72.

—¿Pichoncito? —llamó la voz gangosa de Lena Morgan—. ¿Has sido tú quien ha hecho que se apague todo?

Lena se había puesto una mascarilla regeneradora y se había ido a la cama temprano. Ese día no se había visto buena cara. Se sentía floja y tenía las facciones más cansadas de lo habitual. En cuanto pudiera volvería a visitar a su cirujano de Boston para que le pusiera otra tanda de inyecciones de bótox. Estaba hojeando una de sus revistas de famosos favoritas en el iPad cuando todo había dejado de funcionar.

LDM estaba abajo, viendo un partido de béisbol, baloncesto o lo que fuera, a ella le daba igual, salvo cuando lo necesitaba.

—¿Pichoncito? ¡Pichoncito!

Sabía que la oía. La casa era grande, pero no tanto, y todas las puertas entre el dormitorio y el salón estaban abiertas. O había ido a ver qué pasaba o se hacía el sordo. ¡Aquella manía suya estaba empezando a hartarla! Era perfectamente capaz de oír a sus amigos cuando murmuraban cochinadas al paso de una chica guapa, pero si lo llamaba ella, según de qué humor estuviera, podía llegar a hacerle repetir su nombre diez veces. Era intolerable.

—¡LDM! —bramó, esta vez sin la menor dulzura.

Una sombra cruzó la puerta, que se abrió todavía más.

En la moqueta había algo acercándose al pie de la cama.

—¿LDM? ¿Qué tramas?

En el extremo del lecho, el edredón empezó a levantarse y Lena adivinó sus intenciones.

—¿Tenías que cargártelo todo para jugar a los apagones conmigo? Llevo una máscara de belleza, pichoncito. Y no me he puesto la crema, ya sabes, para la sequedad íntima… Cuando quieras hacerlo, tienes que avisarme… Esas cosas se preparan, ¿lo has olvidado?

Debajo del edredón, el bulto era cada vez más grande; pero Lena siguió hablando en el mismo tono.

—Tú eres un hombre, para ti es muy fácil. Basta con que pienses en ello para que tu cuerpo responda al deseo. Pero recuerda que nosotras, las mujeres, tenemos un organismo más caprichoso. ¿Me estás escuchando, pichoncito? —Lena encogió las piernas bruscamente—. Dios mío, pero ¿de dónde vienes? ¡Estás helado! —el bulto se le acercaba despacio—. ¡Basta, LDM, he dicho que no! ¡Para empezar, date una ducha bien caliente!

La fuerza con que le sujetaron las rodillas la dejó tan estupefacta que no fue capaz de gritar.

El frío le subió por el cuerpo, y al instante el camisón se le cubrió de escarcha.

Sus muslos se separaron con tal violencia que le crujió la pelvis.

Luego, una masa aplastante se tendió sobre ella y la penetró con tal brutalidad que el dolor la electrizó hasta la base del cráneo.

Sintió que algo se derramaba dentro de ella e iba hinchándose e hinchándose… Gritó como nunca había gritado en su vida. Su interior explotó casi de inmediato. Lena se habría retorcido de dolor, pero la masa glacial que estaba tumbada encima de su cuerpo se lo impedía. Solo veía una nube de sombra, aunque sentía una presión descomunal.

Y aquello continuaba llenándola, comprimiendo lo que quedaba de sus órganos genitales y apretando su vejiga, que acabó estallando, poco antes de que el empuje le destrozara el estómago y los intestinos.

Lena había dejado de vociferar. Estaba más allá de los gritos.

Lo que salía de su boca ya no era humano.