11.
Sus rizos pelirrojos desafiaban cualquier intento de doma. La sacaban de quicio. Gemma leyó por última vez la etiqueta, arrojó la crema alisadora a la papelera del cuarto de baño y retrocedió para mirarse en el espejo.
No había ningún cambio. Una melena exuberante enmarcaba su atractivo rostro, salpicado de pecas.
«¡Ese potingue es un timo!».
Siguió mirándose unos instantes y se descompuso aún más. No tenía culo y le sobraban tetas. Vestida, conseguía disimularlo, pero en ropa interior era exagerado. Algunos chicos lo encontraban muy atractivo, pero ella no lo asumía. Por eso evitaba la ropa escotada. Una no realza lo que ya es evidente, si no, resulta vulgar, se repetía. Por su forma de vestir, Amanda Laughton la había tachado en ocasiones de puritana, incluso de estrecha, pero Gemma no estaba de acuerdo. Con su deslumbrante cabellera y sus chispeantes ojos, ya atraía bastantes miradas; luego, había que confiar en una misma y no basarlo todo en la provocación. Además, no: a diferencia de Amanda, no estaba dispuesta a exhibirse para que le pidieran el número del móvil. Gemma no había tenido muchos novios. El primero había sido demasiado lanzado y demasiado idiota para que la cosa durara más de un trimestre, y con el segundo, Josh, había estado a punto de dar el gran salto después de ocho meses de relación, cuando descubrió que tonteaba con otra en paralelo. Varios ligues sin importancia después, Gemma seguía desemparejada; era, como repetía cada dos por tres Barbara Ditiletto con su proverbial estilo, un «territorio inexplorado». Y eso le pesaba. Tenía ganas de encontrar a un buen chico que supiera cuidarla, hacerla sentir cómoda, enamorarla, incendiar sus sentidos. Pero para eso necesitaba dar con el modo de librarse de Derek Cox. Nadie se atrevería a acercársele mientras Derek la tuviera en su punto de mira, nadie sería tan suicida para meterse por medio. «Así que también eso es cosa mía». Siempre igual… Tenía que hacerlo todo ella. Y por el momento no sabía cómo actuar sin arriesgarse a acabar con unos cuantos hematomas y puede que incluso la nariz rota y varios puntos en la ceja. Era lo que les había pasado a Patty y Tiara, las dos ex de Derek. «Con la diferencia de que yo no he cedido». Así que probablemente sería peor.
Se enfundó un polo y un short, se volvió a poner desodorante y otra pizca de perfume y salió al pasillo. Al pasar por delante de la habitación de su hermano lo vio encorvado sobre el telescopio, que apuntaba hacia la casa del otro lado de la calle. Gemma sabía muy bien lo que le interesaba a Corey: la vecina que se desnudaba sin bajar los estores.
«¡Oh, Dios mío! No me digas que se está…».
Sintiéndose observado, Corey se irguió. Para alivio de su hermana, lo que tenía en la mano era una libreta.
—¿Estás espiando a la hija de los Hamilton, Corey?
El chico negó con la cabeza enérgicamente. En ese momento, Gemma oyó risas en la habitación y, al empujar la puerta con la punta del pie, descubrió a Owen y a Chad Spencer repantigados en el sofá que había bajo la litera.
—¡Hola, Gemma! —la saludó el más fuerte.
—¿Tenía que cuidaros hoy? —preguntó Gemma, desconcertada.
—No —dijo Owen—, solo hemos venido a ver a Corey.
—¡Ah, vale! Supongo que os habrá hablado de Lana Hamilton…
Corey se puso colorado. Chad se incorporó, muy interesado.
—¿Lana Hamilton? —preguntó con voz melosa y burlona—. ¡Vaya, Corey, qué callado te lo tenías!
Gemma meneó la cabeza, desesperada, y volvió a cerrar la puerta. Tenía que hacer la compra: su madre no volvería hasta última hora de la tarde y los armarios de la cocina estaban espantosamente vacíos. Era una de las numerosas tareas que la señora Duff dejaba en manos de la chica, y no podía rechazarla. Su madre trabajaba en la recepción del hospital de Salem durante el día y hacía horas por la tarde en la centralita de una empresa de seguridad de la zona, con la idea de ahorrar lo suficiente para pagar estudios superiores a sus dos hijos. En su ausencia, Gemma tenía que encargarse de las labores diarias, sobre todo durante las vacaciones de verano.
Salió de casa un poco más deprisa de la cuenta, y casi se dio de bruces con un policía de uniforme que estaba a punto de llamar al timbre.
—¡Uy, perdón! —se disculpó.
—No tiene importancia. Gemma Duff, ¿verdad? Venía a verla precisamente a usted.
El agente tenía unos treinta años. Mal afeitado pero bastante atractivo, llevaba una camisa beige de manga corta que resaltaba su físico, bastante atlético.
—¿Hay algún problema? —le preguntó Gemma, sin saber si eso la preocupaba o más bien la excitaba un poco.
—Soy el teniente Cobb. Creo que no nos conocíamos… ¿Podría concederme unos minutos?
—¿Ahora?
—No tardaré mucho, solo unas preguntas. Es a propósito de Lise Roberts, la chica que ha desapar…
—Sé quién es Lise Roberts. Debería usted hablar con Barbara Ditiletto, es su mejor amiga.
—Ya lo he hecho. Barbara no tiene mucho que contar.
—Yo apenas trato a Lise. Nos vemos en el instituto o por el pueblo, pero no salimos juntas.
—Lo que necesito es precisamente un retrato más… externo, menos subjetivo…
Gemma arqueó las cejas, y a continuación se frotó las manos maquinalmente.
—Bueno, de acuerdo. Vamos, entre, le prepararé un café. Un agente de servicio puede tomar café, ¿verdad?
—¿Sus padres están en casa?
—Mi madre trabaja y mi padre… está lejos. Desde siempre.
—Lo siento. Si no hay ninguna persona mayor dentro, preferiría que nos quedáramos en la puerta, si no tiene inconveniente.
Gemma, sorprendida, tardó en entenderlo. A diferencia de las tres cuartas partes de los polis locales, a quienes todo el mundo conocía, Cobb no era de allí.
—Está usted en Mahingan Falls, ¿sabe? Aquí no somos desconfiados hasta ese punto. Hay tres adolescentes insoportables en casa, así que nadie le acusará de nada. Además, no pienso seguir hablando con usted a pleno sol.
Gemma estaba asombrada de su propio aplomo. Pero el teniente Cobb le inspiraba confianza. Le gustaba su forma de hablar y su mirada inteligente. Lo acompañó adentro y le hizo café, mientras él esperaba delante de la ventana. «¡Para que se te vea bien si alguien mira desde fuera! A ti, cuando se te mete algo en la cabeza…».
—¿Podría describir a Lise Roberts? ¿Cómo diría que es?
—Excéntrica.
—Sí, no es la primera que me lo dice. ¿La había visto con extraños últimamente?
—Sé que salía con chicos de Salem. Pero ya se lo habrá dicho Barbara, iba con ella.
—Sí. Lo que me interesa es lo que pueda haberle llamado la atención a usted. Al no ser íntima suya, tal vez desde fuera…
—Por cierto, ¿quién le ha hablado de mí?
—Su nombre ha surgido varias veces en los testimonios. Al parecer, es usted una chica digna de confianza, «inteligente y observadora».
Gemma vertió el café en la taza y se alegró de estar de espaldas al teniente, porque debía de haberse puesto roja, lo cual era totalmente ridículo, a su modo de ver. No estaba acostumbrada a recibir cumplidos gratuitos, y menos aún de un poli tan atractivo.
—¿No tienen noticias de ella? —preguntó cuando estuvo segura de haberse repuesto—. Tenga. Cuidado, que quema.
—No, ninguna.
—Supongo que ahora el caso ha pasado al ámbito nacional y todos los cuerpos de policía del país habrán recibido el aviso de búsqueda, ¿no?
—Hacemos nuestro trabajo, pero la señorita Roberts sigue ilocalizable. De hecho, si es discreta, pasará tiempo antes de que la encontremos.
Lo había dicho en un tono distante, y Gemma comprendió que con aquel rollo solo intentaba tranquilizarla.
—¿No cree que se haya fugado?
—No descarto ninguna hipótesis.
—¿Ni siquiera… la del asesinato?
Cobb le dio un sorbo al café mirando a Gemma. Luego esbozó una sonrisa forzada.
—No conviene dramatizar, pero estoy obligado a considerar todas las posibilidades.
—Sin embargo, el jefe Warden afirmó que Lise se había fugado, ¿verdad?
Cobb cogió la taza con las dos manos. Parecía incómodo.
—Es lo más probable. ¿Usted lo encuentra creíble?
—Ya se lo he dicho, su verdadera amiga es Barbara. Es a ella a quien…
—Barbara no lo cree en absoluto. Pero ¿y usted?
Gemma, un poco confusa, suspiró.
—No lo sé… Supongo que sí. Lise es un poco especial, así que podría haberse largado de un día para otro. Quizá se enamoró…
—Según usted, ¿lo habría planeado?
—No lo sé.
—¿No es una chica impulsiva?
—Pues…, una vez más, no la conozco lo suficiente para responder a eso. En todo caso, concuerda con su carácter. Cuando supe que se había largado, no me sorprendió demasiado.
—¿Aunque fuera mientras hacía de canguro? ¿Dejaría solo al niño en su cuna? Varias personas me han asegurado que, aun siendo un poco rara, Lise tenía un gran sentido de la moral, y también del respeto. Especialmente cuando se trataba de niños. Usted, que no es amiga suya y no tiene ningún motivo para hacerme un retrato idílico de ella, ¿qué piensa al respecto?
Gemma se rascó nerviosamente el codo. No sabía qué contestar. Lise y ella solo se cruzaban ocasionalmente. En realidad, no tenían ningún punto en común aparte de… Gemma chasqueó la lengua.
—Son los padres quienes le han dado mi nombre —comprendió—. A veces, Lise y yo cuidábamos a los mismos niños.
—Entre otros, sí. Y si hablo con usted es precisamente porque se la considera una persona fiable. Lise Roberts, pese a su apariencia rebelde, cuenta con el aprecio de las familias para las que ha trabajado. Según parece, adora a los chiquillos.
—Es verdad —admitió Gemma—. Los cuida muy bien, eso puedo confirmarlo. Y… lo de largarse dejando al niño solo no cuadra con ella. Ahora que lo dice, estoy de acuerdo. Habría esperado a que volvieran los padres. ¡Oh, Dios mío! Eso significa que la han rap…
Cobb hizo chasquear la lengua contra el paladar.
—No nos pongamos en lo peor. No hay ningún indicio que apunte en esa dirección. No obstante, para entender mejor su estado psicológico necesitaba una opinión como la suya.
—¿Cree que le ha podido ocurrir algo malo?
—No —dijo Cobb con una gran sonrisa—. Puede que estuviera asustada, que quisiera huir de alguien. Cuando se tranquilice, reaparecerá.
Ni él se lo creía, Gemma habría apostado cualquier cosa.
Cobb apuró el café con aire pensativo.
Intercambiaron unas cuantas trivialidades más, y el teniente se marchó, no sin antes dejarle su tarjeta, por si recordaba algo más. Gemma lo vio alejarse en el viejo 4×4 de la policía, y luego oyó crujir un peldaño en lo alto de la escalera.
—¡Corey! ¡Sé que estás ahí! Lo has oído todo, ¿verdad?
Tras unos segundos, la vocecilla apurada de su hermano sonó en el primer piso.
—¡Un poli en casa! Es genial…
—¡Ni una palabra de esto a mamá! No quiero que se imagine cosas ni que se estrese, ¿entendido? Si mantienes el pico cerrado, te invito al cine.
—No estoy solo…
—Vale, tres entradas —aceptó Gemma.
—¿Para ver una película de terror? ¿Nos acompañarás?
Gemma suspiró y se rindió.
—¡Súper! ¡No diré nada, lo juro!
El cuarto absorbía los sonidos y daba a las palabras una suavidad tranquilizadora. Olivia no tenía que forzar la voz para ahogar eventuales ruidos de fondo. Allí todo era silencioso y amortiguado. La falta de ventanas le permitía aislarse en su propia burbuja para encontrar el tono más adecuado. A Olivia siempre le habían gustado los estudios de grabación, y aquel, con sus paredes revestidas de materiales blandos y sus soportes de madera oscura para los paneles acústicos y las luces indirectas, le agradaba especialmente.
Al otro lado de la cristalera, sentado ante una enorme consola que parecía salida de una nave espacial, Mark Dodenberg, el técnico de sonido, terminaba de ajustar los controles. De pie junto a él, Pat Demmel levantó el pulgar para indicarle que todo estaba a punto y se inclinó sobre un pequeño micrófono. Su voz sonó al instante en los cascos de Olivia.
—Por nosotros, perfecto. ¡Parece que lo haya hecho toda la vida! —bromeó el director de la emisora.
Había sido Olivia la que había propuesto hacer una prueba antes de plantearse continuar. Y no porque dudara de su propia capacidad: en realidad, era ella quien les hacía pasar un test. Quería asegurarse de que sabían lo que hacían; a veces, las mejores intenciones llevan al infierno de la incompetencia. Volver a hacer radio le apetecía muchísimo, siempre que fuera en condiciones decentes, con un mínimo de profesionalidad. Pat Demmel se conocía al dedillo la pequeña joya técnica con la que contaba y el perfil de sus oyentes, y Mark Dodenberg jugaba con la consola como si hubiera nacido con ella. Para una humilde radio local, era impresionante; de hecho, Olivia casi se sentía mal por haberse atrevido a considerarlos unos aficionados. Era el comportamiento de una diva arrogante y pretenciosa, y no había nada que ella odiara más. Se prometió que en adelante se vigilaría.
Demmel, separado de Olivia por el cristal insonorizado de la sala de control, cogió el micro para hacerse oír.
—Voy a serle sincero —anunció en los auriculares de la locutora—. Al lado de la audiencia que tenía usted en televisión, la nuestra le parecerá ridícula. ¡Espero que sea consciente de ello! Llegamos a todo Mahingan Falls, donde se nos escucha bastante bien, y el Cordón transmite la señal más allá, hasta Salem, Rockport e incluso Ipswich, pero en el fondo no nos siguen. ¡Puede que con su presencia eso cambie!
—¿El Cordón? —preguntó Olivia.
—Sí, es el apodo de la enorme antena del monte Wendy, justo encima de su casa. Es nuestro «cordón umbilical» con el exterior. Sin él, adiós a la radio, al teléfono y a parte de las señales de televisión. ¡Vaya, que para muchos, hoy en día, supone la supervivencia de la especie!
Olivia asintió.
—Ya sé, ese horrible mástil que se carga todo el paisaje.
—Mire, no voy a andarme con rodeos. Su presencia en antena sería una baza increíble para nuestra pequeña emisora. Pero no puedo permitirme pagarle lo que usted…
—No siga hablando, Pat. Me trae sin cuidado mi fama, y no hago esto por dinero. Al contrario. Necesito recuperar las buenas sensaciones, sin presión, solo para disfrutar. ¿Qué franja horaria podría ofrecerme?
El director se encogió de hombros detrás del grueso cristal, antes de que su voz volviera a sonar en los oídos de Olivia.
—Por usted, me adapto. Tengo algunos imperativos, especialmente el fin de semana, con los equipos deportivos del pueblo. También tenemos citas apreciadas por nuestros oyentes durante la semana, pero deberíamos encontrar un hueco que le agrade.
—Preferiría el directo. He pensado en un programa en el que destacaríamos a alguien que estaría aquí conmigo, por su trabajo, por un acto valeroso, un acontecimiento importante y cosas así. No solo gente de aquí, sino de todo el condado, para ampliar un poco. También atendería llamadas al final de la emisión.
—Tendré que organizarme para preparar una minicentralita telefónica. Pero como no nos acribillarán a llamadas, creo que es factible. Y usted…
Un espantoso chisporroteo interrumpió la comunicación, dejando en los auriculares una interferencia que les hizo cambiar la cara a los tres. Olivia se preguntó si se habría apoyado sin querer en la pequeña consola que tenía delante, pero no era así. Mark Dodenberg comprobó su propia herramienta de trabajo, estupefacto. Olivia se percató entonces de que Pat le estaba hablando desde el otro lado del grueso cristal y ella no podía oír su voz, así que se lo hizo entender llevándose las manos a los auriculares.
Unas palabras le golpearon los tímpanos, martilleadas por una voz grave, y enseguida se elevaron, demasiado fuertes, sin que Olivia pudiera entender una sola, como si pertenecieran a otro idioma. Luego, otra decena de voces se pusieron a gritar tan violentamente que se quedó boquiabierta, hasta que acabaron transformándose en insoportables alaridos de dolor que la obligaron a arrancarse el aparato de la cabeza.
Enfrente, Pat y Mark estaban petrificados, lívidos, con los ojos desorbitados.
El silencio volvió. Se miraron estupefactos, después los dos hombres intercambiaron unas palabras y Pat atravesó la puerta doble para entrar en el estudio de grabación.
—¿Qué ha sido eso? —balbuceó Olivia, que seguía en estado de shock y con los oídos pitándole.
—Lo lamento de veras… No lo entiendo, Mark está comprobándolo…
Olivia se masajeó los tímpanos. Había sido muy breve, pero extraordinariamente violento. Primero aquel hombre, hablando con voz cavernosa, casi terrorífica, y luego la monstruosa coral que había ahogado sus palabras.
—¿Ha entendido lo que decía ese tipo al principio? —le preguntó a Demmel.
—No era inglés.
—¿Hay radioaficionados en la zona?
—No, e incluso si alguien decidiera improvisar un equipo, es imposible que interfiera nuestros canales. Yo…, confieso que estoy un poco desconcertado. Mark va a trabajar en ello para que no vuelva a suceder, se lo garantizo.
Olivia sacudió la cabeza, tanto para indicarle que no se preocupara como para librarse de los últimos ecos de los alaridos, que aún la perseguían. Le habían puesto la piel de gallina.
Parecían los gritos de gente cuyo sufrimiento iba más allá de lo que un ser humano normal puede soportar.
Olivia había aparcado a cierta distancia de la emisora para poder caminar unos minutos. Ahora volvía sobre sus pasos por Main Street con un café caliente en la mano, pensando en aquel ensayo, que había resultado concluyente desde todos los puntos de vista. Incluso podría darse el lujo de elegir el formato y el horario. «Pasármelo bien sin dejar de ser profesional. Si prácticamente me dan carta blanca, tendré que ser muy exigente conmigo misma para no acabar haciendo cualquier cosa». Demmel parecía un buen tipo, un hombre serio que estudiaba todo lo que le caía en las manos para mejorar su pequeña emisora.
De pronto, los horribles gritos volvieron a resonar en su cabeza y Olivia hizo una mueca. Al principio había pensado que se trataba de un ataque pirata, lanzado en directo desde un lugar que se imaginaba de lo más sórdido, y que, sin saber por qué extraño procedimiento, se había colado en su longitud de onda. Pero cuanto más lo pensaba, menos verosímil le parecía. Aquello recordaba una película. Una escena de terror. O quizá la introducción de una de esas canciones diabólicas, como la que había oído la noche que sorprendió a Chad poniendo death metal en el ordenador. ¿Qué pretendía quien se ocultaba detrás de esa broma pesada? ¿Lo había hecho ex profeso? Resultaba un poco ridículo, sobre todo allí, en un pueblo. ¿Qué sentido tenía? Podía entenderse que la tomara con una emisora nacional, o incluso estatal: habría sido una especie de hazaña para un pirata en busca de notoriedad. ¿Pero allí, en Mahingan Falls? No entendía el porqué. Y menos aún el cómo.
Seguía dándole vueltas al asunto cuando vio a Gemma Duff en el otro extremo del pequeño aparcamiento, detrás de la farmacia y la tienda de comestibles. La joven estaba en plena discusión con un chico de su edad, alto, moreno, con el pelo corto, una camiseta del equipo de fútbol de los New England Patriots y los brazos cubiertos de tatuajes. «Gemma no nos había dicho que tenía un noviete. Y no está nada mal…». Pero al mirarlo con más atención, Olivia se dio cuenta de que tenía unos rasgos muy poco agradables, deformados, además, por la ira. De repente, el chico arrojó a Gemma contra la puerta del coche de un empujón. La sorpresa dejó a Olivia petrificada.
—¿Pero quién te crees que eres? —gritó el chico, que le sacaba a Gemma más de dos cabezas—. ¿Sabes cuántas querrían estar en tu lugar? —y alzando la mano en el aire la cerró para mostrarle el puño, con el que a continuación se golpeó los pectorales para desahogar su rabia. Luego agitó el índice amenazadoramente ante la cara de Gemma, que estaba muerta de miedo—. ¡No te creas que esto va a quedar así! —ladró—. ¿En qué me convierte eso, eh? No, no… Tú a mí no me conoces. ¡No puedes mandarme a la mierda, así sin más! De modo que voy a decirte lo que vamos a hacer: el sábado por la noche pasaré a buscarte e iremos a dar una vuelta, tú y yo. Así empezarás a conocerme. Sí, eso es lo que vamos a hacer. Ya verás lo bien que lo pasamos… ¡Me lo debes!
Gemma era incapaz de replicar. Amilanada por la amenaza física de su interlocutor, tartamudeaba. Olivia adivinaba su miedo mientras la chica intentaba en vano manifestar que no estaba de acuerdo. Sintiendo que la sangre le hervía, la joven cuarentona recuperó todo su aplomo natural y, con paso vivo, se acercó a la pareja.
—Eso no va a poder ser —le espetó al chico con su voz más firme—. Lo siento mucho, pero el sábado Gemma trabaja para nosotros.
El interpelado se volvió hacia Olivia, y la frialdad de su mirada la sorprendió. De cerca, era aún más corpulento de lo que le había parecido.
—¿Y usted quién es, si puede saberse? —le preguntó sin hacer el menor esfuerzo por parecer amable.
—Olivia Spencer-Burdock, Gemma trabaja en mi casa ahora. Y como la necesito casi todo el tiempo, siento decirte que no va a estar disponible en una temporada.
El joven atravesó a Olivia con una mirada de frustración y luego se volvió hacia Gemma.
—¿Es eso cierto? —preguntó irritado.
Gemma asintió con viveza.
—Por… por eso lo nuestro no puede ser, Derek… No… no estoy libre nunca.
Olivia comprendió que su intervención había descolocado a Derek y, decidida a no darle tiempo a recuperarse, señaló el viejo Datsun de Gemma.
—Vamos tarde, Gemma, tenemos que marcharnos —y sin perder la sangre fría, abrió la puerta del acompañante y le indicó a Gemma que la imitara. Mientras la chica encendía el motor, se volvió hacia el atónito Derek y añadió—: Gemma es muy importante para nosotros, así que no te molestes en intentar ablandarme, no funcionará. Va a ayudarme durante todas las vacaciones y la mayor parte de su tiempo libre a la vuelta del verano. Tendrás que hacerte a la idea, Derek, Gemma está en lo cierto: no tenéis ningún futuro juntos.
Olivia observó al chico por el retrovisor mientras Gemma aceleraba para salir del aparcamiento. La fulminante intervención había sofocado su cólera momentáneamente, pero ahora que Olivia y Gemma se alejaban de su alcance era probable que volviese a crecer con la fuerza de una marea.
—Gracias —murmuró Gemma en cuanto enfilaron Main Street.
Olivia advirtió que la pobre chica estaba temblando. «También a mí me va el corazón a cien. Ese tipo es aterrador…».
—No sé qué hay entre vosotros —dijo—, pero, francamente, creo que haces bien alejándote de él.
—Lo siento mucho, señora Spencer, de verdad…
—Ya te he dicho que puedes llamarme Olivia. Todavía no nos conocemos bien, pero en mi trabajo rara vez tengo tiempo para conocer a la gente, así que he aprendido a intuirla, a confiar en mi instinto para juzgarla, y mi instinto me dice que eres una buena chica, Gemma. Mereces algo mejor que ese cafre.
Gemma sacudió la cabeza con energía.
—Nadie se merece a Derek Cox.
—Es violento, salta a la vista.
—Ya lo creo. Aquí todo el mundo lo sabe.
—¿Y nadie hace nada?
—Bienvenida a Mahingan Falls…
Olivia se volvió hacia ella.
—¿Te ha pegado?
—No, a mí no. Por desgracia, otras chicas no han tenido tanta suerte.
—¿Y la policía no interviene?
Gemma suspiró.
—Derek es amigo del hijo de uno de los hombres más poderosos del pueblo. Eso lo protege en parte. Creo que el jefe Warden le ha sermoneado más de una vez, pero mientras no lo cojan in fraganti seguirá saliéndose con la suya. A las chicas les da miedo denunciarlo, y la gente prefiere mentir para ahorrarse problemas. Derek es de los que te pinchan las ruedas o envenenan a tu mascota si le llevas la contraria.
—Si me permites un consejo, Gemma, mantente alejada de él. Sé que a veces los chicos malos pueden resultar atractivos, pero te lo digo por experiencia: al final no sacas nada bueno de ellos.
—¡Le juro que he hecho todo lo posible por evitarlo, señora Spen…, Olivia! Es él quien quiere a toda costa que salgamos juntos, no yo. ¡Me amarga la vida! Yo no le he pedido nada. A veces no me atrevo a salir de casa por miedo a encontrármelo por casualidad, como hace un momento…
Olivia puso su mano en la de Gemma. Había llegado la hora de abrirle las puertas de la familia de par en par, decidió; la palabra «Urgente» parpadeaba en su cabeza.
—Siempre que lo necesites —le dijo en el tono más suave y natural posible—, utilízame para cubrirte. Si una noche quieres quedarte a dormir en casa para evitar cruzártelo, o si merodea cerca de la tuya, no lo dudes. Voy a preparar el cuarto de invitados, ¿de acuerdo?
—Es… es muy amable de su parte. Pero mi madre trabaja hasta tarde, y aunque mi hermano Corey puede arreglárselas para cenar, si está solo prefiero no dormir fuera.
—Corey puede acompañarte… ¡Será aún mejor, Chad y Owen estarán encantados! Te lo digo en serio, Gemma. Huye de ese Derek, aprovecha el verano para desaparecer de su campo de visión, y que se busque a otra.
Gemma frunció los labios. Comprendiendo que la inundaba una ola de emociones, Olivia le acarició el brazo para reconfortarla.
—Gracias —murmuró la chica, emocionada.
Al final de Main Street, desembocaron en Independence Square, con el ayuntamiento y su pórtico de columnas a un lado y la entrada principal del parque municipal al otro.
—Ya que estamos aquí, enséñame un poco el pueblo —propuso Olivia—. Luego volvemos al aparcamiento y me dejas en mi coche. Seguro que ese bestia ya se habrá ido. Déjame decirte algo: los idiotas no saben estarse quietos, no lo olvides nunca.
Gemma se echó a reír. Un poco después, tras torcer hacia el sur en dirección a West Hill, se atrevió a preguntar:
—Hace un momento me ha dicho que confiara en su experiencia en lo tocante a chicos malos. El señor Spencer no da el tipo… ¿Significa eso que en otros tiempos le pasó algo con alguien del estilo de Derek?
Olivia encajó el «en otros tiempos» con una media sonrisa.
—Como no tenemos prisa, voy a contarte una historia que hasta Tom prefiere no oír. Pasó hace muchos años, en efecto, y el chico era tremendamente sexy, ¡eso debo confesarlo! Te lo contaré, pero a condición de que luego tú me cuentes más cosas de ti, ¿de acuerdo?
Una sonrisa iluminó la cara de Gemma, y Olivia sintió el calor que la inundaba siempre que hacía algo bueno por los demás. Aquella chica necesitaba urgentemente una madre, una amiga, una confidente. Olivia no podía serlo todo a la vez, pero al menos podía prestarle oídos durante un rato. Algo le decía que en los meses venideros iban a pasar muchas horas juntas.
Se dirigieron hacia Bellevue Terrace, y el Datsun inició el ascenso por la cinta de asfalto que zigzagueaba entre las magníficas casas y los árboles exóticos que dominaban la ciudad desde las laderas de West Hill. Al este, el océano destellaba bajo la incansable mirada del faro, encaramado en su espolón rocoso. Al oeste, el monte Wendy y su brazo de acero, alzado hacia el azul del cielo, alineaba su ejército de colinas boscosas alrededor de Mahingan Falls. Flanqueado por los dos obeliscos, todo parecía ir de maravilla en ese mundo idílico. Al menos por el momento.
Esa tarde, nadie relacionó la ausencia de peces en las proximidades de la bahía con el silencio de los bosques circundantes. Ni con los pájaros, prácticamente mudos, o el extraño comportamiento de la mayoría de los perros al atardecer.
Todo el mundo estaba muy ocupado viviendo su propia vida.
Mientras tanto, la sombra crecía incesantemente.