1.
Lise se inclinó hacia el espejo del cuarto de baño para asegurarse de que el bultito que había notado con el dedo en medio de la frente no era un punto negro. Solamente una miga, que hizo volar de un papirotazo. Miró su reflejo. Los cabellos azabache le caían a uno y otro lado del pálido rostro, como el velo de una viuda. Kohl para resaltar los ojos, hasta convertirlos casi en una máscara, pintalabios negro, laca de uñas a juego… Perfecto. Corsé de vinilo sobre una camiseta de rejilla, falda escocesa plisada y botas con cordones hasta la rodilla. Todo, cuidado al detalle. Era importante, porque su look la definía, era su auténtico carnet de identidad para la vida diaria, la huella viva que Lise dejaba en las retinas, a menudo sensibles, con las que se cruzaba. Pero, además, esa noche era más importante que nunca que estuviera irreprochable.
La gran noche.
Iba a filmarlo todo. Todo. Con todo detalle. En primer plano, para que se viera el acero perforando lentamente la piel, atravesando la carne, para que brillara la sangre, el rojo de la vida a la fría luz de aquella gran casa. Difundiría el vídeo por todo internet. Escandalizar a los burgueses. Golpear las buenas conciencias. Aterrorizar a todos aquellos borregos idiotizados por el sistema. La elección del lugar no era casual. Aquella inmensa casa sin alma era la encarnación de todo lo que detestaba. Embaldosado impecable, paredes blancas sin nada en ellas, y únicamente esos muebles de diseño que tanto odiaba. Lise ya había oído proclamar al dueño que la sobriedad era la auténtica libertad del ser humano, su liberación de cualquier atadura superflua, pero no se lo había creído ni por un segundo. A ella le parecía, por el contrario, la demostración de que era un individuo sin corazón, sin calor. Su mujer le resultaba más agradable, pero tampoco es que fuera muy afectuosa. En ese momento, Lise pensó en su preciosa moqueta blanca, siempre impoluta, y una sonrisa malvada se dibujó en sus labios. Las manchas de sangre en el suelo inmaculado serían algo terrible para ellos. Su precioso hogar, ensuciado. El orden y la limpieza de su nidito, puestos en entredicho. Hasta puede que fuera lo primero en que se fijaran, sin preocuparse de lo demás.
Lise asumiría las consecuencias. Llevaba meses preparándolo. ¿Bastaría para despertar a su madre de la modorra alcohólica que la abotagaba? No era nada seguro…
—¿Lise? Nos vamos a ir… —dijo una voz al otro lado de la puerta del baño.
—Ya voy, señora Royson.
Lise echó un rápido vistazo a las agujas que relucían en el lavabo, cerró la solapa de cuero del estuche y lo metió en el pequeño bolso de bandolera del que nunca se separaba. Todo estaba listo.
Pero primero, hacer el papel. No levantar sospechas. No fastidiarla.
Estaba un poco nerviosa. Era la noche en que todo iba a cambiar, para siempre. Se sentía capaz. La habían aconsejado bien. En internet. No había que flaquear. Tras meses dándole vueltas, por fin iba a pasar a la acción, ya lo había anunciado. Todos esperaban con impaciencia el resultado. El vídeo. El shock.
Lise salió al pasillo y vio a los padres poniéndose los abrigos. Él la saludó apenas y le dijo a su mujer que iba a sacar el coche del garaje.
—En el frigorífico tienes cosas para cenar —le recordó ella, alta, delgada, rubia, con clase—. Arny está acostado, ha tenido un día duro. Creo que te dejará tranquila. Ya sabes cómo funciona todo, tienes nuestros números de teléfono…
—Sí, señora Royson, no se preocupe, conozco la casa.
—Es verdad… Pero, sobre todo, cualquier cosa que pase, no lo dudes, me llamas.
—Ningún problema.
—¡Ah, el vigilabebés está en la mesa de la cocina!
Lise asintió: también lo sabía. Solo deseaba una cosa, quedarse sola con el mocoso dormido. Era bastante cuidadosa con los niños que dejaban a su cargo, por no decir que se implicaba de lleno con ellos emocionalmente. Arny era la excepción. A aquel crío, lo odiaba. Caprichoso, feo y encima delicado. Cuando le pellizcaba —lo que hacía cada vez que la exasperaba berreando por nada—, se ponía a aullar y no paraba en diez minutos, como si lo hubieran mutilado. Un auténtico gallina. Un niño de papá, que en la adolescencia creería que podía permitírselo todo, uno de esos capullos para los que el dinero no es problema y que solo viven para ejercer el poder. Dominar. Avasallar. Someter. Disfrutar.
Lise continuó con la comedia, esbozando una sonrisa que buscaba tranquilizar a la madre, y esperó a que la puerta se cerrara para quitarse la máscara. Miró con cuidado por la ventana del salón para asegurarse de que el vehículo abandonaba la propiedad, y cuando las dos luces rojas del cuatro por cuatro no fueron más que dos diminutas y lejanas estrellas, apretó los puños en señal de victoria.
Pero no había que alegrarse tan pronto. No había que precipitarse. No tendría una segunda oportunidad.
«Lo primero, cenar, no pasar a la acción en ayunas, porque nunca se sabe. Si tengo que potar, más vale que lleve algo en el estómago».
Se hizo un sándwich untando dos rebanadas de pan de molde con pasta de nube dulce y dejó la encimera de la cocina hecha un desastre. Ahora había que esperar. Al menos una hora, para estar segura de que el capullín dormía profundamente, y también por si había una anulación de última hora y los padres volvían antes de lo previsto. Tiempo que matar. La expresión la hizo sonreír.
«¡Joder, con la de tiempo que paso aburriéndome, la de horas que he debido de matar! Soy toda una asesina en serie…».
Dudó entre zapear en la tele las porquerías del sábado por la noche, navegar por la Red o bajar directamente al sótano a ver una película. La mejor opción era la última. Estaba demasiado excitada para prestar atención a las gilipolleces de la tele o leer en una pantalla, necesitaba evadirse, si no los minutos se le iban a hacer eternos. Y precipitarse estaba fuera de discusión. Aquello era demasiado serio para mandarlo todo a la mierda ahora, después de tantos preparativos, y con aquella motivación…
«No te estarás escaqueando, ¿eh?».
No. No eran excusas para retrasar el momento. Sabía que esa noche pasaría a la acción. Estaba decidido.
«Simplemente no quiero cagarla. Paciencia. Tener tiempo. Para llegar hasta el final. No voy a retroceder. Por supuesto que no».
Cogió el vigilabebés, bajó al sótano, cruzó la sala de deporte de la rubia y abrió la puerta del home cinema. ¡Jo, los Royson no se privaban de nada! Eso estaba claro. A aquel cabrón, al que oía refunfuñar a todas horas que lo freían a impuestos, le quedaba pasta para darse sus gustos… La sala, sin ventanas, estaba totalmente insonorizada y equipada con butacas de cine auténticas. Lise accionó la pantalla táctil del mando a distancia, pulsó la tecla «Ver una película» y todos los aparatos se encendieron a la vez. Se detuvo ante los estantes del fondo para elegir el DVD o el Blu-ray que tendría la dura tarea de distraerla hasta que se sintiera lo bastante tranquila para llevar a cabo su misión.
Optó por Los amos de la noche. La carátula era penosa, pero, para ser una película antigua, el argumento prometía.
Las luces disminuyeron hasta sumirla en la oscuridad, y Lise dejó el vigilabebés en el brazo del sillón.
A los veinte minutos se dio cuenta de que la película la había enganchado, a pesar de ser un poco cutre. Pero no podía dejar que eso le hiciera perder de vista su objetivo principal. Enderezó el cuerpo en el asiento e hizo crujir sus dedos. Tenía ganas de subir. ¿Por qué esperar? Estaba harta.
«¿Y si aparecen esos dos gilipollas? ¿Y si al final se ha anulado su plan? ¿Y si el mocoso aún no está bien dormido y se despierta demasiado pronto?».
Suspiró. No, había que seguir esperando. Por lo menos, otra media hora.
Decidió tomárselo con calma e intentó volver a sumergirse en la película.
Los pilotos del vigilabebés se iluminaron. Primero los verdes, luego los rojos.
«¡Mierda, se ha despertado!».
Si tenía que dejarlo sin conocimiento, lo haría. Esa noche estaba furiosa. Dispuesta a llegar hasta el final. Su mano se posó en el bolso. Dentro, el estuche de cuero con las agujas y la tinta china. Y el dibujo con el papel de calco. Un corazón con una lágrima. Era el tatuaje que había decidido hacerse ella misma. Era ella, era lo que ella sentía y lo que sentiría toda su vida. El hecho de que acabara de cumplir dieciséis años no impedía que lo comprendiera. No se hacía ilusiones. La vida no era más que sufrimiento. Con la familia, los chicos, el instituto, todo…
«¡Joder, Arny, déjame en paz! ¡Que pueda hacerme el tatuaje tranquila! Como me estropees la noche, te juro que…».
No se le ocurrió una amenaza lo bastante fuerte y a la vez lo bastante moderada para poder cumplirla realmente, y los testigos luminosos volvieron a encenderse.
—Mierda.
Puso la película en pausa para oír si el niño lloraba o solo estaba balbuceando en sueños. No oía gran cosa, así que se acercó el aparato al oído.
La música del juguete móvil empezó a sonar, y Lise se sobresaltó.
«¡El muy…!».
Frunció el ceño. ¿Cómo había conseguido accionarlo? El móvil estaba colgado encima de la cuna, y un crío de ocho meses tan gordo y amorfo como él no podía levantarse, que ella supiera.
Otro ruido le hizo torcer el gesto. Una especie de soplo. Como…
«¡Como alguien chistándole a un niño!».
—¡Mierda, han vuelto los padres! —farfulló Lise, frustrada al ver que sus planes se iban al garete.
Se levantó, pero al llegar a la puerta del home cinema se paró en seco. ¿Cómo es que no había oído entrar el coche en el garaje, que estaba justo detrás de la sala?
De pronto, del vigilabebés brotó una voz:
—Liiiiiise…
El corazón de la adolescente empezó a latir a toda velocidad. No lo había soñado. Acababan de decir su nombre. O más bien de susurrarlo lentamente, muy cerca del micrófono. ¿Era una voz de hombre o de mujer? No sabría decirlo. ¿Y por qué iban a jugar con ella los Royson a un juego tan idiota?
«¿Desde la habitación del crío? No…».
Un susurro interminable chisporroteó en el altavoz. Lise dio un respingo.
—Liiiiiiiiise…
¿Quién era? Los padres no podían ser. Jugar con ella no era su estilo. Y así, menos. ¿Por qué no la habían avisado los Royson de que pasaría alguien? No era propio de ellos. Había un problema. Lise lo sentía.
Apretó el vigilabebés en la palma de la mano, sin saber qué hacer. Se había dejado el teléfono móvil arriba, en la cocina. Respiraba ruidosamente, cada vez más angustiada.
Algo arañó el transmisor en la habitación del bebé, y una voz graznó de un modo extraño, pero la adolescente no pudo entender lo que decía.
«Piensa, piensa…».
Algo inteligente tenía que poder hacerse, pero en ese momento las ideas se atropellaban en su cabeza, y Lise no acababa de tomar una decisión. ¿Quién podía ser? Una broma pesada. ¿Dylan? ¿Rob? No, los dos pasaban de ella… Entonces ¿quién? ¿Barb?
«Nadie sabe dónde estoy. Ni siquiera mamá. Solo he dicho que lo haría y subiría el vídeo, pero no saben dónde me…».
Esta vez se sorbieron la nariz en el altavoz. Fuerte.
—Liiiiiise… —dijo una voz áspera y rota—. Te… siento…
Lise notó que le flaqueaban las piernas. Apenas la aguantaban de pie. Le entró el pánico.
«Mierda… Pero ¿qué es esta gilipollez?». Sacudió la cabeza. Era una alucinación. Un mal viaje.
«Pero si llevo tres días sin fumarme un canuto… ¡No es ningún flipe!».
De pronto, cayó en la cuenta de que no había oído llorar al niño. El desconocido estaba en su habitación y, con todo el ruido que hacía, Arny debería haberse despertado. Aquel silencio también era muy inquietante.
Otro resoplido.
—Puedo oírte —anunció la voz—. Voy a… encontrarte…
El vigilabebés se cortó. Lise estaba empapada en sudor, respirando por la boca por el pavor. Apenas se tenía en pie.
El aparato crepitó en su mano. Luego se oyó una sucesión de horribles crujidos, seguidos de unos chirridos agudos, como si alguien arañara una pizarra.
El chasquido del micro al cortarse le hizo dar un respingo y soltar un gemido de terror.
Tenía que huir. Enseguida. Lo sentía por Arny, pero lo primero era salvar su propio pellejo. Una vez fuera, correría a casa de los vecinos para llamar a la policía, ya se encargarían ellos de socorrerlo.
«¡El garaje!».
Era la única salida del sótano. Lise posó la mano en el pomo de la puerta del home cinema, pero se detuvo. No tenía el mando a distancia para abrir la puerta del garaje. ¡No podía salir por ahí!
Todo su cuerpo se puso a temblar. Estaba a punto de desmayarse de miedo.
«No, no, no… ¡Ahora no! ¡Tengo que pirarme!».
La puerta de entrada estaba al final del pasillo que arrancaba en lo alto de las escaleras. Corriendo, podía alcanzarla. Podía hacerlo, estaba convencida, aún tenía fuerzas para subir y esprintar como nunca en su vida. Sí, se sentía capaz.
Hizo girar el pomo y salió al pasillo del sótano.
La luz estaba apagada, aunque ella siempre la encendía cuando bajaba: el largo y blanco pasillo sin ventanas le daba un poco de miedo, así que nunca apagaba los fluorescentes mientras estaba allí, ni siquiera durante la película.
Con la mano libre, buscó a tientas el interruptor. Lo rozó con el índice. Lo pulsó.
Los fluorescentes crepitaron. Hubo un primer destello, mientras parpadeaban, como si la luz tratara de encontrar la respiración.
Y durante el breve instante en que el pasillo permaneció iluminado, Lise vio la silueta, enorme, justo delante de ella.
Sus ojos la miraban. Mal.
Lise soltó un alarido.
La luz volvió a jadear, y las tinieblas se tragaron a Lise mientras sus huesos triturados resonaban contra el alicatado. Se debatió brevemente en la oscuridad, estrangulada por los espasmos del dolor.
Los fluorescentes emitieron varios quejidos, pero siguieron apagados.
El silencio volvió a apoderarse del sótano.