16.
Cooper Valdez tenía alquilado un antiguo garaje al sur de Oldchester, en un rechoncho edificio de dos plantas de ladrillos marrones. Había instalado todo un baratillo de aparatos eléctricos bastante viejos, desperdigados entre un roñoso Chevrolet Chevelle de primera generación y un Ford Mustang de 1974, cuyo capó abierto mostraba un V6 en proceso de restauración. En los bancos de trabajo, un sinfín de herramientas clasificadas conforme a un criterio muy riguroso relucían a la luz de las cuatro grandes lámparas que colgaban del alto techo. El lugar olía a grasa, aceite y ozono.
Ethan Cobb se quitó la gorra, se la enganchó al cinturón, detrás de la pistolera, y se secó la frente con la manga de la camisa. La primera sorpresa había sido no encontrar la puerta cerrada con llave.
—Cedillo, te dejo echar un vistazo.
—¿Y qué busco?
—Tú sabes de mecánica, así que mira, revuelve y hazte una idea de quién es Cooper Valdez basándote en su garaje. Nosotros haremos lo mismo ahí arriba —dijo Ethan señalando la escalera que llevaba a una entreplanta, a cinco metros de altura.
Ashley Foster lo siguió sin decir nada. Ethan le agradecía que no hubiera hecho ningún comentario sobre su «porquería de instinto» después del fiasco de la investigación sobre Rick Murphy. Había sido él quien la había llamado directamente para solicitar su asistencia.
—¿Por qué yo? —había preguntado ella.
—Quiero que me acompañe otro oficial, y ya sabe lo que pienso de Paulson.
—¿Vamos a respetar los procedimientos esta vez?
Breve titubeo.
—Sí.
Silencio.
—¿Foster? Se lo pido a usted porque es competente. No solo para evitar a Paulson. Confío en usted.
—De acuerdo, teniente. Ahora voy.
Eso había sido todo. Foster había llegado y saludado con un rápido movimiento de cabeza, nada más. Ethan notaba que estaba tensa, y los ojos rojos la delataban. El teniente se acordó de lo que le había contado Cedillo en el barco y le dieron ganas de ofrecerle sus brazos para reconfortarla, para mostrarle su apoyo. Había pasado por lo mismo y guardaba de ello un recuerdo doloroso, amargo. Confiaba en que su situación se arreglara pronto.
«¿De verdad? Pedazo de hipócrita… Si se separara de su marido, ¿qué harías? ¿Ignorarlo? ¿Tratarla como a un compañero más?».
No. Las relaciones con polis se habían terminado para él, estaba vacunado. Para siempre. Por eso prefirió concentrar su mente en el caso Cooper Valdez en lugar de perseguir una quimera que le hacía sentir incómodo.
En lo alto de la escalera, abrieron una puerta de cristal esmerilado y se introdujeron en la guarida del mecánico aficionado.
Constaba de tres habitaciones que aún apestaban a tabaco y estaban en penumbra, con todas las persianas bajadas. Ethan buscó a tientas hasta dar con el interruptor de la pieza principal, y tras unos cuantos parpadeos de las bombillas se iluminó un mobiliario consistente en un sofá, una mesita baja, una alfombra raída y un aparador, más una cocina americana al fondo.
—¿No se le conocía ninguna relación?
—No, según he oído salía con chicas ocasionalmente —respondió Ashley—, en especial con una de Boston, pero nada serio. De todas formas, no hay más que ver su casa para saber que vivía solo.
Recorrieron el salón en busca de indicios reveladores del sujeto. En concreto, Ethan esperaba encontrar algo que pudiera explicar su repentina huida en plena noche, con lo estrictamente necesario apelotonado en una bolsa. ¿Qué lo había puesto tan nervioso para obligarlo a marcharse a toda prisa de Mahingan Falls? Hasta hacerle perder el equilibrio en la popa de su barco…
Aún no tenían los resultados del laboratorio sobre la sangre encontrada cerca de los motores, pero a Ethan no le cabía duda: sería de Valdez. Todos sabían que no volvería. En el mejor de los casos, de allí a unos días el mar arrojaría a la playa su cuerpo, medio devorado por los cangrejos. Si lo arrojaba al pie de los acantilados, era poco probable que alguien lo descubriera, y se pudriría hasta disolverse en el océano. Las posibilidades de volver a ver a Cooper Valdez, vivo o muerto, eran prácticamente nulas.
Ashley iba a abrir el frigorífico, pero Ethan la detuvo.
—Siento ser quisquilloso, pero ¿le importaría ponerse unos guantes? —le dijo en el tono más suave que pudo.
Ashley lo fusiló con la mirada, luego sacó un par de guantes de látex del bolsillo de cuero de su cinturón.
—¿Tiene intención de recoger huellas en toda la vivienda? Para eso habría que hacer venir a un equipo de Salem…
Ethan soltó una risita seca.
—El jefe Warden no lo autorizará —respondió—. Sobre todo tratándose de un alcohólico desaparecido en el mar. De todas formas…, procuremos no contaminar la escena. Ya sé que mi instinto deja mucho que desear, pero prefiero seguirlo.
—Lee ya ha empezado a decirle a todo el mundo que Valdez se suicidó —le informó Ashley mientras empezaba a examinar el interior del frigorífico con una mueca de asco—. Está claro que, aparte de alimentos líquidos, no compraba mucho…
Ethan entró en el pequeño pasillo que conducía al cuarto de baño y las otras dos habitaciones. La primera era un escueto dormitorio, con un colchón en el mismo suelo, un edredón sin funda y un revoltijo de ropa encima de una silla, delante del armario.
—¡Teniente! —exclamó Ashley en tono apremiante.
Ethan volvió sobre sus pasos a toda prisa y la vio señalando la encimera con el índice enguantado.
Un teléfono móvil hecho pedazos yacía junto a un martillo.
—¿El suyo? —preguntó Ethan sorprendido, sin esperar respuesta.
—Mientras ustedes estaban en el mar me dediqué a reunir la información básica sobre Cooper Valdez, incluida la relacionada con su teléfono. No será difícil comprobar si la tarjeta SIM es la suya —explicó Ashley retirando el pequeño chip y guardándolo en una bolsita de papel.
—¿Lo ve? Si la quiero a mi lado es por cosas así. Falta saber por qué destrozó su móvil antes de irse.
—Para asegurarse de que no lo encuentren.
—Es lo que piensa Cedillo, que Valdez hizo alguna estupidez.
Ethan no lo veía tan claro. Si Valdez hubiera querido huir, habría cogido el coche: era más discreto, más práctico y más fiable que el barco en plena noche. El hecho de que la puerta principal no estuviera cerrada con llave sugería igualmente una huida rápida, casi desenfrenada.
Esta vez el teniente llegó al final del pasillo, y lo que vio en la última habitación le hizo detenerse en el umbral.
—¡Foster! —llamó a su vez—. ¿Hay una antena en el tejado?
—¿Una especie de mástil para las transmisiones, quiere decir? Sí, ¿no lo ha visto al llegar? Es para…
La sargento se interrumpió al ver la larga mesa cubierta de transmisores, radiorreceptores, amplificadores caseros, osciladores y otros dispositivos cuya utilidad no era fácil de adivinar. Todos estaban destrozados, despanzurrados, la mayoría hechos trizas.
—¿Qué pretendía? —murmuró—. ¿Y si no fue él? ¿Y si volvió a casa y se encontró con todo esto?
—Los aparatos han corrido la misma suerte que el móvil. ¿Salió sin él? Hummm…
—Todos estos destrozos ¿los haría… Valdez? —insistió Ashley ante las dudas de su superior—. ¿Por qué iba a destruir las radios? No pueden grabar nada, ¿no? No constituyen pruebas contra él, hiciera lo que hiciese.
Ethan se encogió de hombros.
—¿Se sabía que se comunicara de esta manera?
—Me informaré.
Ethan examinó el resto de la habitación. Boca abajo en el suelo había un ordenador portátil, despedazado. Se habían ensañado con él. Cobb presentía que no solo habían querido inutilizar el equipo. Quien había hecho aquello estaba furioso. «¡Sí, rabioso! O aterrorizado».
Ethan vio un mapa de la región clavado con chinchetas a la pared: localidades rodeadas con un círculo hecho con rotulador, con sobrenombres y frecuencias garabateadas al lado. Enfrente, un mapa de todo el país y de Canadá mostraba el mismo tipo de anotaciones.
—Parece que era su hobby…
Pero Ashley ya no lo escuchaba. Había entrado en el dormitorio para registrarlo. De pronto, una desagradable duda se apoderó de Ethan, que atravesó la vivienda para acercarse a la puerta de la entreplanta.
—¡Cedillo! ¿Apuntaste la frecuencia de la radio del barco de Valdez?
La voz nasal de su subordinado resonó justo debajo.
—No, pero podré comprobarla mañana por la mañana. ¿Es importante?
Ethan aspiró una larga bocanada de aire para reflexionar. ¿Era casualidad que esa misma mañana, a bordo, hubieran oído la extraña voz y los gritos?
—No lo sé —confesó en voz alta—. ¿Tenía historial médico? ¿Problemas psiquiátricos?
—No que yo sepa.
—En muy buena forma no estaba… —dijo a su espalda la voz de Ashley Foster, que agitó tres frascos de plástico amarillo translúcido llenos de pastillas y una caja de aspirinas casi vacía—. Vicodin, vitaminas y antidepresivos —detalló.
Ethan le quitó uno de los frascos y leyó la etiqueta que le había adherido la farmacia. Al instante supo dónde debía continuar investigando.
El adolescente tenía un buen hematoma, pero nada roto. Lo que intrigaba al doctor Layman era la causa. No creía en la explicación del choque accidental con los chicos del equipo de fútbol americano cuando volvían corriendo al vestuario. Algunos tenían mala fama, y Chris Layman, que ya había recibido en su consulta a víctimas de aquello brutos, lo sabía. Cox y Buckinson, recordó el médico. Dos botarates. Probablemente, el pobre chico que se estaba vistiendo frente a él figuraba en la lista de sus cabezas de turco, pero temía demasiado las represalias para hablar.
Chris Layman dudó. Con un poco de paciencia y tacto tal vez consiguiera desatarle la lengua; luego podría mandarlo a ver a la policía para que sus agresores no quedaran impunes una vez más. Pero, tras observar un poco mejor al adolescente, el doctor Layman llegó a la conclusión de que quizá se sobrestimaba. Ahora que estaba tranquilo respecto a su estado, lo único que quería el chico era marcharse.
Layman le tendió la receta.
—Vuelve a pasar mañana a mediodía, solo para ver cómo evoluciona, ¿de acuerdo? —le pidió para tener otra oportunidad de intentar convencerlo.
Cuando la puerta se cerró, Chris Layman dejó las gafas en el escritorio con gesto fatigado y se masajeó las sienes largo rato. Estaba hecho migas, como le decía constantemente su madre, panadera de profesión, no sin ironía. La semana había sido dura, y al día siguiente las consultas del sábado por la mañana le garantizaban una ristra de visitas «de urgencia», nimiedades que en su mayoría habrían podido esperar. Pero luego llegaría el fin de semana. Se acordó de que tenía que llevar al cine a Carol y a Dash, a ver uno de esos taquillazos estivales, se lo había prometido. Fuera de eso, no tenía nada previsto, aparte de trabajar un poco en el jardín y pasar unas horas relajándose al sol.
Sus ojos se posaron en la carpeta que había dejado a un lado del escritorio. Sus anotaciones sobre la «coincidencia». El camino que habían seguido sus ideas a partir del primer caso, diez días antes. Una mujer de unos treinta años. Chris Layman llevaba cinco ejerciendo en Mahingan Falls, tras dejar la clínica de Springfield para seguir a su mujer, que tenía allí a su padre enfermo. El aire del mar les sentaría bien, pensaron, y Layman no se arrepentía de su decisión. Pero a aquella paciente nunca la había visto en su consulta. Sufría dolores de cabeza y hemorragias nasales recurrentes, que por cierto se habían repetido en plena visita.
Dos días después, un chico de apenas veinte años se presentó a media tarde con el mismo problema. Luego, otro caso el lunes, un par más, y aquel último, ese día.
Layman se había ocupado de los primeros del modo habitual, hasta que las coincidencias empezaron a hacerle sospechar. Descartó la hipertensión, salvo en el caso de Douglas O’Connor, que la padecía, pero seguía su tratamiento escrupulosamente: su mujer se aseguraba de ello. ¿Un problema de coagulación recurrente? Era la hipótesis más verosímil. Aun así, la explicación no era sencilla. La primera posibilidad que consideró fue la aparición en Mahingan Falls de una droga cutre. Era una causa plausible. Pero los perfiles no encajaban. Conocía bastante bien a la mayoría de los pacientes, y aunque las apariencias podían ser engañosas, dudaba mucho que Melvin Jonesy o Parker Marston consumieran drogas. No, había que buscar otra cosa.
Así que había echado mano del arma moderna de cualquier buen médico rural: las redes sociales. A sus preguntas, sus colegas respondieron mayoritariamente que se trataba de alergias, cosa que no le convencía en absoluto. Había oído el testimonio de sus pacientes: ni siquiera las hemorragias de la primera eran una reacción alérgica. La ausencia de fiebre y de contagio de las personas cercanas le había dado un poco de optimismo. No tendría que llamar a los CDC[1] con urgencia, lo que no era poco.
Pero nada de lo que se le ocurrió después era mucho más tranquilizador. ¿Cómo relacionar a seis personas con los mismos síntomas, cuando la mayoría no se conocen, o solo se conocen de vista?
Al final del día, el doctor Layman había tomado una decisión: si se presentaba otro caso, volvería a llamar a todo el mundo, solicitaría análisis más exhaustivos y los sometería a un cuestionario detallado.
La contaminación por un anticoagulante empezaba a cobrar fuerza. El más básico y habitual era el matarratas, presente en casi todas partes, sobre todo en un pequeño pueblo rodeado de campo como aquel. ¿Cabía la posibilidad de que uno de los restaurantes de Mahingan Falls hubiera almacenado sus suministros inadecuadamente y se hubiera producido una contaminación? ¿No lo bastante grave para provocar náuseas o reacciones muy fuertes, pero suficiente para causar hemorragias?
Layman se levantó y cogió la carpeta. De todas formas, al día siguiente por la tarde iría a ver a Billy Ponson al ayuntamiento, a su casa si era necesario. No quería correr ningún riesgo. Recogió su chaqueta, pero en ese momento llamaron a la puerta con energía. Ya no esperaba a ningún paciente, aunque las visitas por sorpresa en el último minuto estaban a la orden del día.
Le sorprendió ver ante él a un oficial de policía de uniforme, un poco más joven que él, con indudable carisma.
—¿Doctor Layman? Soy el teniente Cobb, de la policía de Mahingan Falls. Aún no había tenido el placer de saludarlo. ¿Podría concederme unos minutos?
Chris lo miró preguntándose si aquello no sería un signo de la providencia.
—No me diga que está investigando una intoxicación alimenticia…
El oficial parecía sorprendido.
—No. Vengo por uno de sus pacientes, Cooper Valdez. ¿Puedo entrar?
Layman se apartó para dejarlo pasar, pero no le ofreció asiento. El cansancio lo volvía menos educado, y solo pensaba en una cosa: llegar a casa, ponerse unos pantalones cortos, servirse una limonada fría y descansar al fin. Permanecieron de pie, uno frente al otro.
—¿Qué ocurre con el señor Valdez?, ¿algún problema?
—Ha desaparecido. Era paciente suyo, ¿verdad?
—Efectivamente —respondió Layman una vez encajada la noticia.
—Necesito saber si tenía problemas de tipo psiquiátrico.
El doctor Layman dudó. No tenía por costumbre comentar el historial clínico de sus pacientes. Desde luego, quien le preguntaba era oficial de policía, y lo había visto por la calle suficientes veces para saber que era quien decía, pero como médico se debía al secreto profesional.
—Lo lamento, la deontología me impide responderle sin la conformidad del señor Valdez, a menos que me obligue la ley.
El teniente Cobb hizo una mueca.
—Me esperaba esa respuesta… Mire, no quiero su expediente clínico, solo saber si era paranoico, agresivo, o si estaba deprimido hasta el punto de quitarse la vida. Todo sugiere que no se le volverá a ver. Sé que bebía más de la cuenta y que tomaba antidepresivos, que le recetó usted. Pero ¿estaba… enfermo? —preguntó Ethan llevándose el índice a la sien y haciéndolo girar—. ¿Loco?
Chris Layman se concedió unos instantes para pensar mientras se mordía los labios.
—Está usted al tanto de su alcoholismo —dijo—, y sí, sufre una pequeña depresión crónica. Pero no tiene trastornos psiquiátricos graves ni tendencias suicidas. Nunca las ha manifestado en mi presencia, ni yo he detectado nada en ese sentido. Cansancio, falta de vitaminas y un hígado que empieza a pasarle factura: eso es todo lo que puedo confirmar.
—¿Manía persecutoria?
—No.
—¿No mencionó ningún problema serio en su vida diaria, o a alguna persona con la que hubiera tenido un encontronazo? Sé que no es usted su psicólogo, pero a veces las gente se confía a su médico…
—¡Uy, no lo sabe usted bien! No, nada de eso en el caso del señor Cooper. Dice usted que ha desaparecido… ¿Un suicidio? —preguntó el médico recalcando la palabra.
El teniente asintió mirándolo fijamente.
—O un accidente. Por ahora no hay nada establecido.
—¿Tienen el cuerpo? —inquirió Layman tras un breve conciliábulo consigo mismo—. ¿Han analizado la sangre?
—No, ¿por qué?
El médico se humedeció los labios varias veces mientras intentaba dar con la formulación adecuada: no quería lanzar a la policía sobre una pista equivocada ni minusvalorar su propia intuición.
—Comprueben si hay restos de anticoagulante, nunca se sabe. Tal vez sea un poco más suspicaz de la cuenta, pero he advertido una proporción anormal de síntomas extraños en algunos de mis pacientes. Podríamos tener entre manos un cuadro de intoxicación masiva —Ethan Cobb lo miraba con las cejas enarcadas. Layman precisó—: Un restaurante del pueblo, o un producto de consumo vendido en uno de los supermercados, no lo sé. Puede que no sea nada, pero prefiero informarle.
El policía le dio las gracias, y Layman cogió sus cosas para marcharse con él.
—Sea como fuere, en lo que respecta al señor Valdez no advertí ningún comportamiento alarmante. No está…, perdón, no estaba trastornado, como sugería usted.
—¿Algún medicamento podría haber tenido efectos secundarios notables?
Layman volvió a dudar, pero acabó decidiendo que no revelaba nada que el poli no hubiera descubierto ya.
—Nunca se puede excluir por completo, pero hasta ahora soportaba bien el tratamiento.
La entrada del dispensario estaba sumida en la sombra del campanario de Saint-Finbar, la iglesia católica del norte de Green Lanes, un barrio tradicionalmente irlandés. Detrás, el sol del atardecer estaba a punto de ocultarse tras el monte Wendy y desde los bosques circundantes comenzaba a descender una pizca de frescor. Unos niños jugaban entre gritos en alguna parte, y al otro lado de la calle, el viejo muro de piedras, coronado por una verja herrumbrosa, protegía el cementerio y sus tumbas, ruinosas o envueltas en un curioso sudario de vegetación. El doctor Layman tendió la mano al teniente Cobb y lo invitó a llamarlo si los análisis de sangre de Cooper Valdez presentaban algo anormal. Agitó ante él la carpeta roja explicando que elaboraba un dosier. Seguramente no era nada, una casualidad, el exceso de celo de un matasanos, pero, por si acaso, convenía cerciorarse. Los dos hombres ya se despedían cuando una nube oscureció el sol a escasa altura y atrajo su atención.
Vieron una bandada de murciélagos que giraban bruscamente alrededor del campanario, volvían a reagruparse con movimientos asombrosamente coreografiados y se quedaban suspendidos un instante en el aire, recortados contra el cielo azul, antes de dejar de agitar las alas al unísono, plegarlas y caer en picado, como un telón arrancado de su barra.
Eran decenas.
Sus cuerpos explotaban contra el asfalto como pequeñas granadas de carne y sangre, produciendo un repugnante ¡plof! en el instante en que sus diminutos y finos huesos se rompían y sus cartilaginosas alas azotaban el suelo con un restallido seco. Pronto la siniestra granizada cubrió de blanduzcos y calientes amasijos la plaza de la iglesia, por la que unos regueros rojizos se deslizaban lentamente hacia el desagüe. Cobb y el doctor Layman no se habían movido. Labios entreabiertos, miradas estupefactas.
La campana tocó el ángelus y el médico se estremeció. Para él, aquellos murciélagos acababan de darse muerte. La Encarnación, invertida.
Se habían inmolado.
La carne se había hecho verbo.