41.

Los altavoces del tranquilo estudio de radio dejaban escapar los melancólicos acordes de I’ll Stand by You de los Pretenders.

En cuanto sonó el estribillo, los recuerdos de juventud transportaron a Olivia veinticinco años atrás, a la época en que todas las emisoras del país, y seguramente del mundo, emitían la canción. Su adolescencia, llena de sueños, de ambiciones, de sed de reconocimiento… ¿Era posible que una chica luchara como lo había hecho ella para conseguir un puesto tan codiciado en una profesión con tan pocos elegidos sin que existiera, en el origen de esa ansia, una profunda herida narcisista? «Todos los que aspiran a exhibirse ante un público son gente falta de amor —le había dicho Dick Montgomery, su mentor, en sus inicios—. Así que déjate de historias, arregla cuentas con tus padres, si tienes la suerte de que aún estén vivos, y luego, si sigues con las mismas ganas, vienes otra vez y ya veremos lo que se puede hacer». Así era Dick… Olivia no había seguido sus consejos; le había mentido, sus padres y ella nunca habían sido capaces de entenderse, de expresar sus emociones o sincerarse, y eso ya no iba a cambiar. Pero consiguió el trabajo y su carrera despegó a toda velocidad. Sí, era posible que el deseo de que la quisiera cuanta más gente mejor procediera de su infancia. Pero lo que había construido por sí misma desde entonces, su familia, había cubierto ese déficit con creces.

La canción tocaba a su fin y, al otro lado del cristal, Mark Dodenberg, el técnico de sonido, le indicó por señas que estuviera lista. De un rápido vistazo, Olivia se aseguró de que tenía delante la continuación del guion. Iban a iniciar la segunda parte del programa, y tras la entrevista de su invitado en el estudio (esa tarde, un socorrista les había hablado de su trabajo de temporada con las correspondientes anécdotas), era el turno de las llamadas. Olivia disponía de un margen amplio antes de la siguiente pausa. Estupendo. Podía relajarse un poco. Solo necesitaba un testimonio interesante. Dados los escasos medios de la emisora, no había más que una persona para filtrar las llamadas, y aunque la primera semana la centralita se había colapsado debido a la cantidad de oyentes que querían hablar con Olivia Spencer-Burdock, ahora la cosa estaba mucho más tranquila. Aun así, a Michelle no le daba tiempo a cribar y seleccionar a los candidatos más radiofónicos. Cada noche era una lotería y Olivia debía llenar los silencios o poner freno a confidencias que carecían de sentido o bien se salían del marco que se habían fijado.

Pat Demmel, que actuaba como realizador del programa, entró en el estudio discretamente para dejarle delante una hoja con una frase garabateada a toda prisa: «Anita Rose(n?)berg (¿insomne?, ¿depresiva?) quiere hablar contigo esta noche».

Olivia apenas había acabado de leerla cuando le dieron paso. Se ajustó los cascos en los oídos, abrió el micrófono pulsando el botón rojo y, bien acomodada en su asiento, intentó encontrar la voz adecuada para entrar en antena: cálida, ligeramente grave, para que resultara relajante, y con la pizca de dinamismo necesaria para enganchar a los oyentes.

—Están escuchando ustedes la WMFB, les habla Olivia Spencer-Burdock y vamos a seguir compartiendo la velada en la segunda parte de nuestro programa. Y para empezar, vamos a hablar con Anita. ¿Anita? ¿Está usted con nosotros?

—Buenas noches, aquí estoy, gracias —dijo una voz apenas femenina en un tono y con una dicción que no tenían nada que envidiar a los de Walter Cronkite.

—¿Vive usted en Mahingan Falls, Anita?

—Sí, en Beacon Hill. Crecí al lado de la iglesia presbiteriana de la Gracia, y aquí sigo setenta y nueve años después.

—La memoria de todo un barrio, entonces… Formidable. Gracias por llamarnos. ¿De qué quería hablar esta noche?

Silencio.

Olivia levantó la mirada hacia la cabina buscando a Pat y a Mark, sentados en la penumbra ante la enorme mesa de control. Los silencios eran el peor enemigo de las ondas. Bien colocados, podían transmitir emociones fuertes a los oyentes, pero solo en ocasiones excepcionales. El resto del tiempo hacían perder el ritmo y acababan produciendo incomodidad.

—No estoy sola —dijo al fin la anciana, justo cuando Olivia iba a retomar la palabra.

—Muy bien. Díganos, ¿quién está con usted? Por cierto, no se lo he preguntado… ¿Está usted casada, Anita? ¿Tiene hijos?

Nuevo titubeo. Olivia hizo una mueca. Iba a tener que tomar las riendas de la entrevista, que se presagiaba difícil. Le tocaría hacer un ping-pong verbal para dar un poco de vida a la conversación.

—Mi marido murió en 1999. Tenía diabetes y colesterol, y cuando nos dejó le habían diagnosticado un principio de Parkinson. Nicole y Patrick, mis hijos, viven en la Costa Oeste. Los dos se casaron con californianos, ¿curioso, no? No los veo mucho. Tienen su vida hecha y ya no me necesitan, ya sabe…

La mujer recitaba su historia sin verdadera emoción, como distanciada de sus propias palabras, espectadora de lo que contaba.

—Siento lo de su marido. ¿Estuvieron casados muchos años?

A Olivia le gustaba hacer hablar a la gente. Tenía instinto para eso: la capacidad de escuchar, de estimular la conversación, de adivinar las brechas y saber si convenía aprovecharlas o mostrarse discreta.

—Cuarenta y dos años.

—No debería decirlo en la radio, una señora no cuenta nunca estas cosas en público, pero como estamos solas, voy a hacerle una confidencia, Anita: esa es la edad que tengo. Estuvieron ustedes casados los mismos años que he vivido yo hasta hoy. Estoy admirada —presintiendo otro largo silencio (decididamente, la tal Anita no era una «buena clienta»), Olivia continuó—: Ya que no puede ver a sus hijos, ¿habla usted con ellos a menudo? La tecnología ha empequeñecido el mundo, ahora con Skype o FaceTime es posible verse a distancia…

—Trabajan mucho, no tienen tiempo.

Era evidente que no quería hablar del tema. «Menuda charlatana, Anita… No me lo va a poner fácil…».

—Ha dicho que esta noche no estaba sola… ¿Quién la acompaña?

Un suspiro en el auricular se transformó en chisporroteo en los altavoces.

—Mi visitante nocturno.

—¡Vaya! Nos está intrigando… Va a tener que contárnoslo. ¿Quién es ese visitante? ¿Un… amigo?

—No.

La buena mujer pronunció el monosílabo con tanta rapidez y tanta fuerza que Olivia se tensó en el sillón. Le picaba la curiosidad, pero al mismo tiempo sentía aprensión.

—Me tiene usted en ascuas, Anita.

—He dicho «visitante», pero, desde luego, no es bienvenido. Me impone su presencia. No me deja opción.

—No estoy segura de entender…

Su interlocutora respondió en un tono resignado, casi dolorido.

—Está ahí, al final del pasillo, a veces en la oscuridad del cobertizo, detrás de la cocina. Pero siempre que está, lo siento.

Alzando las manos, Olivia hizo un gesto de incomprensión a sus compañeros del control. Pat Demmel se limitó a encogerse de hombros. «¡Gracias, chicos, me siento muy apoyada!».

—¿Qué quiere usted decir? Necesitamos entenderlo. ¿Se refiere a un conocido? ¿A un vecino?

—No.

La misma respuesta tajante. «Casi colérica».

—Viene cuando se ha puesto el sol, nunca antes. Una noche, incluso estaba en mi dormitorio, cerca de mi cama. No podía verlo en la oscuridad, pero sabía que estaba ahí, podía oírlo…

—¿Nos está usted diciendo que hay un… intruso en su casa, Anita?

—Hablo en masculino, pero supongo que sería más exacto decir «ella».

—¿Sabe quién es esa mujer?

—No es una mujer. No como usted o como yo, al menos.

—¿Ha avisado a alguien? A la policía, a su médico, ¿a sus vecinos quizá?

—No es ese tipo de… persona. No se la puede echar. Ni siquiera puedo huir de ella. Vaya donde vaya, estará allí. Lo sé.

Olivia se acercó al micrófono hasta notar que el borde de la mesa le presionaba el estómago. Tuvo una intuición y decidió hacerle caso.

—Esa… presencia no es real, ¿verdad? —preguntó—. Palpable, quiero decir…

Solo era la segunda semana y ya había un testimonio esotérico. Empezaba bien… De todas formas, prefería con mucho eso a lo que se había temido: una agresión en directo.

—No es como usted y yo, pero puedo asegurarle que es muy real. La oigo. Me habla. No para de susurrar.

—¡Ah! ¿Y qué le dice?

—Cosas horribles.

Olivia alzó la cabeza. No le gustaba aquel tono.

—¿Qué entiende usted por eso, Anita?

Otro silencio. Una vacilación. La respiración en el auricular.

—No lo comprendo todo. En realidad, no comprendo las palabras, pero adivino la intención. Sé lo que quiere. Me lo repite una y otra vez. Me vuelve loca. Para que la escuche.

Olivia interrogó con la mirada al realizador, que estaba hablando con Mark, seguramente sobre lo que había que hacer. Cogió una hoja y la pluma, escribió: «¿Embuste? ¿Policía? ¿Ayuda?», y la sostuvo delante de ella para que pudieran leerla. Por suerte, las emisiones de la pequeña radio no se filmaban. Pat le indicó por señas que no tenía la menor idea.

—Y esa presencia, ¿de qué le habla? —insistió Olivia—. Perdone, pero me estoy asustando un poco, Anita, y seguro que no soy la única. ¿Cuánto tiempo hace que oye esa voz?

—Ya no lo sé. Puede que un mes.

—Entonces es bastante reciente… ¿Puedo hacerle una pregunta muy personal? ¿Ha vivido alguna situación difícil este verano, quizá?

—Creo que sé quién es. Nunca la imaginé así. Tan… espantosa.

—¿Quién?

—La Parca. Es ella.

«¡No es cólera, es miedo!».

Un miedo aceptado. Definitivo. Terminal.

—¿No tiene usted amigas? —le preguntó Olivia intentando de llevarla de vuelta a la vida real.

Pat hizo girar los índices en el aire para indicarle que siguiera por ese camino. Era evidente que no estaba tan inquieto como ella.

De repente la anciana se puso a hablar más deprisa, casi en un tono agresivo.

—Ya no soporto su presencia. Todas las noches temo que aparezca, miro por todos lados, todo el rato, y en cuanto la veo o la oigo siento que la sangre se me hiela y las venas se me endurecen hasta hacerme daño.

—Ani…

—Por eso quería que me oyeran todos ustedes, para que fueran testigos ante Dios. ¡No era mi intención, me empuja ella!

—¿Anita? Yo…

De pronto, de algún lugar próximo a la anciana brotó una voz gutural, que bramó con una rabia aterradora:

Hearken, gammer! You

Las interferencias ensordecieron a Olivia, y un coro de alaridos, decenas y decenas de seres humanos que sufrían al mismo tiempo, inundó las ondas y cubrió las imperiosas órdenes, que se ahogaron entre los gritos.

Olivia se había echado el casco hacia atrás de inmediato y buscaba con la mirada la ayuda de Pat y Mark, tan desconcertados como ella.

En ese momento se oyó un estallido seco, y Olivia comprendió. Su boca se abrió pero no emitió ningún sonido.

«¡Un disparo!».

Procedía de la casa de Anita.

Los gritos y la voz cavernosa cesaron, y se produjo un silencio terrible. El silencio de la muerte, pensó Olivia.