9.
Fotos de familia enmarcadas salpicaban las paredes; los cuadros estaban colgados; las tulipas, enroscadas; toda la vajilla, perfectamente alineada en los aparadores; no había ninguna caja de cartón por el suelo, ni siquiera tras la puerta de un armario, a excepción de las que contenían las pertenencias de Owen y sus difuntos padres, guardadas en un trastero en la planta de arriba. Olivia se había esforzado para que la digestión de la mudanza fuera lo más rápida posible, de forma que todos se sintieran a gusto en la nueva casa cuanto antes y pudieran dedicar aquel primer verano a familiarizarse con ella, a apropiársela, y no a instalarse. Y parecía estar funcionando. Tom ya se había creado su ritual matutino: iba a comprar el periódico y lo leía tranquilamente sentado frente al océano en Bertie’s, encadenando sus dos o tres macchiatti. Los chicos parecían haber hecho amigos por mediación de Gemma, y la propia Olivia tenía la sensación de estar a punto de encontrar su ritmo. Le gustaban los pequeños ritos tranquilizadores, saber que tal o cual tienda tenía justo lo que le hacía falta, que podía comprar su café en Main Street, que cuando en Main no había sitio podía aparcar detrás de la farmacia, que el ultramarinos ecológico de Oldchester disponía precisamente de sus marcas favoritas. Era una larga lista de nimiedades, justo lo que necesitaba para sentirse bien, para que algo parecido a una rutina tomara cuerpo. Olivia odiaba la monotonía, pero a la vez se amparaba en una serie de costumbres, en realidad triviales. Era su forma de cimentar la vida cotidiana, para poder lanzarse a nuevos encuentros, atreverse a realizar actividades distintas, sabiendo que su base permanecería estable.
Apenas llevaban diez días viviendo en la Granja y ya sentía que sus mentes empezaban a desintoxicarse de la presión neoyorquina. No echaba de menos en absoluto la energía, a veces caníbal, de la ciudad. Ese había sido su mayor miedo. Tras más de dos décadas en una gran urbe cuya vitalidad la galvanizaba al tiempo que la vaciaba día tras día, le asustaba verse de pronto sin ningún carburante exterior. El campo significaba encontrarse frente a frente consigo misma. Allí el ritmo interior no lo marcaban los incesantes flujos de la calle, las tentaciones, la atracción del permanente trajín. Más bien había que creárselo. Buscarlo. Lo había vivido de niña, en los campos de Pensilvania, no lejos de las comunidades mormonas y su insólita sencillez; pero ahora que no estaba sola era muy distinto, tenía que hacer funcionar a toda su familia. Comprobar que cada cual iba encontrando su sitio allí la tranquilizaba y hacía que se sintiera bien. Era feliz.
Sentada en los peldaños del porche trasero con una taza de té caliente en la mano, contemplaba el jardín florecido con una sonrisa en los labios, mientras oía piar a los pájaros.
«Espera a pasar el primer invierno aquí para cantar victoria. Cuando la luz sea anémica y el frío deprimente, cuando haga un poco menos de sol cada mañana, las noches sean eternas, los paisajes desolados y ni siquiera tengas la ilusión de vivir que procuran las grandes ciudades, entonces sabrás si puedes aspirar a ser realmente feliz aquí».
El primer invierno siempre era revelador.
Y estaba el terrible episodio de la anciana que se había suicidado prácticamente delante de ellos. Tom lo había visto todo. Gracias a Dios, ni los niños ni ella se habían percatado hasta que resonaron los primeros gritos. Tom había salido corriendo a ayudar, incluso había hablado con la policía después, mientras ella se obstinaba en llevarse a sus hijos sin que vieran el cadáver. Había sido horrible. Esa misma noche habían hablado de ello largo rato con la esperanza de dejar atrás la tragedia, de impedir que traumatizara a los niños. A Olivia le preocupaba sobre todo Owen, en vista de lo que había vivido. Sin embargo, nadie mostraba la menor perturbación. Los niños eran sorprendentes.
Smaug se acercó y se tumbó a su lado echando la mayor parte de su peso sobre ella.
—No me lo puedo creer, Smaug… ¡Pegarte a mí con la de hectáreas que tienes para ti solo!
Pese a todo, Olivia le acarició la cabeza cariñosamente, mientras se preguntaba cómo organizarse el día. Gemma no tardaría en llegar para encargarse de los niños, aunque Zoey estaba durmiendo (¡por fin!) y los chicos aún no habían salido de sus habitaciones. Olivia se notaba cansada: empezaba a acusar la agitación de las últimas noches. Desde que habían llegado, Zoey, que siempre había dormido estupendamente, tenía pesadillas casi todas las noches, a veces varias seguidas, durante las cuales chillaba aterrorizada, como para despertar a toda la casa. Tom y Olivia se turnaban para calmarla, pero podían llegar a tardar más de una hora en conseguir que dejara de luchar para mantenerse despierta. Ellos lo achacaban a la novedad, tanto de las paredes, que no reconocía, como de los ruidos, tan distintos al constante rumor que la había arrullado en Nueva York durante más de dos años. Pero aquello empezaba a alargarse, y Olivia se preguntaba si debía llevarla a un pediatra, aunque a Tom le parecía una pérdida de tiempo y dinero: Zoey solo era un bebé descolocado por la mudanza, que además estaba justo en la edad de los dichosos «terrores nocturnos»; bastaba con tener un poco de paciencia hasta que se relajara y sustituyera «los tubos de escape y las sirenas por el ulular de las lechuzas y los aullidos del viento entre las ramas —aseguraba—, en una palabra, hasta que se despierte su cerebro de reptil, totalmente embotado por la pátina entontecedora de la civilización». Tom en estado puro. Excesivo en sus peroratas. Pero a Olivia también le gustaba eso de él.
Smaug apoyó el hocico en su pierna.
—¿Qué, gordinflón? ¿También tú te has acabado acostumbrando a la vida salvaje, lejos de tus aceras y de la polución que te llenaba la nariz?
Se acordó de los primeros días, después de que el perro seguramente se diera de morros con algún animal salvaje. Había tardado en atreverse a volver a salir, pese a los ánimos de toda la familia. Incluso ahora, nunca se alejaba mucho del largo rectángulo de hierba podada. El muy idiota ni siquiera iba a hacer sus necesidades al bosque circundante: dejaba su colección de asquerosos regalitos en el jardín.
—No eres muy espabilado…, pero sí un encanto.
Olivia oyó el ruido del coche de Gemma, que se acercaba por el callejón, y se levantó. Había que prepararse. Su mayor angustia tras presentar la dimisión en el canal de televisión no era dejar un trabajo bien remunerado, ni mucho menos renunciar a los focos y la fama, sino que los días pasaran sin tener nada que hacer. Olivia era una mujer activa, permanentemente alimentada por objetivos cotidianos que la empujaban hacia delante. Al venirse a vivir a Mahingan Falls, temía no volver a saber con qué llenar su lista de tareas, y necesitaba encontrar lo antes posible nuevos intereses. Empezar a tejer una red de relaciones era uno de ellos. Sentía el deseo de retornar a sus comienzos, cuando era una joven locutora en las ondas de una emisora minúscula. Añoraba el periodismo. Desde luego, por allí no encontraría motivos para pasarse el día entero recorriendo las carreteras, cosa a la que, por otra parte, ya no aspiraba y que, al no ser de la zona, tampoco se esperaba de ella, por más que su fama pudiera ser un activo. No, más bien pensaba proponer a un periódico local una sección modesta, para empezar.
Alzó la vista hacia las copas de los árboles, al fondo del jardín, y vio la abrupta mole del monte Wendy, que dominaba la región. En la cima, la antena metálica erizada de parabólicas se erguía sobre la ciudad, imperiosa y reluciente al sol, como un crucifijo de los tiempos modernos.
Era la tercera vez desde el inicio de la cena que Chad se golpeaba la cabeza contra la lámpara, que colgaba un poco baja sobre la mesa, instalada en el mirador anexo a la cocina, y ahora se balanceaba sobre los platos y las fuentes.
—Chad, por favor, deja de levantarte como un bruto —le dijo Olivia—. Si quieres algo no tienes más que pedirlo.
—Perdón, mamá. De todas formas, aún es de día, podríamos apagar esa…
Tom alzó la mano con autoridad.
—No discutas, si tu madre te pide algo, obedeces.
—¿Y si me manda a vender droga al colegio? —dijo Chad por lo bajo, sin atreverse a replicar abiertamente, pero a la vez incapaz de callarse.
Sabiendo lo severo que era Tom en cuestión de modales, Olivia prefirió cortar cuanto antes la discusión que se anunciaba. Había pasado un día estupendo, y no pensaba dejar que se lo estropearan ahora que la pequeña Zoey estaba al fin acostada.
—Bueno, chicos, ¿qué habéis hecho hoy? ¿Gemma os sigue pareciendo maja?
—¿Podríamos invitarla a cenar con nosotros? —preguntó Chad.
—¿No tienes bastante con verla seis o siete horas al día?
Owen se encogió de hombros.
—Es guay —afirmó.
—¿Guay? —preguntó Tom, que para alivio de su mujer no volvió sobre el tema del respeto—. ¿Guay cómo? A ver, chicos, ¿no estaréis sucumbiendo a los encantos de vuestra niñera?
—¡No es nuestra niñera! —protestó Chad—. Es nuestra guía en Mahingan Falls. Nuestro ángel de la guarda.
—Mientras conduzca despacio y no os lleve a sitios raros —terció Olivia—, puede ser lo que queráis. Le propondré que se quede con nosotros una tarde.
—Ya trabaja suficientes horas… —le recordó Tom.
—Hoy me he encontrado en el pueblo con Martha Feldman, la chica del ayuntamiento. Conoce bien a Gemma y me ha dicho que necesita dinero para pagarse los estudios en la universidad el próximo curso. No dudará en aceptar todas las horas que podamos ofrecerle. Y ya procuraré que no tenga que hacer nada durante la cena. Digamos que será una especie de… patrocinio encubierto.
—¿Qué es un patrocinio encubierto? —quiso saber Chad.
Tom alzó los ojos al cielo.
—Una de esas expresiones raras que usa tu madre para hablar de algo sin tener que decirlo claramente. Oye, Owen, ¿y tú, ya te has acostumbrado a tu nueva habitación?
Owen se había adaptado lentamente a su familia adoptiva. Poco hablador, al principio había permanecido pensativo, como a distancia de la agitación de los Spencer. Pero con el paso de los meses poco a poco se había ido aclimatando a sus costumbres. Durante las comidas seguía hablando bastante poco, pero escuchaba, reía y a veces incluso se enfadaba, lo que Tom consideraba una prueba de integración.
—Sí, es genial.
—Si quieres hacer algún cambio, mover los muebles, pintar de otro color alguna pared o cualquier otra cosa, lo dices, ¿vale?
—Bueno…, me gustaría saber si las cajas de allá arriba pueden seguir cerradas todavía un tiempo…
Tom frunció los labios y miró a su mujer. Cuando el chico se mudó con ellos, quedó acordado que sería él quien decidiera qué hacer con todas las cosas que habían recogido en su antiguo hogar. Era lo que él quería. Cada objeto significaba algo, reavivaba un recuerdo, y Owen deseaba inspeccionarlos uno a uno cuando estuviera preparado. Olivia aceptó con la condición de poder hacerlo ella también a continuación, para examinarlos a su vez y recordar a su querida hermana, desaparecida de forma súbita en un accidente estúpido. Y desde hacía año y medio esperaba que Owen se decidiera, para acompañarlo, sin presionarlo en ningún momento. Sería cuando y como él quisiera.
—Por supuesto —respondió Olivia.
Tom atrajo a Owen hacia él para demostrarle su cariño. Era superior a él, no pudo reprimirse.
—Pero ¡papá…! —exclamó Chad, indignado—. ¡Ya no es un crío! ¡Owen no necesita arrumacos!
—Perdona —murmuró Tom—, pero cuando me siento así tengo que mostrarlo de alguna manera…
Owen, un poco incómodo, sacudió los hombros y esbozó una sonrisa.
—No pasa nada —dijo.
Rieron suavemente, con buen humor, y mientras acababan de cenar, Tom le preguntó a su mujer:
—Al llegar me has dicho que tenías una buena noticia…, ¿vas a acabar de una vez con este insoportable suspense?
—Estaba esperando el momento adecuado para tener la atención de todos. Esta tarde he conocido a un tal Pat Demmel. Es el director de la radio local.
—No sabía que en Mahingan Falls hubiera una radio…
—Es una empresa muy pequeña, totalmente volcada en el pueblo, pero las instalaciones son buenas, renovadas hace poco.
—¿Has estado allí? —preguntó Tom con falsa suspicacia—. Un desconocido menciona un micrófono ¿y tú lo sigues sin más?
Olivia contuvo una sonrisa. Le encantaba que Tom se mostrara protector, incluso celoso, aunque fuera en broma.
—No hay nada decidido, pero cuando le he hablado de mis comienzos en la radio le ha parecido que estaría bien que lo retomara y que buscara un hueco en la programación para proponerle un espacio. Les faltan ideas y colaboradores competentes, me ha confesado.
Tom abrió las manos ante él, incrédulo.
—¿Cuándo llegamos, chicos? No hace ni dos semanas, ¿no? Y tú, cariño, ya conoces a la mitad del pueblo y te han hecho una oferta de trabajo…
—Con el ogro que tengo por marido, más vale que alguien se esfuerce un poco por mejorar la desastrosa imagen que va a dar nuestra familia —se burló Olivia—. De momento no he contestado nada, antes quería hablarlo con vosotros. No dejé la televisión para volver a ponerme bajo los focos nada más llegar. No quiero imponeros nada.
—Tú misma has dicho que es una empresa muy pequeña, así que no veo dónde está el problema: con radio o sin radio, no cambiarán las cosas. Con tu carrera en la tele, la gente ya se vuelve a mirarte por la calle.
—Eso digo yo, pero es una decisión familiar. Si me lanzo, me ocupará un poco de tiempo de forma regular. ¿Qué pensáis vosotros, chicos?
—¡Ningún problema! —respondió Chad, apenas interesado.
Owen indicó con un gesto que no sabía qué decir, que a él ni siquiera le parecía un tema de debate.
Tom le cogió la mano a su mujer por encima de la mesa.
—Has dicho muchas veces que echabas de menos la radio —le recordó—. Es una oportunidad para divertirte sin presión.
Owen se inclinó hacia ellos con una expresión traviesa.
—¿No vais a pedirle su opinión a Zoey? —preguntó en son de burla.
—No —respondió Tom—, pero voy a proponerle a Gemma instalarle una cama aquí para que se ocupe de ella, ahora que la madre de familia nos va a dejar abandonados…
—¡Thomas Spencer! —bramó Olivia, y le advirtió por señas que no le quitaría ojo.
Rieron de buena gana, y después de ver un rato la televisión en el salón subieron a acostarse. Todo el mundo acusaba el cansancio de la vida al aire libre. Olivia se desmaquilló en el cuarto de baño: nunca salía sin pintarse un poco para tener buen color y resaltar sus ojos. La «chica de la tele» no podía permitirse aparecer desarreglada; cuando la reconocían —varias veces al día—, se esperaba que al menos estuviera tan sonriente como en la pantalla y casi tan guapa, incluso sin maquillaje. De lo contrario, la gente empezaría a murmurar, incluso a mostrarse desagradable. Ejercía una profesión en la que lo principal era la imagen. «Ejercí. Eso se acabó. Ahora voy a ir fundiéndome poco a poco con el ajetreo anónimo de la vida. Requerirá tiempo. Seguiré siendo una cara conocida, los más sagaces me reconocerán de vez en cuando y me preguntarán por qué lo dejé, dando por sentado que me echaron… Luego envejeceré, me olvidarán, y mi vida será casi normal».
Olivia se miró en el espejo. Alguna arruguilla aquí y allá, la parte inferior del rostro no tan firme como antes, los párpados un poco más caídos, pero «la mirada tan viva como siempre», se dijo para tranquilizarse. Su melena también era para estar orgullosa. Nunca había olvidado las palabras de su madre: «Una mujer con un pelo bonito y bien cuidado siempre parece más joven, sobre todo por detrás». Olivia no ahorraba esfuerzos para mimar el suyo. Cogió el tarro de crema de noche y se cubrió la cara con ella para borrar la más mínima duda que la asaltara.
Cuando estuvo lista para irse a la cama, encontró a Tom dando cabezadas sobre la novela que intentaba leer desde hacía una semana. Se la quitó de las manos antes de que se cayera y apagó la lámpara de su mesilla de noche. Desde luego, en aquella familia daba igual que hubieras acabado con los niños y contigo misma, porque siempre quedaba alguien de quien ocuparse…
Dándole vueltas al asunto de la radio, tardó en dormirse más de lo que esperaba. La oferta le hacía una ilusión enorme, las sensaciones que había disfrutado quince años atrás delante de un micrófono aún la estimulaban, pero ¿no lo había dejado todo para volver a una vida centrada en otras preocupaciones? ¿No era aquello la prueba de que una parte de ella lamentaba su decisión? «No, claro que no. Si me apetece, es precisamente porque se trata de una pequeña emisora local. Nada serio, solo por diversión. Recuperar la esencia de lo que me atrajo de este oficio, sin la presión». Estaba irritada consigo misma por su incapacidad para desconectar. Se pasaba la vida inventándose formas de estar en guardia. Soñaba con la apacible pasividad de un día ocioso, pero seguía siendo incapaz de no programar mil proyectos.
Su mente acabó rindiéndose poco antes de las once, mientras la oscuridad se adensaba sobre el pueblo. Debió de tener una pesadilla, porque despertó con una profunda sensación de angustia. Respiraba con dificultad, y casi se alegró de no seguir dormida, antes de comprender que solo era la una de la madrugada y estaba muerta de sueño. Mientras se tapaba la cabeza con el edredón para volver a adormecerse, le pareció oír un llanto lejano.
Se incorporó en la cama. A su lado, Tom roncaba suavemente.
¿De verdad había oído algo? Todo parecía en calma. La tranquila habitación estaba llena de sombras que se alargaban sin fin. El resplandor del despertador digital arrojaba la claridad justa para que Olivia pudiera distinguir la mullida alfombra y, un poco más lejos, el sillón en el que Tom dejaba la ropa al acostarse. Nada ni nadie. Ninguno de los niños…
En el pasillo sonó un gemido ahogado.
«¡Zoey! Otra vez tiene una mala noche».
Comprobó que Tom seguía sin oír nada. ¿Era la mala fe masculina, o es que realmente carecía de cualquier instinto paternal? ¡Casi nunca se enteraba! Apartó el edredón y, sin perder tiempo en ponerse las zapatillas, se acercó a la puerta entreabierta y salió al pasillo. Zoey aún no lloraba, pero su presencia la tranquilizaría, y con un poco de suerte seguiría durmiendo hasta la mañana siguiente.
Olivia no se atrevió a encender la luz para no despertar a Tom o a los chicos (había advertido que Owen nunca cerraba la puerta por la noche), así que se guio deslizando las puntas de los dedos por la pared. La madera crujía, y en el desván, justo sobre su cabeza, la casa chirrió como si se desperezara. «¿Tú también te espabilas? Vuelve a dormirte, y cuida de nosotros, a ver si Zoey deja de tener pesadillas…».
Dobló la esquina del ala en que estaban las habitaciones de los niños. Al fondo, una ventana redonda dejaba entrar el claroscuro de una luna amenazadora, medio oculta tras las nubes. Olivia había colocado dos cortinas tupidas para enmarcarla, sin más función práctica que dar calidez al ambiente. Por un breve instante, le pareció que el cortinaje de la izquierda se movía.
Entrecerró los ojos en un intento de enfocar la mirada a pesar de la densa penumbra, y constató que no había ningún movimiento.
Pero de pronto se sintió observada.
Como si ya no estuviera sola.
Tragó saliva y soltó el aire para recobrar la calma. ¿Ahora le daba por imaginar cosas extrañas en mitad de la noche? «En este pasillo no hay nadie más que tú, ¡así que para ahora mismo!».
Pero era más fuerte que ella. ¿Y si se volvía en ese preciso instante? ¿Se daría de narices con el desconocido que la acechaba? «¿Eres tonta o qué?». ¿Por qué se imaginaba semejantes cosas? La culpa era de la maldita película que Tom les había hecho ver dos días antes, la historia de unos pervertidos que se colaban en una casa. ¡A quién se le ocurría alquilar semejante bodrio en el canal de pago!
Cerró los ojos para concentrarse y vaciar la mente, para ahuyentar cualquier pensamiento perturbador. Bajo sus pies, el entablado estaba frío y Olivia se estremeció. Aquello era una idiotez. Allí estaba, de pie en el pasillo en plena noche, inventándose cosas raras en vez de dormir…
Lo oyó con toda claridad.
Una respiración. Muy cerca.
Volvió a abrir los ojos e intentó penetrar la oscuridad a su alrededor. ¿Sería Tom, que por fin se había dignado acudir para averiguar por qué no estaba en la cama su mujer? ¿Habría despertado a alguno de los chicos?
«Imposible, no he hecho el menor ruido».
Pero no vio a nadie, y cuando aguzó el oído la respiración había cesado.
Observó la ventana redonda al fondo del pasillo, frente a ella. A uno y otro lado, las cortinas temblaban. Se ondulaban intermitentemente, como si fueran la piel de la pared, muerta de miedo.
Aquello era demasiado. Olivia se acercó, atravesando las densas sombras y dejando atrás las puertas de Chad, del trastero y de Owen; alzó la mano y tiró con fuerza de la colgadura de la izquierda.
Papel pintado a rayas blancas y ocres, casi nuevo, colocado en la época en que Bill Taningham había reformado la Granja. Nadie. Solo la suave corriente que se filtraba por la parte inferior de la ventana, apenas entreabierta.
«No sabía que se pudiera abrir. Ya lo ves, no había necesidad de imaginarse estupideces…». Uno de los chicos debía de haberla subido jugando. Olivia volvió a cerrarla y giró sobre sus talones para ir a ver a Zoey cuando una bocanada de aire glacial le dio en la nuca.
Esta vez se quedó petrificada. Aquello no era el viento, ni su imaginación, sino un auténtico soplo frío. Volvió la cabeza. Despacio. Muy despacio. Aterrorizada ante la idea de lo que iba a encontrar detrás de ella.
¿Quién había entrado en su casa? Un psicópata agazapado en la pared, con una sonrisa perversa y una mirada lúbrica, que iba a saltar sobre ella para taparle la boca antes de…
En cierta forma, lo que vio fue aún peor.
El vacío.
Solo el suelo, ninguna presencia. Iba a volverse loca.
Pero cuando Zoey empezó a gritar como si algo le estuviera haciendo daño, la madre de familia supo que no había perdido la cabeza del todo, y se transformó en una leona que se precipitó a la habitación de su hija dispuesta a defenderla con uñas y dientes.
Zoey estaba de pie en su cama y lloraba.
La pequeña señaló con el dedo la esquina detrás de la puerta, y Olivia se abalanzó hacia ella dispuesta a golpear, pero solo encontró una muñeca de plástico con el pelo revuelto, uno de los muchos juguetes de Zoey. Cogió en brazos a su hija y la cubrió de besos, estrechándola contra ella.
—¡Brillan! ¡Brillan! —repetía Zoey.
Olivia examinó la habitación girando sobre sí misma encima de la moqueta, pero no vio nada encendido.
Tenía el corazón a punto de estallar. También ella había pasado miedo.
Un miedo atroz.