33.
Sus pulmones se vaciaron lentamente, y pasaron largos segundos antes de que su instinto de supervivencia volviera a llenarlos.
—¿Perdón? —balbuceó.
Se esperaba cualquier cosa, menos que le confirmaran con tanta calma y seguridad que vivía dentro de una historia de terror.
—¿Lo dice en serio?
Martha señaló el sillón libre al lado de Roy.
—Debería sentarse.
Tom obedeció. No le temblaban las piernas, pero no se sentía del todo bien. Si aquella mujer hubiera aparecido de pronto diciendo que la Granja estaba encantada, se habría reído en sus narices y se habría largado dando un portazo. Pero sus afirmaciones llegaban después de manifestaciones cada vez más claras de que allí pasaba algo y de varios días de indagaciones, durante los cuales todo cuanto había encontrado apuntaba en la misma increíble dirección.
—Yo no… yo no creo en fantasmas —dijo Tom sin ninguna convicción.
—Yo tampoco —respondió Martha—. Igual que no creo en Dios o en el diablo, si quiere que le diga la verdad.
—Entonces, ¿qué puede ser?
Martha volvió a pasarse la lengua por los labios.
—¿Sabía usted que durante la primera mitad de la era cristiana el diablo apenas tuvo presencia en la religión? Hasta la Edad Media, para ser precisos. Era una figura entre muchas otras, con un papel muy secundario en realidad. Todo cambió por decisión del Papa. La Iglesia medieval, profundamente debilitada por un clero constituido por nobles y corruptos, desacreditada, ajena al pueblo, estaba en plena deriva, perdiendo toda su influencia y, a la larga, en grave peligro. Conflictos internos, económicos y políticos, y la amenaza de cismas sacudían sus estructuras. Lejos de señalar el fin del mundo, como la Iglesia anunciaba, el año 1000 parecía anunciar más bien el declive de la propia institución. Necesitaba un enemigo a su altura, una palanca colosal para enderezar la situación, para volver a ser indispensable. Así que rebuscó entre sus mitos y se sacó de la manga al señor de los Infiernos, que amenazaba con corromper a la humanidad si esta no se apresuraba a refugiarse de nuevo en el regazo de la Iglesia.
—¿Qué tiene eso que ver con mi casa? —preguntó Tom.
—Enseguida lo verá. En el Concilio de Letrán de 1215, el papa Inocencio III forjó literalmente la aterradora imagen del diablo tal como lo conoceríamos durante siglos. Lucifer dejó de ser únicamente la vieja figura de la rebelión para convertirse en la sombra que, en el campo y en las ciudades, susurraba al oído de los débiles, de quienes no caminaban a la luz de la Iglesia. El diablo ya no era un episodio casi olvidado de las Sagradas Escrituras, se convertía prácticamente en el igual de Dios, una fuerza superior a los pobres mortales sometidos a la tentación, de la que resultaba vital protegerse aceptando los preceptos religiosos sin el menor titubeo.
Martha señaló un letrero apenas visible en la penumbra, a su espalda. «El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios buenos por naturaleza, pero se volvieron malos por sí solos. El hombre, en cambio, pecó por incitación del diablo. IV Concilio de Letrán, canon primero».
Y a continuación retomó su perorata:
—No volver a cuestionar la autoridad religiosa como única respuesta posible a la delicuescencia del mundo y a la salvación de las almas inmortales: esa fue, en resumen, la receta del Papa. En definitiva, tomar de nuevo el control de una situación que evolucionaba de forma cada vez más peligrosa para el futuro del cristianismo, utilizando el miedo y la represión legitimada. A todo esto, la peste negra diezmó entre el treinta y el cincuenta por ciento de la población, estalló la Guerra de los Cien Años, interrumpida por varias hambrunas, y se culpabilizó al diablo, con la ayuda terrenal de todas y todos los que habían cedido a su atracción. Así nació la caza de brujas.
—De modo que Jenifael Achak fue torturada y quemada después de varios siglos de culto al miedo… —resumió Tom, que quería ir directo al grano.
—Lo que quiero hacerle comprender —insistió Martha inclinándose hacia él por encima del escritorio, con el rostro desdibujado por el humo del incienso— es que el ser humano fabrica sus miedos, forja sus mitos, incluso a sus monstruos.
—No la sigo. Mis… «fantasmas», ¿son fruto de mi imaginación? No. En nuestra casa se producen… fenómenos. Y ni mi mujer ni yo somos responsables.
Martha meneó la cabeza.
—No estaba sugiriendo eso. Véalo mejor así: la humanidad crea sus propios campos de fuerza, sus corrientes de pensamiento, sus creencias, según conviene a quienes los originan, rara vez por motivos espirituales, y menos aún a consecuencia de iluminaciones divinas, sino más bien en función de las necesidades políticas de esas esferas de poder. La masa obedece, cegada por el miedo y sometida por la autoridad y su propia ignorancia.
Tom entró en el juego.
—De acuerdo. La civilización ha permitido el acceso a la educación a un número cada vez mayor de personas, y la fe ha descendido en la misma proporción. Pero no me negará que en los últimos tiempos, en nuestro mundo «educado», la actualidad nos demuestra que la espiritualidad, pervertida o no, está resurgiendo con fuerza.
Martha le mostró las palmas de las manos para subrayar la oportunidad de su ejemplo.
—En un mundo cada vez más deshumanizado, la búsqueda de sentido reclama más espiritualidad. Desgraciadamente, lo que empuja a algunos a refugiarse en la religión es el miedo, la incultura o la desesperación, y un puñado de oportunistas manipulan a los más crédulos: es terrorismo. Pero lo esencial no está ahí, Tom: está en la idea de que la humanidad es una fuerza colosal. Miles de millones de cerebros, de energías sumadas unas a otras, siglo tras siglo…, y cuando esa suma converge en la misma dirección, engendra una corriente inmensa, una potencia fenomenal, que puede bastar para producir un efecto sobre el mundo.
—¿Los fantasmas existen porque creemos en ellos? ¿Es ahí adonde quiere ir a parar?
—Digamos que, en todo caso, es cierto en lo que respecta al entorno folclórico de esos «fantasmas», como usted los llama. Si somos lo bastante numerosos para creer en algo durante el tiempo suficiente, ese algo acaba existiendo.
Tom pensó en las últimas palabras de Gary Tully en la decimoctava libreta. «Solo somos paquetes de energía —había escrito—. La muerte consiste en la ruptura de la membrana que protege nuestra energía individual y la diseminación de esa energía en el éter, entre todas las demás».
—Déjeme decirlo con mis propias palabras —le pidió Tom—. Un siniestro papa de la Edad Media decidió manipular a toda la humanidad solo porque no quería perder su trabajo, y en consecuencia se sacó de la chistera el concepto del demonio para controlar mejor a las masas. Hasta ahí, la sigo. Usted afirma que al cabo de, ¿cuánto, ochocientos años?, y debido a que varios miles de millones de seres humanos creyeron en esa figura diabólica, ese ser aterrador acabó cobrando vida realmente. ¿Lo he entendido bien?
Martha no le quitaba ojo.
—Tanta gente no puede creer durante tanto tiempo en una misma entidad sin que eso tenga una repercusión en nuestro entorno —confirmó Roy—. Es lo que dice Martha.
—¿Y qué tenemos que ver con eso mi familia y yo? —insistió Tom—. Quien está en nuestra casa es el diablo.
—Usted ha pedido una explicación. Yo se la doy. Existen energías que están más allá de nosotros, y no todas son necesariamente buenas. Chocan entre sí, y algunas se corrompen.
—¿Las corrompe el diablo?
—La idea que nos hemos hecho de lo que podría ser el Mal.
—¿Eso es lo que hay en mi casa? ¿Una idea maléfica? —Tom empezaba a impacientarse.
—Más o menos.
—He leído la historia de Jenifael Achak —les informó Tom—, y la impresión que me ha dado es más bien la de una pobre chica que enfadó a las personas equivocadas. Dudo que fuera una bruja, al menos tal y como se las suele imaginar, rezándole a Satán y embadurnando las paredes con la sangre de una virgen.
Martha volvió sus ojos azul cobalto hacia Roy, que se incorporó en el asiento haciendo crujir los huesos del torso.
—Hay cosas que desconoce —dijo el anciano a regañadientes—. Siento en el alma haberle mentido por omisión.
—¿A qué se refiere? —preguntó Tom dejándose invadir por algo parecido al miedo.
—La familia que se instaló en su casa después de Gary Tully, la que venía de Maine… Verá, no se mudaron al sur, aunque su intención era esa. A los tres años de su llegada, su única hija, que aún no había cumplido los catorce, se suicidó cortándose las venas. El padre no pudo soportarlo y se pegó un tiro al año siguiente. La madre dejó la casa.
—Y luego hubo un incendio —recordó Tom, atónito. Al oírlo, Roy agachó la cabeza—. Fue usted, ¿verdad? —intuyó Tom—. Fue usted quien le prendió fuego, ¿me equivoco, Roy?
—La idea fue mía —dijo Martha con voz firme.
—¿Y Bill Taningham? —se apresuró a preguntar Tom—. ¿Qué le pasó a él?, ¿por qué vendió tan rápidamente después de las obras?
—No lo sé —respondió Roy—. Cuando llegó, Martha y yo estuvimos pendientes de lo que ocurría en la casa, y debo decir que no hubo nada que nos alarmara. Puede que realmente se arruinara…
Tom se sujetó la cabeza con las manos.
—Estoy en una mala película de terror. La familia feliz que se muda a un caserón maldito. Ahora en serio, ¿de verdad creen todo eso?
Los rostros de sus dos interlocutores le confirmaron que no tenían la menor duda.
—Lo siento —murmuró Roy.
—Es ridículo…
—Lo ha dicho usted hace un instante —le recordó Martha—. Su casa podría estar «encantada». Es la palabra que ha utilizado.
—En los momentos de desconcierto suelo tener la mala costumbre de dejar volar la imaginación. Pero seamos serios por un instante… No-es-po-si-ble —dijo recalcando las sílabas para reforzar la idea.
Martha y Roy observaban cómo forcejeaba con sus propias contradicciones.
—Tomemos los hechos y nada más que los hechos —prosiguió, agitando el índice en el aire—. Una pobre desgraciada vivió en estas tierras hace más de trescientos años, fue acusada de brujería y ejecutada sin más pruebas que una confesión obtenida mediante torturas. Más tarde, un excéntrico decidió restaurar unas ruinas para convertirlas en el centro neurálgico de sus investigaciones sobre ocultismo y acabó ahorcándose allí. Llega una familia; la adolescente, que probablemente se sentía infeliz, se quita la vida; el padre no lo soporta y hace otro tanto. Luego, yo le compro la Granja a un abogado que tiene prisa por venderla porque está en bancarrota. Si nos atenemos a este relato de lo sucedido, tal vez se trate simplemente de una sucesión de desgracias sin ninguna relación entre sí.
—Están sus dudas —le recordó Roy—. Lo que ha descrito hace un rato.
—Una acumulación fortuita. Como encontré esos misteriosos documentos, veo una relación que no existe.
—O bien, y debe abrir la mente a esa hipótesis —le advirtió Martha—, una fuerza maléfica vive con usted.
—Yo no creo en fantasmas ni en demonios, ya se lo he dicho.
—Y yo le he explicado por qué existen. No son la creación de una divinidad superior, sino todo lo contrario: se parecen a nosotros, se alimentan de nuestros miedos y nuestros mitos, porque proceden de ellos, porque les hemos dado vida mediante esas creencias.
Tom volvió a sacudir la cabeza, negándose —ahora que aquellos dos excéntricos lo animaban a hacerlo— a admitir de una vez por todas que creía en lo paranormal.
—No estoy preparado —reconoció—. Les entregaré todo lo que he encontrado en el desván. Utilícenlo como mejor les parezca. Por mi parte, voy a dejarme de secretos con mi mujer y a centrarme en lo que de verdad importa: mi familia.
—Mantenga a Olivia al margen de todo esto —le aconsejó Roy—. No la preocupe inútilmente. Puede que, en efecto, estemos… exagerando.
Tom se levantó. En el exterior el tiempo empeoraba por momentos, aumentando la penumbra del despacho. Martha lo observaba con la misma mirada concentrada, resuelta.
—Usted lo cree, ¿verdad? —le preguntó Tom.
—Váyase a casa. Quería respuestas y se las he dado. Con un poco de suerte el tiempo disipará sus temores, y demostrará que no somos más que unos iluminados paranoicos que ven la presencia de lo oculto en todas partes.
—¿Pero? —preguntó Tom intuyendo que esa reconfortante reflexión tenía una contrapartida.
Martha inspiró profundamente antes de responder.
—Pero si llegara usted a dudar de verdad y quisiera ir más lejos, hay alguien a quien debería conocer.
—¿A quién? ¿Al diablo? —bromeó Tom fríamente.
—A la mujer que vivió en la Granja después de Gary Tully. La única superviviente de esa familia rota.
—¿Sigue en el pueblo?
Martha entrelazó las manos.
—Nunca lo dejó. Ha pasado todos estos años internada en el hospital psiquiátrico de Arkham.