38.
El debate sobre lo que convenía hacer con los restos calcinados de Smaug los había mantenido ocupados toda una velada: Olivia consideraba importante que los niños tuvieran un lugar donde recordar a su compañero muerto, mientras que Tom temía que una tumba les trajera a la mente una y otra vez aquella noche de horror. Lo habían hablado con calma, exponiendo sus respectivos argumentos, y al final, como tantas otras veces, Tom se había sumado a la opinión de su mujer, aunque con la condición de enterrar los despojos en un rincón apartado, al fondo del jardín. Confiaba en el criterio de Olivia, pese a aquel desagradable nudo en la boca del estómago. Al día siguiente, aprovechando la ausencia de los chicos, había cavado un agujero en la tierra húmeda para depositar en él la bolsa de basura que contenía lo que habían podido recuperar del fuego, lo había vuelto a cubrir y, bajo una lluvia cada vez más densa, había apisonado la tierra, antes de clavar una tabla en la que previamente había grabado el nombre del perro y las fechas de su nacimiento y su muerte. Tom creía que nadie se acercaría nunca a la tumba, por miedo a revivir aquel suceso demencial. Pero esa mañana, menos de una semana después de la tragedia, vio por la ventana a Chad y a Owen de pie ante la tabla mientras se tomaba un café en la cocina.
Los intensos aguaceros que habían caído sobre Mahingan Falls durante tres días hasta encharcar los bosques y las aceras y amenazar con inundar el alcantarillado habían cesado durante la noche. Solo quedaba una capa de nubes bajas y una fina llovizna intermitente.
Los chicos podrían salir y disfrutar del aire libre. Tom no sabía qué hacían exactamente, cosas de adolescentes, oír música, charlar sobre deporte, hablar de chicas, lo mismo que él a su edad. Como Olivia, opinaba que era importante respetar su independencia y su intimidad. De vez en cuando, un toque de atención para recordarles que no hicieran tonterías, que se confiaran a ellos cuando lo necesitaran, para que no olvidaran que los padres siempre estaban ahí, pasara lo que pasase. El resto era de su incumbencia, especialmente en verano. Tom se alegraba de que hubieran hecho amigos tan pronto. Corey y…, ¿cómo se llamaba el otro? ¡Ah, sí, Connor! Buenos chavales, se veía enseguida, aunque el tal Connor ya tenía «mirada de hombre», como la llamaba Tom. Esa mirada que delata la atracción por las chicas. El chaval no engañaba a nadie: admiraba los pechos de Gemma, e incluso el culo de Olivia cuando llevaba pantalones ajustados, con más insistencia de la cuenta. Tom sentía incluso cierto orgullo. Sí, su mujer atraía las miradas, hasta las de un mocoso de trece o catorce años.
Tom volvió a su despacho. Olivia se había reunido con las madres de la asociación de padres de alumnos para hablar del nuevo curso, que empezaría en poco más de dos semanas. Y no volvería hasta media tarde. Tom tenía tiempo por delante.
Los papeles de Gary Tully lo retaban desde la estantería, y también desde el cartapacio de cuero del escritorio. La conversación de dos días antes con Martha Callisper lo había agitado bastante. Más de lo que había creído entonces. Había aceptado entregárselo todo a la médium a principios de septiembre, cuando hubiera acabado de ordenarlo, le había dicho. Pero la ordenación estaba hecha, lo sabía perfectamente. ¿Por qué se había concedido esa prórroga si ya había tomado la decisión de dejarlo correr? Demasiadas dudas. Desasosiego. Y la inmensa losa de la paranoia que lo aplastaba. Tom ya no sabía qué hacer, y menos aún qué creer. Su primer impulso de mandarlo todo a paseo y dedicarse plenamente a su familia se había esfumado en cuanto había llegado a la casa.
A la Granja.
La antigua morada de Jenifael Achak.
La misma en la que se había ahorcado Gary Tully. El escenario del suicidio de una adolescente y, poco después, del de su padre. Como un fogonazo, la visión del extraño mordisco en la pantorrilla de Chad reapareció en su mente. Oyó los gritos de miedo de Zoey en mitad de la noche, y luego el desconcertante testimonio de Olivia, que creía haber soñado despierta con una presencia en la habitación de su pequeña.
Eran muchas cosas. Demasiadas para correr un tupido velo y fingir que no ocurría absolutamente nada. Su instinto de padre protector se había despertado, al mismo tiempo que su curiosidad de artista. Desde entonces no paraba de dar vueltas en círculo, de buscar excusas para dejarlo o pretextos para seguir, al menos temporalmente.
La indecisión lo ponía enfermo, la odiaba.
Se sentó ante la libreta decimonovena, que ya había leído en parte.
«La acabo y lo dejo. Lo guardo todo y se lo entrego a esa excéntrica a través de Roy».
No podía evitar estar un poco enfadado con su vecino, que lo había mareado desde el principio. Pero sabía que no lo había hecho con mala intención: se había limitado a callarse cosas y salirse por la tangente, con el único fin de protegerlos. «¿A quién le apetece oír que la casa a la que acaba de mudarse ha sido el escenario de una sucesión de muertes?». Tom sabía que ni siquiera podía reprocharle sus silencios. Al contrario. El anciano tan solo se había mostrado prudente y protector. Y él no era rencoroso, se le pasaría. «Unas cervezas en su porche…».
Abrió la libreta negra y retomó la lectura donde la había dejado.
Antes de mediodía se había ventilado otras dos.
Gary Tully se había mudado a Mahingan Falls e instalado en la misma vivienda que había ocupado Jenifael Achak, un caserón destartalado que rehabilitó de arriba abajo para vivir en él. Describía sus investigaciones sobre la posibilidad de crear un puente entre el espíritu de la difunta y el mundo real, utilizando el que había sido el último lugar en el mundo donde Jenifael había pasado buenos momentos antes de su arresto. Gary multiplicaba las sesiones de espiritismo, solo o acompañado por poderosos médiums, a los que a veces hacía venir de muy lejos. Cuando, al volver una página, se topó con el nombre de Martha Callisper, a Tom no le extrañó. Gary no parecía apreciarla mucho, y ella no había obtenido mejores resultados que sus predecesores.
Tully también se interesaba por los mitos de los indios fundacionales en una región como aquella, fueran leyendas, tradiciones espirituales o historia local. El nombre del wendigo hizo encogerse a Tom en el asiento. Criatura monstruosa y aterradora que había que rehuir a toda costa, era el equivalente de un demonio o un diablo y fascinaba al ocultista, que había viajado a varias reservas indias, incluso de Canadá, para entrevistar a los ancianos y a los chamanes, esos brujos depositarios de los ritos ancestrales de su pueblo. El wendigo, devorador de carne humana, adoptaba numerosas formas, unas veces humanas y otras tan gigantescas que su aliento bastaba para sacudir los abetos en las colinas. Tully recogía las declaraciones de varios testigos que afirmaban haber visto a algunos fanáticos comiendo carne de un muerto para atraerse los favores del wendigo. Porque, aunque maligno y temido, era una de las criaturas más poderosas del panteón indio. La conclusión de Tully al respecto hizo que Tom se estremeciera al recordar las palabras empleadas por Martha Callisper. Para Gary, el mito del wendigo era uno de los más extendidos, uno de los pocos que había impregnado la cultura amerindia casi en su totalidad y desde tiempo inmemorial. En ese sentido, una creencia tan compartida y antigua no podía por menos que producir efectos. Todas esas almas convencidas de su existencia tenían forzosamente que haberle dado cuerpo, de una forma u otra. El wendigo existía, encerrado en un espacio-tiempo paralelo al nuestro. Los seres humanos le insuflaban vida con su devoción, y el simple hecho de evocarlo bastaba para hacerlo perdurar.
¿Había sido Tully quien había convencido a Martha y a Roy de que las creencias de muchos tenían consecuencias?
Tom sintió un escalofrío, pero siguió leyendo.
La obsesión de Tully se acrecentaba conforme se sucedían los cuadernos, hasta transformarse casi en locura, pensaba Tom. El ocultista estaba absolutamente seguro de que era posible abrir una brecha entre los vivos y los muertos, y sentía que, al instalarse allí, había establecido un vínculo especial con Jenifael Achak. Decía conocerla mejor que nadie, y la ausencia de todo progreso lo estaba destruyendo.
Un lento e insidioso desmoronamiento se tejía de capítulo en capítulo, apreciable en un comentario, en una frase un poco dura, en una conclusión. Tully se estaba hundiendo en la depresión, de eso no cabía duda.
Las siguientes libretas no hicieron más que confirmarlo. Los años pasaban, y Tully espaciaba cada vez más sus notas, sus confesiones, y estas, tras repetirse a menudo, se reducían al mínimo, a una síntesis de los encuentros despachada a toda prisa, las últimas indagaciones y la falta de cualquier resultado concluyente.
Tom leyó las líneas finales mientras el sol se ponía y la oscuridad iba apoderándose del despacho, inclinado sobre la página para descifrar la nerviosa letra. Se había olvidado de comer y ni siquiera se había enterado del regreso de Olivia y los chicos, que al parecer habían decidido dejarlo trabajar hasta que se dignara salir de su guarida.
Tully parecía confuso con respecto a las revelaciones que ponían fin a la última libreta. A ratos, resultaba incomprensible. Se estaba sumiendo en la locura.
Ya no hay nada. Estoy vacío. Todo. Lo he dado todo. Lo he intentado todo. Solo resta una evidencia. Dada mi incapacidad para descubrir los mecanismos necesarios para dar lugar a un contacto, solo queda la alternativa extrema de la verdad. El irremediable y odiado viaje hacia el conocimiento de quien penetra en la tierra prometida que tantas veces lo ha eludido sabiendo que es un intruso, puesto que no comprende plenamente su historia y su influencia. Mi camino en este lado ha sido un fracaso. En consecuencia, me resigno a echar mano de mi último recurso y acelerar lo irremediable optando por la verdad inmediata. Ya no soy un investigador. Renuncio a serlo. Me convierto en un explorador más entre tantos. Pensándolo bien, más que explorador debería considerarme un simple paseante. Por mi cobardía, por mi indolencia, por mi abandono. Acabo mi obra sin haber podido darle un sentido, y eludo mis deberes con plena conciencia, sin haber demostrado nada. Hago trampa. Habré fracasado en cuanto a la resolución del problema, pero el deseo de conocer la respuesta es demasiado grande para esperar más tiempo. Sello esta puerta para siempre y abro otra, hacia lo desconocido.
Tras lo cual, Gary Tully había subido al desván para dejar aquella última libreta con las demás, había vuelto a cerrar cuidadosamente y había regresado a su despacho con una cuerda en la mano, de la que unos minutos después colgaría con el cuello roto.
Tom apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.
Se sentía triste. El declive de aquel hombre se transparentaba en sus diarios. Había dedicado su vida a la pasión que lo devoraba, y su preciada soledad le había arrebatado cualquier posibilidad de que acudieran en su ayuda, de que le abrieran los ojos sobre su estado mental antes de que fuera demasiado tarde.
Tom encendió el ordenador portátil e hizo lo que debería haber hecho desde un principio, si se hubiera tomado aquella lectura más en serio: buscar en Google el nombre de Gary Tully. Con unos cuantos clics y un poco de paciencia, lo localizó en una web sobre esoterismo un poco anticuada. Gary Osborne Tully. G. O. T. cuando firmaba las libretas. Figuraba como un estudioso más que había frecuentado a numerosos especialistas en los años setenta, sin mayores precisiones. No había nada más. Como había presentido él mismo antes de quitarse la vida, Tully no había dejado ninguna huella, ni siquiera en su propia disciplina.
En cierto modo, y pese a la sensación de tristeza, ahora que había absorbido el contenido completo de los documentos, Tom se había apaciguado. Gary Tully no había descubierto nada. En su casa no se había producido ningún fenómeno paranormal.
Así que todas aquellas cosas no guardaban ninguna relación.
«Siguen existiendo esas coincidencias, lo que he averiguado…».
Nada explicaba o daba sentido a la lista de Tom. Solo era una serie de cosas extrañas. Casualidades. Singularidades. Si no, ¿cómo explicar que su familia y él las padecieran, mientras que Tully no había visto nada en diez años, pese a haberlo intentado por todos los medios?
«La familia que vino después sufrió…».
Sí, pero él mismo se lo había dicho a Martha Callisper y a Roy: por desgracia, que una adolescente infeliz se suicidara no era algo anormal. Y que su padre no consiguiese superarlo, tampoco.
«¡Además, nosotros no hicimos nada al llegar! Nada que hubiera podido…, ¿cómo decirlo?, “activar” la aparición de fenómenos sobrenaturales. Si bastara con mudarse a una casa encantada para que despertara, Tully no se habría matado…».
Pero Bill Taningham se había dado mucha prisa en revenderla…
«¡Eso no tiene nada que ver, estaba en la ruina!».
No, cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que todo habían sido imaginaciones suyas. No podían haber atraído a los fantasmas por el simple hecho de mudarse.
«A no ser que los trajéramos con nosotros… —la desagradable idea había surgido de la nada, casi como una burla de su subconsciente—. ¿Y por qué ahora? ¿Por qué aquí? —porque el terreno estaba abonado… un lugar cargado de antiguas e intensas emociones—. No, somos personas equilibradas, en Nueva York nunca nos pasó nada por el estilo».
En ese momento oyó a los chicos subiendo la escalera con sus pasos de elefante, y el rostro de Owen brotó en su mente. Solo llevaba año y medio viviendo con ellos. ¿Era posible que hubiera traído consigo sus propios fantasmas? El drama que había vivido ¿podía haber reanimado una energía profunda, enterrada en su interior, que se activaba poco a poco ahora que estaba allí, con ellos? De chaval, Tom había leído más de una novela en la que aparecían chicos dotados de poderes similares, telequinesia, poltergeists, esos espíritus alborotadores espoleados por la presencia de un adolescente inestable…
«No, qué idiotez, no tiene que ver con Owen. Pensar eso del pobre chico, después de todo lo que ha sufrido…».
Tom estaba avergonzado. Aquel asunto le había hecho perder el seso. Había llegado el momento de pasar página.
Se levantó y alineó las libretas una detrás de otra; los últimos vestigios de la mente de un hombre que había malgastado su vida escribiéndolas.
En la penumbra del despacho resonó la voz ronca de Martha Callisper: «Ha pasado todos estos años internada en el hospital psiquiátrico de Arkham».
—¡No! —exclamó Tom en voz alta, para su propia sorpresa.
Ir en esa dirección quedaba totalmente descartado. ¿Por qué iba a hacerlo? Ahora estaba tranquilo. En su casa ya no había espectros. Detestaba que sus neuronas sobrecalentadas le gastaran esas jugarretas. De ir al manicomio, nada. Sería una pérdida de tiempo.
«Lo dejo aquí. Tengo las respuestas que buscaba. Me he montado toda una película, esas casualidades nunca me habrían llamado la atención si no hubiera descubierto los papeles de Tully. Pero ahora ya sé que él tampoco encontró nada, salvo la locura. Me he entretenido un rato. Una parte de mí quería creer, pero se acabó el recreo. Tengo una familia que me espera y una obra de teatro que escribir en los próximos meses».
Cerró la tapa del ordenador y se dirigió a la puerta.
No le apetecía nada visitar un hospital psiquiátrico, eso desde luego.
Pero al salir del despacho comprendió que también tenía miedo de lo que aquella mujer pudiera decirle si iba a verla. A él, el nuevo ocupante de la casa que le había arrebatado a su hija y a su marido.