado.
—Dios mío… —murmuró Chad.
Fue el último día que pasaron en el barranco antes del comienzo del curso.