10.
La carne crepitaba y la sangre empezaba a asomar a la superficie, mezclándose con la grasa, que chisporroteaba ruidosamente al arder.
—¡Otra pasada y listo! —anunció Roy McDermott agitando el largo tenedor de acero inoxidable—. El secreto de un buen chuletón a la parrilla es el número de vueltas y el tiempo entre ellas. ¡Eso, y una buena salsa casera!
—Tom le diría que eso es un sacrilegio —respondió Olivia—. Él solo les pone una pizca de sal gruesa.
El interesado asintió con viveza, antes de echar un vistazo a Chad y a Owen, que jugaban con un balón de fútbol americano un poco más lejos, en el césped del anciano. Por su parte, la pequeña Zoey, sentada en una manta al pie de la mesa de madera, no conseguía encajar una pieza azul cuadrada en un agujero redondo y empezaba a enfadarse. La invitación a comer del vecino les había venido de perlas, pensaba Tom. Después de la noche que acababan de pasar, necesitaban distraerse. Zoey se había negado a dormirse hasta que la acostaron entre ellos en la cama de matrimonio, y Olivia no estaba normal. Había tenido que insistirle, entre cuchicheos, para que se dignara explicarle que había «imaginado cosas». Una presencia, un frío repentino, una pesadilla casi tangible sobre la que Tom no supo qué pensar, hasta que cayeron rendidos, muertos de cansancio. Al despertar, Olivia era la de siempre y había desechado sus temores nocturnos de un plumazo. Era una persona pragmática, firmemente anclada en la realidad: las cosas se veían más claras a la luz del sol, bajo la que admitió que se había montado toda una película por culpa del cansancio y los gritos de Zoey. El asunto se había zanjado con la promesa de que Tom no volvería a alquilar películas de terror durante una temporada, o en todo caso las vería solo.
Olivia señaló la enorme y vieja casa de McDermott.
—¿Vive usted solo, Roy?
—¡No, qué va! Luego les presentaré a Margerie. No sale, no está bien de los huesos.
—¿Está aquí? ¿Dentro? ¡No podemos comer en su jardín sin al menos presentarnos! —exclamó Olivia.
—No se preocupe, está descansando. Iremos a saludarla a la hora del postre y le llevaré un plato. ¡Le encanta la carne! Aunque le cuesta un poco masticarla. Es duro hacerse viejo, créame. Renunciar poco a poco a los pequeños placeres de la vida… Por eso yo lucho por todo. ¿Ha oído hablar de ese proyecto de ley que pretenden aprobar en el estado? ¡Prohibir conducir a partir de determinada edad!
—Eso no ocurrirá jamás —aseguró Tom—. No es más que un político que quiere hacerse notar…
—Pues ¿sabe qué le digo? ¡Nadie me impedirá circular jamás! ¡De eso nada! Que se haga un reconocimiento médico para el permiso me parece bien, pero ¿una estúpida prohibición en función de la edad? Y lo siguiente ¿qué será?, ¿una fecha de caducidad obligatoria para todo el mundo? «¡Venga, señor, ahora tiene que irse y ceder el sitio a los jóvenes, se le ha acabado el tiempo, ya no hay bastante aire fresco ni comida para todos, sea bueno y muérase!».
Roy McDermott comprendió que se había exaltado y sacudió la cabeza antes de clavar los dos dientes del tenedor en la carne. Luego la depositó en una tabla de cortar y empezó a hacer tajadas finas, mientras Chad y Owen se sentaban a la mesa.
—Llévense esto para el perro —dijo golpeando el hueso con el tenedor—. No es justo que seamos los únicos en disfrutar del domingo.
El gigante de pelo blanco se sentó con sus invitados, y los Spencer se dispusieron a comer a la sombra de un majestuoso roble, respondiendo a las preguntas fascinadas de su anfitrión. McDermott no sabía nada sobre teatro o televisión, pero mostraba una curiosidad infinita por esos medios tan alejados del suyo. Olivia, que siempre se divertía haciendo un retrato despiadado del mundo de la tele, compartía su plato con Zoey, sentada a sus pies en la manta. Exfamosa, madre modélica, mujer resplandeciente, vecina simpática… Tom admiraba la sencillez y facilidad con que su esposa encadenaba los papeles. Al cabo de un rato se transformó en confidente e hizo hablar al anciano. Durante casi cincuenta años, McDermott había sido el dueño de la ferretería del pueblo, en la que había empezado a los catorce años como simple mozo de almacén. Con el tiempo acabó comprándola, modernizándola y, por último, volviendo a venderla cuando se acercaba su septuagésimo cumpleaños. Una vida entera entre aquellos pasillos, que olían a cola, plástico y madera recién cortada.
—Entonces es usted realmente viejo… —le soltó Chad sin la menor consideración.
—¡Chadwick! —lo riñó su madre, indignada.
—¡Miejo! —gritó Zoey, regocijada.
—No, déjelo, tiene razón, formo parte de los monumentos de Mahingan Falls. Chicos, si algún día tenéis que hacer un trabajo para el colegio sobre la historia de nuestra bendita región, venid a verme, tengo muchas anécdotas que contar.
—Supongo que conocía usted a Bill Taningham… —le dijo Tom.
—¿El anterior propietario de su casa? Sí, claro. Un tipo de Nueva York no demasiado abierto. Solo venía en vacaciones o fines de semana largos, y a veces ni eso. Sigo sin entender que hiciera tantas obras, que lo renovara todo para luego venir tan poco. Y es que hay gente a la que parece que le sobra el dinero… ¡Cuidado, no lo digo por ustedes, eh! Su caso es distinto, viven aquí. Al final van a ser ustedes quienes se beneficien de tanta reforma. Porque lo que es él…
—Taningham tuvo problemas financieros poco después. Se vio obligado a desprenderse de la mayoría de sus segundas residencias.
—Sí, eso he oído… Tessa Kaschinski no pierde ocasión de contar todo lo que sabe. ¡Si tienen algún secreto, ni se les ocurra confiárselo!
—Ya me había dado cuenta —gruñó Tom con la boca llena.
—¿Cómo era la Granja antes? —preguntó Olivia.
Los ojos casi translúcidos de Roy se volvieron hacia la casa de los Spencer, oculta tras la vegetación.
—Igual, salvo por las manos de pintura —dijo el anciano cuando acabó de masticar la carne—. Creo que las obras importantes las hizo sobre todo en el interior. La instalación eléctrica no cumplía las normas. Lo levantó todo, o casi todo. Aislamiento, pintura, nuevos materiales por todas partes… Imagino que tiraría algunos tabiques; parecía uno de esos que siempre encuentran las habitaciones demasiado pequeñas y necesitan juntar varias. Pero no he estado dentro desde hace mucho.
—¿De veras? —preguntó Olivia sorprendida tras darle la última cucharada de puré a Zoey—. Pues espero que venga. Tom siempre tiene una cerveza fría para nuestros invitados. Será usted el primero. Martha Feldman me ha asegurado que vivimos en una de las casas más antiguas de Mahingan Falls. Entonces, ¿no me ha engañado?
—Seguramente no. Es un edificio con… fuerte personalidad, por decirlo así.
—¿O sea…? —preguntó Tom, intrigado.
—Una casa con historia, nada más. ¿Martha no les contó nada?
Olivia sacudió la cabeza e intercambió una mirada inquieta con su marido.
—¿Algo que debiéramos saber?
Visiblemente incómodo, Roy dejó los cubiertos en la mesa, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió los labios con él.
—No se imaginen cosas raras —los tranquilizó—. Es una leyenda, eso es todo.
—¿Qué clase de leyenda? —insistió Tom.
—No estoy muy informado, pero cuando era niño se decía que era la casa de una de las brujas. Ya saben, las brujas a las que quemaron en Salem…
—Lo que nos faltaba… —masculló Olivia cruzándose de brazos.
—En fin, cuentos de críos… Por lo que yo sé, probablemente no es más que una invención para alejar a los curiosos. A los padres no les gusta que sus retoños vaguen por lugares abandonados.
—¿La Granja estaba en ruinas? —preguntó Owen con interés.
—No, en ruinas no, pero sí en mal estado. Diría que estuvo mucho tiempo deshabitada. Hasta finales de los años sesenta, cuando vino un tipo de California y la restauró. Se quedó casi diez años antes de revendérsela a una familia de Maine. Creo que buscaban un sitio soleado… Pero ya saben lo que es vivir en Nueva Inglaterra: para deshabituarte, tienes que hacer las cosas por etapas, y Mahingan era una de esas etapas en la ruta que los conducía poco a poco hacia Georgia o Florida.
—¿Se quedaron mucho tiempo? —preguntó Olivia.
—Cuatro o cinco años, me parece. Luego la Granja sufrió un incendio. Poco importante, pero suficiente para desanimar a los posibles compradores. Hasta la década de 2000, con el abogado de Nueva York al que se la compraron ustedes. Al principio la hizo arreglar, pero sin excederse; su mujer y él no venían a menudo. Después, creo que eran sus hijos los que se quejaban de la falta de comodidades, así que se lanzó a reformarla a lo grande, para revenderla casi a continuación. Y ya está.
Roy irguió su enorme corpachón e indicó por señas a sus invitados que siguieran sentados.
—Voy a por el postre, pero ustedes quédense ahí. Salvo los niños: podéis ir a estirar las piernas si queréis. Sé lo que es ser un chaval de vuestra edad que solo piensa en pasarlo bien.
Mientras se alejaba hacia la casa con una pila de platos sucios en las manos y Chad y Owen cogían el balón para lanzarse pases un poco más lejos, Olivia se inclinó hacia Zoey y le limpió la cara. La pequeña se había puesto perdida de puré. Tom se inclinó hacia su mujer.
—Tessa Kaschinski será muy cotilla, pero se le olvidó contarnos todo esto…
—¿Qué hay de particular que hubiera podido desanimarte?
—No sé, saber que invertíamos en una casa que ha estado abandonada buena parte del siglo XX…
—Taningham la rehízo entera, así que está como nueva.
Tom suspiró.
—Sí, tienes razón.
Sin embargo, no conseguía librarse de una sensación desagradable. ¿Era porque la información les llegaba después de una noche de pesadillas para su hija y su mujer? Olivia parecía tranquila, en absoluto afectada por aquella historia. Al final, el más desazonado era él. No dejaba de ver el rostro aterrorizado de la anciana antes de arrojarse contra la camioneta. Por la noche, al dormirse, podía oír el terrible ruido que habían producido su cuerpo y sus huesos al chocar con la chapa. Aún no había digerido aquella tragedia. Seguía perturbándolo. Pese a todo, quien le preocupaba en esos momentos no era aquella pobre mujer, sino los suyos. Olivia y él tenían por costumbre ser directos en lo referente a sus emociones; era un requisito indispensable para seguir siendo una pareja sólida y unida, incluso después de quince años de matrimonio. De modo que le preguntó sin ambages:
—¿No crees que nuestra casa podría estar encantada?
—¿Qué?
—Solo te pido tu opinión.
Olivia ahogó una risa, que se convirtió en un breve resoplido.
—¿Hablas en serio?
—No sé… Eres tú quien ha pasado miedo esta noche. Y Zoey, que no duerme. Así que…
Tom vio que su mujer consideraba su pregunta seriamente. La conocía lo bastante para interpretar su actitud. Al cabo de unos instantes, Olivia le apretó la mano.
—Cariño, he trabajado en la televisión, por tanto creo en los monstruos. He tratado con un montón, pero con fantasmas, no, nunca.
Tom asintió.
—Vale. Tú eres la cartesiana de la familia, yo soy el soñador. Solo quería poner la hipótesis sobre la mesa, nada más.
Olivia meneó la cabeza con dulzura y le dio un beso en la mejilla. A Tom le encantaba que lo hiciera tan lenta, tan amorosamente. Roy apareció al pie de la escalera de su casa con una gata blanca en los brazos.
—¡Queridos amigos —dijo alzando la voz—, les presento a Margerie!