49.

Con la precisión del relojero que monta pacientemente los diminutos engranajes de un reloj, Owen, Chad, Corey y Connor habían elaborado su plan de batalla durante dos días, antes de contárselo todo a Gemma. Luego pudieron pulirlo hasta la tarde del sábado. Lo habían estudiado todo. Empezando por una nueva visita a la biblioteca ese miércoles para profundizar en el asunto de la masacre de indios por parte de los primeros colonos de Mahingan Falls, y en consecuencia poder establecer con exactitud el lugar en que había ocurrido (en la confluencia de los dos ríos, situada actualmente bajo el centro escolar, como sospechaban). En el ayuntamiento, poniendo como excusa un trabajo para el colegio —para asombro de Sarah Pomelo, la recepcionista: «¿Acabáis de empezar y ya tenéis trabajos?»—, obtuvieron el historial de las obras de soterramiento de los ríos, además de los planos, de los que hicieron fotocopias y fotos con el móvil de Connor. Para mayor tranquilidad, pidieron que les proporcionaran también los del sistema de evacuación de aguas y el alcantarillado, con el fin de compararlo todo escrupulosamente. Para su sorpresa, estos últimos no constituían un único sistema, sino dos redes bien diferenciadas: la primera, menos profunda, recogía la mayor parte de las aguas residuales y las vertía a los ríos, mientras que las cloacas principales, en un nivel inferior, desaguaban su repugnante caudal en la planta de tratamiento de residuos situada al sur, en la linde de los eriales. Eso significaba que en caso de fuertes lluvias el nivel de los dos ríos ascendería rápidamente dentro de los túneles. Cruzarían los dedos para que el tiempo los acompañara.

Los cuatro adolescentes eligieron el punto de entrada más conveniente y discreto, teniendo en cuenta que levantar la tapa de una alcantarilla en plena calle llamaría demasiado la atención.

Chad y Connor se encargaron de hacer la lista del material necesario y consiguieron reunir lo fundamental, que repartieron, básicamente, entre sus dos mochilas.

Tal como estaba previsto, el sábado a mediodía Gemma y Corey llegaron a casa de los Spencer y comieron con ellos. Oficialmente, se llevaría a los chicos al cine, único pretexto que había encontrado para que Olivia y Tom se quedaran con Zoey, lo cual no supuso ningún problema. Dos días antes, la familia Spencer había tenido una larga conversación a la hora de la cena para explicar a los niños lo que había sucedido en directo en la radio, temiendo que el rumor ya hubiera alcanzado el colegio. Chad y Owen habían rodeado a Olivia con los brazos para consolarla. Para ellos, tan obsesionados como estaban con su propio plan, aquello solo era un drama de adultos. Por su parte los padres, monopolizados por sus propios problemas, seguían concediéndoles a los chavales un poco de la independencia que habían tenido durante el verano, y eso estaba muy bien.

A la una y media, el Datsun que transportaba al grueso de la pandilla recogió a Connor en la esquina de West Spring con South Cooper Street y subió por Beacon Hill para aparcar cerca de la vieja torre, último vestigio del antiguo fuerte militar, transformado ahora en depósito de agua. Apenas apagado el motor, los cuatro chavales saltaron fuera del coche y se abalanzaron sobre el maletero, que habían llenado lo más discretamente posible durante la hora de la comida. Apartados en aquel callejón poco transitado, cambiaron los pantalones cortos y las deportivas por vaqueros y zapatos o botas de senderismo.

—¿No tenías otra cosa? —le preguntó Connor a Gemma señalado sus zapatillas.

—No voy a andar por el agua.

—Vamos al subterráneo de un río, ¡claro que habrá agua!

—Pues ya tendré cuidado.

Connor soltó una risita burlona, y cuando todos estuvieron listos, cogió los dos lanzadores de agua con depósito extragrande que habían comprado con sus ahorros —y en los que el propio Connor había hecho las mismas modificaciones que en el que había achicharrado al espantapájaros—, se quedó uno y le tendió el otro a Chad, que se había presentado voluntario.

—Acuérdate —le dijo—: el mechero de debajo del cañón tiene que estar encendido antes de lanzar la gasolina, o no quemarás nada.

—No soy idiota.

—Se apaga constantemente. De eso es de lo que tienes que acordarte cuando estemos en plena acción.

Chad blandió el puño en el aire con una seriedad casi ridícula.

—Cuenta conmigo.

Entraron en un jardín medio abandonado (herencia del fuerte, era la antigua explanada de los cañones que dominaba la entrada del puerto) que bordeaba la tapia del parque municipal. En el extremo sur, un muro bajo se asomaba al canal excavado para encauzar las aguas confluyentes del Little Rock y el Black Creek antes de que desaparecieran bajo el pueblo. Ignorando el sucio letrerito que prohibía el acceso, los cinco exploradores rodearon la puerta de hierro y bajaron los estrechos peldaños que conducían a un angosto camino de piedra. Este se alzaba a algo más de un metro de la bulliciosa corriente y la acompañaba a lo largo de todo su recorrido subterráneo.

Chad se detuvo a la entrada del túnel, un semicírculo de unos seis metros de diámetro que penetraba bajo los edificios de Beacon Hill en dirección al puerto deportivo. Del redondeado techo pendían telas de araña enmarañadas y cubiertas de polvo, y la boca de la galería desprendía un tufo a cerrado y a humedad. Tras los primeros pasos, estaba tan oscura como el vientre de una ballena.

—Si alguien tiene miedo, es el momento de rajarse —advirtió Chad.

—¡Como si tuviéramos elección! —rezongó Corey.

Connor se enfundó unos guantes militares que hacían juego con su gorra verde con la leyenda ARMY y exhibió una potente linterna Maglite.

—¡Inspección de material, soldados!

Chad había optado por una linterna frontal perteneciente al equipo de camping de sus padres, tan poco usado que servía de nido a los ácaros desde su nacimiento. No había riesgo de que la echaran en falta.

Estaban listos para entrar, a excepción de Gemma, que no paraba de mirar a su alrededor, como si temiera que alguien los viera o estuviese buscando algo. Incómoda, parecía a punto de dejarlos plantados cuando del interior del túnel brotó una voz.

—¿Adónde creéis que vais?

Faltó poco para que los chicos tropezaran y cayeran al agua. Connor enfocó la linterna hacia un rostro, que se protegió con la mano. El hombre llevaba una gorra azul marino que no figuraba en la colección de Connor, bordada con el escudo de la policía de Mahingan Falls.

—Mierda… —murmuró Chad al verlo, mientras el agente salía de la oscuridad.

Era un individuo de unos treinta años, pero como no llevaba uniforme no reconocieron al teniente Ethan Cobb, con el que varios ya se habían cruzado, por ejemplo el año anterior en el colegio, donde dio una charla sobre prevención (esencialmente contra las drogas) en la clase de Connor.

—Es una muy mala idea —dijo el policía acercándose lentamente—. Este sitio es peligroso. Menos mal que vuestra amiga tiene más sentido común que vosotros.

Los chavales, incrédulos, se volvieron hacia Gemma.

—¿Tú? —balbuceó Corey.

—Traidora —masculló Chad.

—¿Y qué otra cosa podía hacer? Hablabais de cazar fantasmas y matar monstruos…, ¿qué esperabais?

Las caras de los chicos expresaban una mezcla de estupor y cólera.

Ethan se plantó ante ellos.

—Pero hay algo mucho más grave —dijo—. Según la señorita Duff, presenciasteis el asesinato de Dwayne Taylor.

Miradas de pánico entre los acusados.

—Eeeh… ¡No, no, no es cierto! —empezó a farfullar Connor—. ¡Eso se lo ha inventado ella!

—¡Me lo dijisteis vosotros! —exclamó Gemma, indignada—. ¡Y no parecía cuento!

Ethan Cobb alzó las manos para apaciguar los ánimos.

—Vuestra hermana mayor tuvo la sensatez de llamarme… —empezó a decir.

—¡No es mi hermana! —lo interrumpió Connor, furioso.

—Y ha dejado de ser la mía —añadió Corey.

—… de llamarme a mí personalmente y no a la policía —dijo Ethan.

—Pero usted es policía —repuso Chad.

Todos empezaron a hablar a la vez, dejándose llevar por el pánico.

—¡Eh, calma, escuchadme! —les ordenó Ethan levantando la voz—. Tenéis dos opciones, ni una más. O confiáis en mí y me encargo del asunto, o inicio un procedimiento oficial en la jefatura, y vuestros padres tendrán que ir a buscaros. ¿Qué preferís, la vía fácil o las complicaciones?

Corey se dejó caer en los peldaños que subían al viejo jardín.

—Estamos muertos…

—No estoy de servicio —dijo Ethan tirando de su camisa vaquera para subrayarlo—. Y he venido sin decírselo a nadie para daros la oportunidad de hablar. Podéis agradecérselo a la señorita Duff, que ha sido muy convincente. Confiad en mí y quizá todo esto pueda quedar entre nosotros. ¿Qué le pasó a Dwayne?

Chad y Owen se miraron. Con la barbilla, Connor esbozó un imperceptible «no», pero nadie lo advirtió.

Owen dio un paso adelante.

—Señor, si no entramos en ese túnel, puede que ninguno de nosotros llegue al día de Acción de Gracias.

—¡Puede que ni a final de mes! —confirmó Chad.

—Gemma me dijo algo sobre los fantasmas de unos indios —explicó Ethan—, y debo reconocer que estuve a punto de colgarle. Bueno… —murmuró hincando una rodilla en el suelo para ponerse a su altura—. Es evidente que ha pasado algo, ¿verdad? Así que os propongo lo siguiente: me lo contáis todo sin mentir y yo me comprometo a sacaros del atolladero. De la forma que sea. No me burlaré ni os reprocharé nada —aseguró quitándose la gorra—. Se acabó el poli.

Connor, que seguía sin fiarse, chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—Tengo una propuesta mejor —dijo—: acompáñenos al túnel. Luego, cuando lo haya visto, confiaremos en usted.

La expresión de Ethan se endureció al instante.

—Así que crees que estás en condiciones de negociar… ¿Qué es lo que esperáis encontrar ahí dentro?

—La fuente de todos nuestros problemas —respondió Corey.

—¿Y la vais a exterminar con unos chorros de agua? —se burló Ethan señalando las escopetas de colores que colgaban de los hombros de Connor y de Chad.

No se había fijado en el mechero acoplado al cañón.

—No lanzan ag… —empezó a decir Chad.

—Connor tiene razón —terció Owen para impedir que acabara la frase—. Venga con nosotros y no necesitaremos convencerlo de nada. Entonces podremos contárselo todo, y nos creerá.

—No insistáis en que os deje entrar. ¿Qué es lo que no ha quedado claro cuando os he dicho que era peligroso? Os perderéis. Y si alguno resbala y cae al agua, puede ahogarse, hay corriente. No es ningún juego.

—¿Un juego? ¡Claro que no! —replicó Owen con tanta firmeza que hizo dudar a Ethan—. Si hubiéramos podido ahorrarnos todo esto, le aseguro que lo habríamos hecho.

Connor abrió la riñonera caqui que llevaba en la cintura y sacó varios folios plegados.

—Tenemos los planos. No es complicado, siempre que nos mantengamos en el túnel del río. Basta con seguirlo. No queremos llegar hasta el final, solo a la confluencia con el Weskeag, debajo del colegio.

—Lo único que vais a encontrar es oscuridad y ratas. No hay más que hablar.

—Entonces, vaya usted —le propuso Owen.

—¡No! —se opuso Chad lanzando a su primo una mirada de pánico—. ¡No sabe a qué se enfrenta, lo matarán!

Ethan se levantó, volvió a ponerse la gorra y soltó un silbido para hacerlos callar. Se había cansado de ser comprensivo.

—¡Se acabó! Os he dado una oportunidad. Lo siento por vosotros, pero tendréis que acompañarme.

—¡No, se lo ruego! —exclamó Owen agitándose como un poseso.

—Entonces decidme qué le ocurrió a Dwayne Taylor y dónde está.

Una inesperada calma se apoderó del pequeño grupo. Dejaba traslucir una seriedad inquietante, una resolución que impresionaba y una fragilidad soterrada que era el vestigio de miedos o angustias mal digeridos. Ethan comprendió que creían en lo que decían. No eran invenciones o pretextos para divertirse; no, había una convicción colectiva que acabó eliminando su recelo: sabían lo que le había pasado a Dwayne Taylor porque lo habían presenciado.

Fue Owen quien rompió el silencio.

—Murió.

Ethan se inclinó hacia él.

—Eso ya lo suponía. Pero ¿cómo? ¿Fue un accidente? ¿Dónde está?

A escondidas, Connor le hizo señas a Owen para que no contara nada más, pero el chico no obedeció.

—Lo mataron.

—Y vosotros estabais allí, ¿es eso?

Owen asintió débilmente.

—¿Sabéis quién lo hizo? —insistió el teniente.

Nuevo asentimiento.

—¿Y sabéis su nombre, o podríais reconocerlo?

Owen señaló el túnel.

—Si quiere encontrarlo, tiene que ir por ahí. Se esconde ahí dentro. Donde le hemos dicho.

Ethan suspiró procurando dominar su irritación y dio unos cuantos pasos entre ellos para definir su estrategia.

—Vuestro amigo se está pudriendo en alguna parte, lo sabéis, ¿no? Ayudadme a encontrarlo y a darle un entierro digno. Su familia está desesperada. Necesitan saber, y tienen derecho a recuperar sus restos —al ver que no despegaban los labios, Ethan añadió—: He aceptado esperar hasta hoy para arreglar esto sin que intervengan vuestros padres, y os aseguro que me ha costado, pero ahora quiero una respuesta. ¿Gemma?

La chica, que se retorcía las manos avergonzada, atrapada entre dos fuegos, sacudió la cabeza.

—Ya le he contado todo lo que creí entender. Dicen que Dwayne Taylor está en los campos.

—¡Allá arriba hay cien hectáreas! ¿Dónde? ¿Al lado de qué?

—Si no hablamos —terció Connor—, no podrá tenernos en la cárcel para siempre, como mucho saldremos en unos meses. Mientras que si se lo contamos todo y usted no nos cree, nos endosará su muerte y nos encerrarán para siempre.

—Pero ¿qué tonterías son esas? ¡Eso es un disparate, no iréis a la cárcel! Ya se me ha acabado la paciencia, quiero la verdad, toda la verdad; si no, ya sabéis cómo acabará esto. ¡Tenéis mucho más que temer de vuestros padres que de la cárcel!

Se sacó el móvil del bolsillo y se lo enseñó.

Los cuatro adolescentes no se inmutaron. La carta del miedo no funcionaba. Ethan apretó los dientes.

La profesionalidad y el sentido común le decían que se los llevara a todos a la jefatura de policía para aclarar la situación oficialmente e implicara a los padres en el asunto para añadir una capa de presión suplementaria. Pero el teniente percibía en aquellos chavales una angustia y una tenacidad que no estaba seguro de haber visto antes. Habían vivido realmente una experiencia traumática que los mantenía estrechamente unidos frente a la adversidad. No cederían.

Había demasiadas cosas extrañas en lo que Gemma Duff le había contado por teléfono y en lo que él mismo experimentaba en esos momentos en Mahingan Falls.

Obedeciendo a un impulso instintivo, le quitó a Connor de las manos la linterna y se sorprendió a sí mismo diciendo:

—Espero que seáis buenos chicos, porque he hecho todo lo posible para evitaros complicaciones —buscó en un bolsillo de los vaqueros y sacó un billete de diez dólares, que tendió a Gemma—. Id a tomar un refresco al puerto deportivo, a Topper’s —les ordenó—. Nos vemos allí dentro de dos horas. No se os ocurra faltar a la cita, sé quiénes sois y no vacilaré en presentarme en vuestras casas con la sirena puesta si es necesario.

Ethan no podía creerse lo que estaba haciendo. Suspiró y señaló la escalera.

—Venga, marchaos, yo voy a echar un vistazo en vuestro túnel. Luego, más vale que no me ocultéis nada, u os prometo que lo lamentaréis.

Cuando la pandilla, estupefacta, desapareció en lo alto de la escalera, Ethan esperó un minuto más para asegurarse de que le habían obedecido y luego sopesó la linterna. Era tan pesada como una buena porra. Había salido vestido de paisano y sin su arma, que no esperaba necesitar frente a cinco adolescentes.

La boca del subterráneo lo esperaba.

No creía en los fantasmas.

Pero en los asesinos sí.