51.

El cristalino murmullo del río resonaba en la oscuridad, repercutido por las paredes que lo obligaban a dirigirse a las entrañas del pueblo. El repertorio casi completo de los artrópodos anidaba en ellas, entre hongos blanquecinos y cortinas de telarañas grises, que colgaban de lo alto hechas jirones.

La luz de la linterna lanzaba su intenso haz delante de Ethan Cobb, y el resto de su entorno era la nada, como si caminara por una estrecha pasarela de losas que flotara en el vacío más absoluto. Cada metro recorrido se borraba de inmediato, y Ethan no veía a más de unos cuantos pasos de distancia.

Al poco de arrancar, el túnel había trazado un codo para alejarse del puerto deportivo y ahora avanzaba en línea recta hacia el sur. De vez en cuando, una canalización desembocaba en la pared. Algunas eran del tamaño de una pelota de béisbol; otras, lo bastante anchas para que un hombre pudiera deslizarse a gatas por ellas. Todas estaban secas, y Ethan supuso que drenaban las aguas pluviales a lo largo de los arroyos o de las calles y los jardines. Si penetraba en ellas, encontraría un laberinto mucho más complejo en el que sería fácil perderse, con sus trampas: rejas y pozos que darían a otro dédalo, a un nivel más bajo, el de las alcantarillas propiamente dichas. Los desagües que iba encontrando solo se llenaban en caso de fuertes crecidas, para expulsar lo que la red principal no podía absorber, con el fin de evitar desbordamientos en las calles y las casas.

«Menos mal que los chavales no se han metido aquí dentro. A saber qué podría haberles pasado… —aunque tenía que reconocer que se habían preparado, y no poco—. Y ya lo ha dicho el mayor: quedándose en el túnel del río, esto es la mar de fácil…».

Ethan se tranquilizaba como podía. No era una persona miedosa, no tanto como para no atreverse a bajar a un sótano mal iluminado, y menos aún cuando su trabajo lo exigía. Pero meterse bajo tierra sin el equipo adecuado, sin haber avisado a nadie y sin tener una idea exacta de adónde iba no le hacía ninguna gracia. Pensó en las sucesivas capas de roca, en los conductos de gas y agua potable y el asfalto y los edificios sobre su cabeza, que lo dejaban sin escapatoria posible si de pronto necesitaba respirar aire puro, y una leve sensación de claustrofobia se apoderó de él.

«Relájate. Incluso aquí, de vez en cuando hay bocas de alcantarilla».

Ya había dejado atrás dos. Peldaños de hierro sellados al hormigón que subían por un pozo vertical hasta la superficie. Tampoco ahí convenía agobiarse por la falta de espacio si querías llegar a lo alto. De hecho, Ethan se preguntaba si cabría sin encoger los hombros.

«Hay muy pocas… En caso de una inundación repentina, se necesita tiempo para correr hasta una y subir antes de que se te lleve la corriente…».

Ethan gruñó en voz alta. Se estaba montando películas. El río se deslizaba tranquilamente un metro más abajo. Fuera no estaba lloviendo, y que él supiera, no había ninguna presa aguas arriba que pudiera descargar una tromba súbitamente. Además, estaba el lago del parque municipal, construido especialmente para eso, para hacer de esponja en caso de fuertes crecidas y evitar que el sistema subterráneo se saturara. Ciertamente, estaba rodeado por un complejo entramado de galerías, canalizaciones y pozos, pero no por ello debía perder la sangre fría. No era un niño de diez años.

El túnel casi nunca era recto. Cuando levantaba la linterna, descubría una curva más o menos pronunciada, donde había esperado encontrar una larga perspectiva lineal de varios centenares de metros. El corsé que el hombre había impuesto a las aguas no era en realidad más que un envoltorio para enterrarlas, pero estas habían seguido su trazado natural, por errático que fuera.

Ethan se imaginó la multitud de trincheras, pasadizos enterrados y agujeros sobre los que se construían las ciudades, su alimentación invisible de agua, gas y electricidad, y toda la red de saneamiento. Esos corredores interminables de los que nadie se acordaba nunca, verdadero sistema paralelo y absolutamente vital para la sociedad, eran como una presencia fantasmagórica flotando sobre la civilización.

Ethan se estremeció, sin saber si era debido a esas ideas o porque había bajado la temperatura.

Un extraño eco, una especie de lejano carraspeo, lo sacó de sus divagaciones, y escuchó con atención, pero no oyó nada más.

Debía de llevar más de un cuarto de hora andando, así que supuso que ya no podía estar muy lejos de lo que los adolescentes consideraban el epicentro de sus preocupaciones. En alguna parte, a su derecha, debía de alzarse Independence Square, el corazón de Mahingan Falls, y algo más adelante en línea recta el complejo escolar, bajo el que confluían los dos ríos soterrados.

«Otros cinco minutos largos».

Esta vez lo que oyó le hizo pensar en que había caído algo sobre el suelo de losas. El golpe resonó en toda la galería, pero Ethan no pudo identificar el ruido ni de dónde provenía. Intrigado, se detuvo unos diez segundos, y se fijó en un hilillo de tierra pulverulenta que caía de lo alto justo delante de él y en el manto casi omnipresente de telarañas cubiertas de polvo y humedad, antes de reanudar la marcha. Al parecer, allí abajo había vida, pero ¿qué tenía eso de sorprendente? Roedores de todo tipo debían de refugiarse allí por la tranquilidad. Sin olvidar que el río arrastraría alimento potencial y desechos útiles para nidificar.

A Ethan le exasperaba el reducido campo de visión que le ofrecía el haz de la Maglite. El camino no era difícil de seguir, pero no ser capaz de vislumbrar ni un momento lo que había en la periferia lo frustraba. Regularmente, retiraba los jirones plateados que se le enganchaban en la gorra, se sacudía los hombros y pisaba materias blandas, que suponía eran excrementos de animal. Al menos no había jeringuillas usadas. En el pueblo no abundaban los yonquis, al contrario que en Filadelfia, y en particular en Kensington, su antigua área de patrullaje, donde eran una de las muchas especialidades. Tenía demasiados recuerdos lúgubres, en particular de ruinosos edificios ocupados y llenos de grafitis que apestaban a orina, sudor, sexo sórdido y droga adulterada. En Mahingan Falls, los escasos toxicómanos y los fugitivos en busca de un escondrijo no necesitaban bajar allí, teniendo a su disposición todas las casas abandonadas de Oceanside Residences.

Un poco más adelante, el murmullo del agua aumentaba y reverberaba en las paredes del túnel. Ya casi estaba.

Solo que esta vez identificó claramente un bisbiseo humano. Se detuvo en seco.

«Viene de detrás».

Se quedó escuchando, y entonces empezó a buscar un escondite, pero al no encontrarlo volvió sobre sus pasos unos cuantos metros, hasta un conducto de aguas residuales que se abría en la pared, en el que se introdujo encogido. Apenas cabía con las rodillas dobladas. Apagó la linterna, y la inmediata pérdida de puntos de referencia lo inquietó un poco.

«¿Miedo a la oscuridad?, ¿en serio? ¿Un hombre hecho y derecho como tú?».

Un minuto de silencio, aparte del tenue silbido de una corriente de aire y el ruido de fondo del río. El hilillo de viento soplaba a su espalda, lo que le hizo suponer que el conducto comunicaba con el exterior. La idea de no poder darse la vuelta —no había espacio— para asegurarse de que estaba solo en aquel tubo empezó a intranquilizarlo.

«No seas idiota. ¡Claro que no hay nadie detrás de ti!».

¿Quién iba a meterse allí? Sin embargo, la imaginación se le disparó y se acordó de la película Alien, en particular de la escena en la que uno de los personajes —¿Dallas?— exploraba los conductos de ventilación y el monstruo aparecía justo detrás de él. Era una idea absurda que se reprochó al instante.

«¡Bueno, ya está bien! Uno: apenas quepo en este agujero, así que no puedo volverme, conque problema resuelto. Y dos: en estos subterráneos no hay psicópatas, y menos aún criaturas ávidas de sangre».

En esas estaba cuando oyó un ruido muy cerca, el chasquido de una suela, seguido de respiraciones y roces de tela. «Ropa… Son varios, y se acercan».

Ethan apretó el puño. Ya estaba furioso cuando sus sospechas se confirmaron. Dejó que pasaran de largo y saltó fuera del conducto como un diablo de su caja.

—¡Esta vez os habéis pasado de la raya! —exclamó colérico.

Los cinco adolescentes gritaron como un solo hombre y lo encañonaron con sus enormes lanzadores de agua. En ese momento, Ethan vio uno de los mecheros encendidos bajo el cañón.

—Pero ¿qué…? No me digáis que habéis fabricado un lanzallamas… ¡Muy bien, vosotros lo habéis querido, todo el mundo fuera, esta vez os llevo a jefatura!

—Lo iban a matar, agente… —alegó Owen.

—Es verdad, no podíamos abandonarlo cuando somos nosotros quienes lo hemos metido en esto —añadió Connor.

—He intentado detenerlos —aseguró Gemma, apurada—, pero no escuchan.

—¿Y tú? —replicó Connor—. ¡Si no callas!

Ethan explotó.

—¿Os dais cuenta del riesgo que he corrido esperando hasta hoy, cuando habría podido ir a interrogaros delante de vuestros padres en cuanto recibí la llamada de Gemma? Ahí fuera os he dado otra oportunidad, ¿y cómo me lo agradecéis?

Ethan le arrancó a Connor el lanzador de agua de las manos, apagó la llama del mechero de un soplido, olisqueó el grueso depósito y sacudió la cabeza, exasperado.

—Sois un peligro para vosotros mismos —gruñó.

—Por favor, agente, solo unos metros más… —le rogó Owen—. Si no hay nada, lo seguiremos sin rechistar.

Ethan señaló el camino por el que acababan de llegar.

—Habéis tenido vuestra oportunidad y os habéis reído de mí, así que todo el mundo fuera.

Chad, que examinaba su mechero apagado, insistió a su vez:

—¡Cinco minutos más, es todo lo que pedimos!

—He sido un idiota y demasiado amable. Me he equivocado. Se acabó.

De las profundidades del túnel surgió un sonido extraño, una especie de larga espiración sibilante, y todos se volvieron en esa dirección.

—Están ahí —murmuró Owen con voz temblorosa.

—¿De quién hablas, muchacho?

—De los indios muertos —respondió Chad.

Ethan le devolvió el lanzador a Connor y enfocó la linterna hacia el interior del túnel. Ya no se oía nada. Hasta que sonó un chasquido metálico: Connor había vuelto a encender el mechero.

—Apaga eso ahora mismo —le ordenó Ethan.

—Y si se nos echan encima, ¿cómo piensa pararlos?

—Nadie se nos va a echar encima. Dejadlo de una vez.

Un murmullo lejano resonó en las paredes. Varias voces indistintas, entremezcladas. Esta vez hasta Ethan se estremeció.

—¿Lo ha oído? —susurró Chad—. Están ahí. ¡Ya se lo habíamos dicho!

Ethan señaló la salida con el dedo.

—Vosotros os marcháis inmediatamente. Yo voy a echar un vistazo. ¡Sin vosotros!

—¿Y si vienen por el otro lado? ¡Estaremos perdidos!

—Tiene razón —intervino Corey—. En las películas, los personajes que se separan siempre acaban mal.

—¡Aquí quien da las órdenes soy yo! —dijo Ethan sin levantar mucho la voz para no alertar a quienes acababa de oír—. ¡Salid ahora mismo!

—Si nos eliminan a todos, pesará sobre su conciencia —gruñó Connor.

Gemma también metió baza.

—Oficial, no me siento muy tranquila volviendo sola con estos cuatro idiotas. ¿No podríamos quedarnos detrás de usted?

Ethan estaba que echaba chispas. Aquellos mocosos lo iban a volver loco. ¿Cómo iba a obligarlos a volver por donde habían venido, como no fuera sacándolos a la fuerza? Y por tanto abandonando la pista del túnel y de aquellas voces que acababa de oír… Sopesó los pros y los contras. Podía volver más tarde, pero ¿seguirían allí?

No debían de faltar más de cincuenta metros para llegar a la confluencia de los dos ríos.

Ethan resopló resignado.

—Os lo advierto: al primero que se pase de listo o desobedezca mis órdenes, lo enchirono por desacato, ¿está claro? —todos asintieron a la vez—. Y os quedáis cinco metros detrás de mí —añadió antes de ponerse en marcha.

Ethan avanzaba con el triángulo de luz delante de él y los cinco sentidos alerta. Tenía las ideas demasiado confusas, de modo que su imaginación bullía intentando tomar el control para explicar lo que su cerebro no entendía. Él trataba de encauzarla. Nada tenía sentido. Ni que allí abajo hubiera gente, ni que esa gente hubiera asesinado a Dwayne Taylor por algún extraño motivo, ni que él mismo estuviera vagando por aquel túnel con cinco adolescentes, en vez de acompañarlos a casa para tener una buena conversación con sus padres.

Demasiado amable. Demasiado ingenuo. Demasiado curioso.

«Y perdido».

No podía negarlo. Lo que sucedía en Mahingan Falls lo superaba. Y su intuición le decía que lo que estaba persiguiendo en ese momento estaba relacionado, de una forma u otra, con todos esos sucesos.

De pronto, encima de sus cabezas sonó una larga exhalación, y Chad, aterrorizado, dio un respingo y roció el techo de gasolina. Todos se apartaron para que las gotas no les cayeran encima.

—¡Mierda! —masculló—. Habría jurado que alguien me soplaba encima…

Ethan tenía la misma sensación, pero solo vio un estrecho pozo que ascendía hacia una boca de alcantarilla. No eran figuraciones; todos lo habían oído con la suficiente claridad para estar asustados. «Tal vez sea la presión del aire cuando un vehículo pasa sobre la tapa…».

—¡Guarda ahora mismo el maldito chisme! —bramó—. Acabarás poniéndonos perdidos de gasolina a todos. ¿Sabes lo que pasará si salta una chispa?

Pero a Chad no le dio tiempo a obedecer. Los murmullos se repitieron, más bajos, más lejos e igual de ininteligibles. Al menos cinco o seis personas, calculó el teniente avanzando con precaución.

¿No habría llegado el momento de pedir refuerzos?

«¿Con qué excusa? ¿Y qué le explico después a Warden?».

Ethan sacó el móvil y comprobó que acababa de perder la última rayita de cobertura que tenía hacía unos instantes. Problema resuelto. Si quería llamar a Cedillo y a Foster, ahora no le quedaba más remedio que desandar el camino y salir del túnel, al que no regresarían antes de una hora, por mucha prisa que se dieran. «No, ya casi estoy». Tenía que echar un vistazo, descubrir a los eventuales bromistas. Y si al acercarse no lo veía claro, siempre podía volver atrás.

El haz de la linterna iluminaba una infinidad de temblorosas telarañas, y cada una le parecía una silueta agazapada en la sombra.

«Esto no es más que una broma de una panda de idiotas, otros adolescentes que quieren asustar a los más jóvenes… ¡Les voy a echar la bronca de su vida!».

Poco después el túnel se ensanchaba, y el rumor del río creció hasta convertirse en fragor. «La confluencia».

Estaban bajo el complejo escolar.

Ethan detuvo a su tropa con un gesto de la mano.

—Vosotros quedaos aquí. Todos juntos. Que nadie me siga. ¡Lo digo muy en serio! Gemma, los dejo a tu cargo.

La chica quiso protestar, pero la firmeza del teniente de la policía la hizo callar.

Ethan se deslizó silencioso por lo que parecía una enorme cámara subterránea, sorprendido al no ver ninguna fuente de luz. ¿Les habían oído acercarse? Podía ser…

El pasillo se agrandaba hasta formar un área de una decena de metros de anchura, y Ethan captó con su haz blanco lo que parecían columnas de hormigón que ascendían hasta perderse en la oscuridad. A ambos lados del río, una escalera de hierro oxidado conducía hasta una plataforma triangular sobre las borboteantes aguas. Manivelas y volantes se recortaban sobre un tablero como sombras chinescas; probablemente accionaban las compuertas, montadas sobre raíles para controlar el caudal. El otro río, el Weskeag, se adivinaba en la prolongación. Ambos se juntaban en un gran estanque que llegaba un lejano fragor, y continuaban como una única corriente que desaparecía en su propio túnel. El conjunto de la sala parecía el andén de una estación.

«Abandonada… y esperando un tren fantasma lleno de ratas».

¿Qué hacía él allí, por Dios?

Mientras seguía explorando, percibió una débil claridad, apenas un halo, en la parte más alta del techo. Supuso que se trataba de un tubo de ventilación que comunicaba en algún lugar con una reja de la superficie. Estaba demasiado lejos y mal orientado para que la luz llegara abajo, pero permitía entrever las viguetas y los remaches del techo, diez metros por encima de su cabeza. No muy lejos, distinguió una estructura metálica: una escalera de caracol que partía de una puerta de servicio, en lo más alto. El enorme candado que la cerraba relució a la temblorosa luz de la linterna. «Lástima de atajo…».

De pronto, un ruido de pisadas retumbó en la cámara, y todo un grupo de siluetas la atravesó corriendo hacia Ethan, que tuvo el buen sentido de no alarmarse.

Los cinco adolescentes se arremolinaron a su alrededor señalando en dirección al túnel del que venían y gritando todos a la vez.

—¡Hay alguien!

—¡Se oyen unos ruidos horripilantes!

—¡Sí, sí, es verdad!

—¡Le juro que no mienten, yo también lo he oído!

A Ethan no le dio tiempo a tranquilizarlos. Surgidas de la nada, decenas de voces empezaron a susurrar a su alrededor en un idioma que no era el inglés. Salían de todas partes y farfullaban sus extrañas frases en un tono cortante, casi agresivo.

—Pero ¿qué…? ¿Quién anda ahí? —preguntó Ethan intentando conservar la sangre fría.

Pero no había nadie. Enfocara donde enfocase, solo veía losas vacías y rincones polvorientos.

Luego, el cántico subió de tono y aceleró su ritmo. Algunas voces empezaron a insistir en una palabra, pronunciándola más fuerte, gritándola y sobresaltando a Owen, a Gemma y a Chad, que eran quienes se encontraban más cerca de donde había sonado.

En el mismo momento, una corriente de aire glacial pasó a través del grupo, y sus bocas entreabiertas exhalaron vaho.

—Están ahí… —balbuceó Owen con voz trémula.

Ahora los cantos giraban a su alrededor como un bisbiseo, un runrún de bajos agobiantes.

Ethan parpadeó. No estaba seguro de lo que acababa de ver ni tampoco de querer confirmarlo. Pero en la periferia de la zona iluminada por la linterna podía sentir presencias, como brazos o manos extendidas hacia ellos en la oscuridad. No entendía lo que le mostraban sus sentidos, su mente era incapaz de darle una explicación lógica, mientras la espiral de voces seguía acelerándose, hasta hacerse ensordecedora.

Fueran lo que fuesen o quienes fuesen, Ethan notaba una especie de cólera en su frenesí. Peor aún: por momentos, tenía la sensación de que, literalmente, unas mandíbulas rabiosas se cerraban de golpe justo al lado de su oído después de haber lanzado un grito en aquella lengua desconocida.

De pronto, uno de los chicos dio un respingo y soltó un alarido, y Gemma hizo otro tanto cuando tiraron de ella hacia atrás. Ethan la sujetó en el último segundo y la atrajo de nuevo hacia el pequeño grupo. La fuerza que la sujetaba había cesado instantáneamente, pero otra la apresó de inmediato, y esta vez Ethan tuvo que echar todo el cuerpo atrás para resistirse a ella y recuperar a Gemma, que lo miraba despavorida. Ethan la estrechó contra sí.

—¿Qué está pasando? —farfulló la chica—. ¿Qué es esto?

Ethan enfocaba en una dirección y luego en otra, pero el haz de luz nunca encontraba nada, y sin embargo las tinieblas bullían, lo sabía, los sentía justo allí, le habría bastado con extender el brazo para que se abalanzaran sobre él y se lo llevaran.

Y el torbellino crecía en intensidad. Debía de haber veinte o treinta personas, si no más, salmodiando aquel encantamiento, vociferando en aquel frenético pandemónium. Ahora, lo que había empezado como un murmullo era un clamor furioso, un guirigay atronador. Estaban ahí, pero algo en su celeridad y en la debilidad misma de su consistencia desmentía su presencia. Siluetas translúcidas animadas por un rencor y una ira crecientes. Ethan ya no sabía qué hacer, era incapaz de razonar, de encontrarle algún sentido a aquella aberración, y en consecuencia de reaccionar ante la misma. Estaba hipnotizado por lo imposible, y un reflejo de protección mental cortocircuitó su cerebro, cortó el contacto de su conciencia para que no se hundiera en la locura. Ethan entró en una especie de catatonia que lo incapacitó para actuar. Oía y veía, o creía ver, pero ya nada importaba. Su cuerpo estaba allí, bajo tierra, pero su mente volaba lejos, lo más lejos posible.

Las garras se extendían en la oscuridad, hacían presa en la ropa, rasgándola limpiamente, incluso hirieron a Chad y a Corey, que recibieron zarpazos en las piernas y los hombros…, mientras sujetaban a Owen por la cintura y tiraban brutalmente de él. El chico tendió las manos a su primo, que consiguió alcanzarlas en el último instante y evitar que desapareciera en aquella vorágine de gritos y sombras.

Alrededor de ellos, mandíbulas invisibles pero hambrientas lanzaban dentelladas al aire.

—¡No me sueltes! —gritó Owen. Pero esta vez la tracción era demasiado fuerte. Chad vio que el cuerpo de su primo se alzaba del suelo y notó que sus manos empezaban a resbalar de entre las suyas—. ¡NO! ¡NO! —suplicó Owen.

Con la cara desfigurada por un terror absoluto, podía sentir las decenas de ávidos y fríos dedos que se cerraban sobre sus piernas para tirar de él, y sabía que si se soltaba, los colmillos de aquellas fauces que chillaban a su espalda lo devorarían en un abrir y cerrar de ojos.

A Chad ya no le quedaban suficientes fuerzas para seguir reteniéndolo. El nudo de sus manos se deshacía. Empezó a gemir, a retorcerse y echar el cuerpo atrás, intentándolo todo, cegado por las lágrimas de agotamiento, miedo y desesperación.

Los dedos entrelazados se soltaban.

El sudor les hacía resbalar poco a poco.

Y el insaciable remolino succionaba a Owen, sobre cuyos tobillos se amontonaban las garras, arrastrándolo hacia la masa de seres feroces y voraces que adivinaba apelotonados tras él, como un enjambre de abejas sobre una gota de almíbar.

Bajo las ráfagas de la linterna, el rostro de Chad reflejó su impotencia y su terror cuando supo lo que iba a ocurrir.

Pese a todos sus esfuerzos, las manos de su primo se soltaron de las suyas.

—¡NOOOOOOOOO! —gritó Owen, que se alzó en el aire y desapareció en la oscuridad.