79.

Derek Cox miraba a Olivia.

Tenía el inhibidor en la mano. La Eco que acababa de convertir a Ashley en un origami humano vibraba entre decenas de murmullos internos, que Olivia relacionó con los preparativos que hacen los gatos antes de saltar sobre su presa, ajustando su equilibrio, afirmándose en el suelo y calculando la distancia hasta el blanco. Sentía que ya solo era cuestión de segundos. No conseguiría ser lo bastante rápida para esquivarla. Y menos aún para huir.

Cogió la manita de Zoey a su espalda y rezó para que al menos su hija no sufriera.

El ataque final fue inmediato e imparable.

La Eco se abalanzó sobre ellas.

Y Derek Cox también.

El inhibidor que tenía en la mano provocó un estallido, y a Olivia apenas le dio tiempo de ver la alta y monstruosa silueta arrojándose sobre ella y deshaciéndose en un polvo negro a unos centímetros de su rostro, antes de que Derek Cox chocara con ella y la lanzara al suelo.

Atlético y acostumbrado a encajar golpes, como buen jugador de fútbol americano, el chico ya estaba de pie, escrutando en todas direcciones y tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse. Pero Olivia estaba demasiado ocupada comprobando que Zoey no se había hecho daño. Por suerte, a ella le había dado tiempo a girarse para caer de lado y no aplastarla. Tenía el costado magullado, y la pequeña lloraba. La estrechó contra sí y la besó, contenta de poder sentirla.

—¡Eso no se lo esperaba! ¡La he dejado KO! —exclamó Derek con tono triunfal.

—Va a volver, hay que irse —le advirtió Olivia levantándose y echando a andar.

Caminaba todo lo rápido que podía, sin dejar de acariciar a Zoey. Ahora, además de asustada, estaba desconcertada. Derek acababa de salvarle la vida, pese a lo que ella le había hecho. Sin embargo, hacía unos instantes, había visto su mirada, su indiferencia.

«Su frialdad…».

Zoey empezaba a tranquilizarse.

—Derek… Gracias.

El chico, concentrado en escudriñar cada nido de oscuridad, se encogió de hombros.

—Era esto lo que quería —dijo mostrándole el inhibidor—. Las he seguido desde su casa y me he dado cuenta de que este chisme era importante. Y cuando ese demonio las ha atacado, he comprendido que se trataba de una especie de escudo. Lo necesito. Para que no me devoren.

—¿Estabas en mi casa? ¿Por qué?

Derek le dirigió otra de sus frías miradas.

—¿Por Gemma? —insistió Olivia, que quería entenderlo.

Al menos necesitaba encontrarle un sentido a los actos, que eran una prolongación del pensamiento. En medio de aquella vorágine inadmisible y desquiciante, comprender al otro era conservar algo de la propia humanidad.

—¡Esa me importa una mierda! A quien le tenía ganas era a usted.

Olivia se estremeció. Todo el abanico de posibilidades más o menos espantosas que implicaban esas palabras se desplegó en su mente. ¿Hasta dónde llegaba su odio?

—Sin embargo, acabas de salvarme la vida…

Derek no respondió. Ni él mismo parecía entender por qué lo había hecho.

—Mi abuela tenía razón —dijo cuando se acercaban al cruce de dos calles—. Los muertos se han despertado. Dios está colérico. Ha llegado la hora de entregarle el alma.

A Olivia le costaba seguirlo, pero no quería separarse ni un paso de él. Tenía el inhibidor, y nunca se lo devolvería.

—Deberías apagarlo, la batería no dura mucho —le advirtió.

—¿Para que me salten encima esos demonios? No, gracias.

En perfecta forma física, Derek imponía un ritmo difícil de seguir. Saltaba a una tapia para ver más lejos, desaparecía detrás de un árbol al menor ruido sospechoso, y poco a poco iba dejando atrás a Olivia, que tuvo que apretar el paso para alcanzarlo, aunque Zoey pesaba una tonelada y le resbalaba entre los brazos.

Dejaron atrás la intersección, y Derek volvió a acelerar, hasta que Olivia ya no pudo más.

—Ne… necesito parar… Para ponerme a mi hija a la espalda.

Sabía que Derek no tendría piedad, y que alcanzarlo más tarde sería casi imposible, pero era incapaz de continuar así.

Contra todo pronóstico, Derek montó guardia mientras ella metía a Zoey en el portabebés.

—Menos mal que ha dejado de berrear… —gruñó.

—Se ha asustado. Ahora se dormirá.

—Lo sé. Mi hermana se quedaba frita en cuanto me la cargaba a la espalda.

—¿Tienes una hermana?

—Murió.

—Lo siento.

—Su hija me la recuerda. ¿Cómo se llama?

—Zoey.

Olivia volvió a echarse el portabebés a la espalda. Las correas se le clavaron en los hombros, ya despellejados.

—Mi hermana se llamaba Trish.

—¿Patricia?

—Sí, pero todos la llamábamos Trish.

—¿Cómo murió?

—Una enfermedad. Nació y murió con ella —dijo Derek sin emoción, y reanudó la marcha.

Olivia estaba perpleja. Con aquel Derek Cox, sus criterios de valoración no funcionaban. Tosco, egocéntrico, brutal, sin modales ni educación. Y un violador. Pero en esa imagen había fisuras. No solo había arriesgado su vida para salvarla; ahora le enseñaba otra cara, casi humana. Muy alejada de lo que sabía de él y contradictoria con su mirada.

No todo en él era deleznable. ¿Tenía arreglo? Tal vez. Olivia quería creer que sí. Era un chico maltratado que no había aprendido lo esencial, un animal enjaulado en su rabia, seguramente como reacción a su infancia. En otro lugar y en otras circunstancias, Derek Cox habría sido un joven de lo más agradable. El yerno ideal.

Pero Olivia también entreveía todo lo que los oponía. Su violencia apenas contenida. Lo que le había hecho a Gemma. Y el odio que le había inspirado tras haberlo amenazado con la pistola de clavos neumática.

Ese Derek Cox era un cerdo.

Independence Square apareció ante ellos, y Derek se arrodilló detrás de la columna que adornaba la esquina del parque municipal.

—Estoy buscando a mi hijo —le dijo Olivia—. Estaba cenando en East Spring Street cuando ha ocurrido todo y…

—Yo lo único que quiero es llegar al puerto deportivo y coger un barco.

—No arrancará. Todos los circuitos eléctricos se han fundido.

Derek la miró como si fuera tonta.

—Hay barcos de vela. El único problema es salir del puerto. Sin motor, va a ser complicado.

La inmensa plaza permanecía desierta, al menos en apariencia. Olivia se negaba a atajar por el parque, que estaría mucho más oscuro. La idea no le convencía.

—¿Nos puedes acompañar a Zoey y a mí, al menos hasta cruzar la plaza?

Derek pensaba.

—¿Su hijo estaba con los idiotas de sus colegas?

—Sí…

—Vale. Voy a ayudarla a encontrarlos. Luego vendrán conmigo. Si somos varios, podemos remar mar adentro, donde el viento nos alejará.

Olivia iba a explicarle que su marido estaba en la otra punta del pueblo, que no tenía intención de huir por mar, pero se lo pensó mejor. Cuando Tom y Owen cortaran la señal del Cordón, ya no correrían ningún peligro; podría reunirse con ellos más tarde. Después de todo, la huida en velero no era una mala idea.

—De acuerdo.

—Páseme a la niña.

—No, estoy bien.

—Vamos a tener que correr como locos a través de la plaza, y usted se queja a cada paso, así que démela.

—Yo no me separo de mi hija.

—Pues lo siento por ella, porque yo no voy a detenerme —le advirtió Derek, y asomó la cabeza fuera de la columna—. Se cree una buena madre porque no la suelta, pero la va a condenar —añadió vigilando la plaza.

Olivia se pasó la mano por la cara. Derek tenía razón.

Con un nudo en la garganta, sacó los brazos de los tirantes y le tendió el portabebés. Separarse físicamente de Zoey en un ambiente tan hostil la ponía enferma, pero pensaba pegarse a Derek como una lapa.

El chico le guiñó el ojo a la pequeña.

—¿Te gusta cuando esto se balancea? —le preguntó.

Zoey, agotada, no respondió. Derek apretó los tirantes todo lo que pudo.

—El plan es muy sencillo: correr como gamos hasta el ayuntamiento.

—¿No deberíamos rodear la plaza pegados a las casas?

—Lo más rápido es todo recto.

Olivia tenía miedo. El plan no le convencía, pero decidió confiar en Derek.

—De acuerdo —dijo—. Y luego vamos a East Spring…

—No, subiremos a la azotea del ayuntamiento. Conozco un acceso por detrás.

—De ninguna manera, Chadwick está en East…

—Ya me he enterado de dónde está, pero con toda esta mierda seguro que se ha escondido en algún sitio. Así que vamos a subir a un lugar alto y a otear cada rincón para que no pase de largo por delante de nuestras narices.

Muy seguro de sí, Derek se puso al descubierto antes de que Olivia pudiera replicar, y echó a correr por el centro de la plaza circular bajo los halos que iluminaban el cielo. Con Zoey a la espalda.

Para Olivia, ver alejarse a su hija de aquel modo fue como recibir una descarga eléctrica, que la impulsó a lanzarse tras ellos con renovadas fuerzas. Pese a su carga, Derek corría a demasiada velocidad, y aunque siempre se había cuidado y estaba bastante orgullosa de su cuerpo, la cuarentona lo veía empequeñecer poco a poco. Le daban ganas de gritar para ordenarle que la esperara, pero tuvo el sentido común de aguantárselas. Veía la carita intrigada de la pequeña, agarrada a los hombros de su portador, y su corazón de madre se partía con cada metro que aumentaba la distancia entre la niña y ella.

Mientras intentaba controlar la respiración para resistir hasta el final, pensó en lo inquietante que resultaba la plaza vacía. Era una auténtica ratonera. Si aparecía una sola Eco, podía darse por muerta. Pasó junto a la estatua de bronce, cuyo pedestal de granito señalaba el centro de la plaza. Solo le quedaba la otra mitad.

Derek ya había recorrido dos tercios.

Casi estaba. Y Zoey también. Al otro lado. A salvo.

Olivia sintió una punzada en el costado que la hizo doblarse en dos, y se arrepintió de no correr más a menudo. No podía desfallecer tan cerca de la meta…

Pero ¿por qué estaba tan calmado el centro del pueblo? Las Eco no podían haber aniquilado a toda la población en tan poco tiempo…

«Les basta con chasquear los dedos para segar una vida, ¿o es qué no lo sabes? Todo el mundo está muerto o refugiado en casa, temblando».

El apocalipsis no había durado ni una hora.

Olivia estaba llegando a la mitad del segundo tramo. Vio a Derek bordeando la fachada del ayuntamiento y desapareciendo en la esquina sin siquiera mirarla.

«¡Espérame, desgraciado! ¡Tienes a mi hija!».

Perder de vista a la niña la volvió a loca, y pese al flato, la rabia la ayudó a enderezar el cuerpo y a continuar la marcha.

Contaba los pasos que faltaban para alcanzarlos.

«¡Quince metros!».

Aquel silencio la ponía histérica. Ya no lo soportaba. La amenaza omnipresente la crispaba. Necesitaba gritar: para resistir el final de la carrera, para desahogar su frustración y su miedo, para hacer frente al silencio de los muertos, pero consiguió dominarse.

Se apoyó en la fachada para no derrumbarse. Los pulmones le ardían. La vista se le nublaba. Doblar la esquina, enseguida. Reunirse con su hija. Estrecharla en sus brazos.

Más que correr, Olivia fue dando trompicones hasta el final de la alta pared. Se asomó y…

Nadie.

El corazón no podía latirle más deprisa, pero se le encogió aún más. Se ahogaba.

«¡Zoey! ¡Mi niña!».

Palpaba el aire delante de ella buscándola, como si creyera que se había vuelto invisible.

Luego, al ver el zapatito caído en la acera, el terror la paralizó.

Era de Zoey.

No. No podía ser. Así no. Tan de repente no. Sin ella no.

Olivia quiso gritar antes de que todo su ser se desgarrara, y con él su alma, sus recuerdos, sus amores, pero se hundió en el vacío. En la incredulidad.

Zoey no podía estar muerta. No lo aceptaba.

¿Y dónde estaba la Eco que les había atacado? No había nada ni nadie en decenas de metros a la redonda.

Sobre su cabeza sonó un silbido ahogado.

Derek estaba en el primer rellano de una escalera de incendios que recorría la fachada lateral del ayuntamiento. Con Zoey en el portabebés.

Una ola de felicidad inundó a Olivia, que sonrió y lloró al mismo tiempo. Su corazón dio un vuelco, y una alegría violenta y dolorosa lo traspasó, pero Olivia se dejó embargar por aquella sensación hasta el éxtasis.

Derek hizo bajar lenta y silenciosamente la escalerilla que le había permitido izarse hasta allí, y Olivia, sin aliento, la subió a toda velocidad, cogió a Zoey y la estrechó entre sus brazos con todas sus fuerzas.

—¿Qué se creía? Puede que no sea su amigo, pero no soy ningún cabrón —le espetó Derek, y emprendió el ascenso hacia al siguiente rellano.

Olivia besó a su hija una y otra vez, hasta que la pequeña la rechazó.

—No miedo, mamá. Zoy tamién te quere.

—No volveré a dejarte jamás.

En cuanto recobró el aliento y se calmó un poco, Olivia reanudó la subida para reunirse con Derek en el tejado.

Desde allí no solo dominaban Independence Square y podían vigilar la entrada del parque; dependiendo del emplazamiento que eligieran, también divisaban Main Street, East Spring Street y la fachada norte del complejo escolar.

Derek se había sentado delante del pretil, del que solo sobresalía su cabeza, y recorría el pueblo con la mirada.

—Has tenido una buena idea, Derek. Gracias.

—Les doy una hora. Si de aquí a entonces no han aparecido, yo me piro, con remeros o sin ellos.

Olivia no supo qué responder. Si Derek las dejaba solas, ella bajaría igualmente para recorrer las calles. No podía abandonar a los chicos a su suerte en un mundo lleno de monstruos.

Se pusieron a esperar, en silencio, hasta que Olivia reparó en que el piloto del inhibidor había pasado del verde al amarillo.

—Te he dicho que mientras no hubiera peligro lo tuvieras apagado. ¡Se va a quedar sin batería!

—¿Cómo sabe que esos demonios no están cerca, esperando a que lo apaguemos?

—Cuando más lo necesitemos, no servirá.

Derek refunfuñó por lo bajo, solo por guardar las apariencias, y luego desactivó el aparato y redobló la vigilancia.

Pero no se veía un alma, ni tampoco ninguna Eco desplazándose. Solo una escena congelada en el tiempo.

Las auroras boreales daban al paisaje una dimensión fantasmagórica que fascinaba a Zoey, y Olivia pensó, con una profunda sensación de injusticia, que aún había muchas maravillas que quería descubrir con sus hijos y su marido, que las cosas no podían acabar así. Derek se levantó de un salto.

—¡Hay movimiento! ¡Allí, cerca del delicatesen!

Una figura, seguida de cerca por otra, salió de la tienda mirando ansiosamente a todos lados y empezó a deslizarse lentamente pegada a la pared.

—No es Chad —dijo Olivia con tristeza.

Los dos supervivientes desaparecieron en una callejuela, sin el menor ruido.

Derek consultaba su reloj regularmente.

—¿Tus padres están en el pueblo?

—Por lo menos estaban.

—Seguro que se habrán puesto a salvo.

—Espero que no.

Por un instante, un destello de fragilidad iluminó la fría y dura mirada del chico, antes de que su instinto lo ahuyentara.

Olivia no sabía por qué la había ayudado, si porque temía el juicio final y quería salvar su alma, porque Zoey le había recordado a su hermana pequeña muerta o porque la humanidad que había en él había prevalecido ante la amenaza de la nada que representaban las Eco. Pero estaba claro que Derek Cox era un personaje mucho más complejo de lo que parecía.

Olivia vigilaba las calles y las ventanas, intentando acallar al mismo tiempo los mensajes de dolor que le transmitía su cuerpo.

Derek hacía otro tanto, sin olvidarse de consultar la hora cada diez minutos. Vieron el paso de otros fugitivos, pero en cada ocasión la esperanza se esfumaba casi enseguida al comprobar que ninguno de ellos era Chad.

—Veinte minutos y me largo.

Zoey se había dormido, acurrucada en los brazos de su madre.

De pronto, Main Street se llenó de agitación.

Gritos. Un disparo o un petardo.

Luego surgieron tres figuras en bicicleta, lanzadas a toda velocidad hacia Independence Square.

Solo tres.

Pero Olivia las reconoció de inmediato.

¿Por qué solo tres? ¿Dónde estaban los demás?

Detrás de ellos, vio la horda de las Eco, que arramblaba con todo para atraparlos.