2.

El piano oscilaba, en equilibrio sobre la caja del camión de mudanzas, cuando Thomas Spencer vio que la eslinga se partía de golpe y el monstruo de cuerdas, liberado, se desplomaba sobre el nervudo operario que esperaba debajo y lo aplastaba contra el asfalto de la calzada. Con un terrible chasquido líquido, la base del teclado le destrozó la caja craneal en medio de una explosión de sangre negra.

Thomas pestañeó para ahuyentar aquella horrible imagen.

Pese a sus temores, la maroma aguantaba perfectamente y el instrumento bajó del camión sin herir a nadie.

«¿Qué pasa conmigo que siempre imagino lo peor?».

Tom lo sabía: lo que habría debido escribir no eran obras de teatro, sino novelas de terror. Tenía un don para visualizar las situaciones más espantosas.

«A mi fantasía de pirado le ha faltado el estruendo de las cacofónicas notas del piano en el momento del impacto».

Y dale. Hasta el último detalle. Como siempre. Meneó la cabeza, pesaroso, y cayó en la cuenta de que llevaba varios minutos allí plantado, viendo cómo trabajaban los demás, absorto en sus cavilaciones. En ese momento, la voz de su dinámica mujer resonó en la entrada de la casa. Como de costumbre, Olivia había tomado las riendas. Con la pequeña Zoey en brazos, guiaba a los transportistas de una habitación a otra, sin perder de vista a Chad y Owen, los dos adolescentes de la familia. Parecía que se hubiera tomado alguna droga: incapaz de parar, organizaba a todo el mundo, pasando de una cosa a la siguiente con la velocidad de una máquina, sin perder su elegancia natural en ningún momento. Tom se había enamorado de aquel puñado de energía dos décadas antes, al principio —debía confesarlo— porque tenía una figura de ensueño, aunque lo cierto era que ahora su fuerte personalidad le gustaba tanto o más que el resto.

—Dame a Zoey, cariño —le dijo para aliviarla.

—Mejor encuentra a Smaug. Es un perro de interior, me da miedo que la libertad de un jardín se le suba a la cabeza y lo perdamos. Puedo enfrentarme a una mudanza, pero no a tener que anunciar a nuestros hijos que el perro ha desaparecido. ¡Así que búscalo tú!

Con los brazos en jarras, Tom miró a su alrededor. La Granja, como se llamaba su nueva casa, se alzaba a unos diez metros de la pequeña calle, perdida en mitad de una extensión de césped mal cuidado y rodeada de árboles hasta donde alcanzaba la vista. Eso era precisamente lo que les había seducido: una gran casa en una calle sin salida a las afueras del pueblo, acurrucada en su nido de vegetación bajo la mirada de las altas montañas. El polo opuesto de su vida neoyorquina. Un verdadero desafío para urbanitas consumados. Pero, en esos momentos, Tom intuía que aquella apertura al mundo también podía acarrear problemas. ¿Cómo averiguar dónde se había metido Smaug?

Silbó para llamar al dichoso perro y gritó su nombre varias veces. Alrededor de la propiedad no había ninguna cerca, y Tom empezaba a sentir una pizca de inquietud. Smaug se había criado en un piso de cien metros cuadrados del Upper East Side, acostumbrado a sus tres paseos diarios en un medio urbano, y aunque estuviera perfectamente adiestrado, la omnipresencia de la naturaleza debía de haberlo vuelto loco de curiosidad. Tom se culpó de inmediato. ¿Por qué no había pensado en ello antes?

—¿Algún problema? —dijo a su espalda una voz cascada.

Al volverse, Tom descubrió a un anciano con los rasgos tan cincelados por el tiempo como las montañas de Monument Valley. Un cráneo cubierto por una rala alfombrilla blanca y unos ojos de un azul penetrante. Era alto, iba un poco encorvado y sus extremidades parecían demasiado largas. Tom tuvo la sensación de estar ante un jugador profesional de baloncesto de setenta y tantos años.

El hombre le tendió una de las palas que le servían de manos.

—Soy su vecino. Roy McDermott.

—Thomas Spencer. ¡No sabía que tuviéramos vecinos!

—Con toda esta vegetación, es fácil creer que vives aislado en el campo, pero en el barrio de los Tres Callejones hay algunas viviendas. ¿Pensaban que iban a estar tranquilos? ¡Error! Los recién llegados no pasan inadvertidos, ni siquiera aquí. Mi casa es la más cercana, a unos ciento cincuenta metros calle abajo, en la otra acera, el edificio blanco escondido entre los sauces. ¿Qué ocurre, han perdido a alguien?

Hablaba con el acento característico de la gente de aquella parte de Nueva Inglaterra, comiéndose la mayoría de las erres.

—Sí, al perro. El bosque ¿llega muy lejos por esta parte?

Roy enarcó las cejas en un gesto que expresaba por sí solo la vastedad de aquellos parajes.

—Partiendo de allí, se puede llegar hasta las montañas y más allá. Pero yo que usted no me lanzaría a semejante aventura sin un mínimo de preparación. Además, créame, los perros no son idiotas. Cuando el suyo tenga hambre de verdad, encontrará el camino de vuelta a casa.

—Es un puro producto de ciudad…

—¡Razón de más! No sabe cazar para comer. Volverá cuando le apriete el estómago.

Tom asintió, pese a no estar muy convencido.

—¿Hace mucho que vive en Mahingan Falls? —le preguntó al anciano.

—Nací y me crie aquí —respondió Roy con orgullo.

—Bueno, pues me alegro de tener un vecino de la zona, nos ayudará a integrarnos.

—¿No hay nada que los una a este sitio?

—No, salvo el flechazo por la casa, y una apuesta del todo disparatada…

—¿En qué sector profesional se mueve usted?

Tom hizo una mueca un poco sarcástica.

—Esa es precisamente la apuesta disparatada. Digamos… Necesidad de aire, de cambiar radicalmente de vida.

Roy esbozó una amplia sonrisa, que dejó al descubierto sus dientes, muy blancos y perfectamente alineados. Fundas, supuso Tom.

—Entonces han dado en el blanco. Mahingan Falls es un pueblo perdido, cierto, pero ya verá, vivir aquí es desacelerar, aquí todo va más lento. Incluso para los chicos —añadió el anciano señalando a Chad y a Owen, que corrían por el césped delante de la propiedad.

—Le ofrecería una cerveza, pero me temo que el frigorífico aún está vacío…

Roy le dio unas palmaditas en la espalda y, con su gran barbilla, señaló el camión de la mudanza.

—Tiene cosas más importantes que hacer. Les dejo que se instalen. Solo venía a darles la bienvenida.

Antes de irse, Roy McDermott echó un último vistazo a la familia Spencer y, al ver que los dos chavales dejaban el jardín y se internaban en el bosque, extendió el nudoso índice en su dirección.

—Por cierto, tal vez debería advertir a sus hijos de que no se alejen demasiado…

—¿Es peligroso el bosque? —le preguntó Tom, sorprendido.

Roy torció el gesto un instante, antes de responder:

—Digamos que es bastante salvaje por esa parte y ellos no tienen el olfato de un perro. Podrían perderse. Dígales que, si se tercia, los llevaré a dar una vuelta para enseñarles unos cuantos sitios.

Tom asintió y siguió con la mirada al anciano, que bajaba la calle a buen paso de vuelta a Shiloh Place y acabó desapareciendo tras la vegetación.

Luego observó a Chad y a Owen. Jugaban con unos palos y empezaban a adentrarse entre los árboles. Sobre ellos se alzaba la imponente silueta del Wendy, el alto y escarpado monte que dominaba toda la región. Reflejos metálicos brillaban cerca de su cima, donde una larga antena volvía sus parabólicas hacia el pueblo y los azulados cielos.

«Un bonito día de verano», se dijo Tom. Se habían lanzado a una nueva vida siguiendo un impulso casi irracional, pero ahora que contemplaba aquel paisaje bucólico, ya no sentía tanta aprensión. Olivia y él tenían razón. Irse de Nueva York era lo mejor que podían hacer.

Mahingan Falls sería su nuevo hogar.

Recordando las últimas palabras de Roy McDermott y el brillo levemente inquieto que había captado en su mirada, Tom silbó en dirección a los dos chicos para indicarles por señas que no se alejaran más.

La familia tenía tiempo de sobra para perderse. En grupo.


Chadwick inspeccionaba el lindero del bosque con ojos golosos. Ya se imaginaba mil formas de divertirse. Desde explorar hasta construir una cabaña, pasando por observar con prismáticos o cazar armado con su tirachinas. Aquella nueva vida empezaba a gustarle. Y Mahingan Falls también, por lo que había visto hasta entonces. Un local con máquinas de videojuegos en el centro del pueblo, una pista para monopatines a la orilla del mar, justo al lado de una tienda de cómics, y aquella enorme área de juegos… Presentía que iban a ser felices allí.

—Chad, tu padre acaba de decir que no sigas —le recordó Owen.

—Creo que por allí hay un sendero, un poco más adelante, al pie de la montaña, ¿lo ves?

—No, hay demasiados árboles.

Owen era más bajo que él, pensó Chad.

—Debe de ser un camino de patrulla o algo por el estilo. Vamos a mirar.

—Ahora no, Tom no parece muy conforme.

A veces, Owen podía ser muy irritante, en especial por su sumisión a los padres. Chad lo apreciaba un montón, pero había muchas cosas que los diferenciaban. En primer lugar, el físico: en Chad, pese a sus escasos trece años, empezaba a vislumbrarse un asomo de corpulencia, con delgados músculos incipientes, mientras que Owen seguía siendo un poco niño. Pelo cortado al cepillo, el uno, y pelambrera desgreñada, el otro. Y así con todo. Tom y Olivia no eran el padre y la madre de Owen, pero de todas formas hacía casi año y medio que vivía con ellos, y en opinión de Chad ya iba siendo hora de que mostrara un poco de carácter. Estaba a punto de insistir cuando le vinieron a la mente las palabras de su madre. Tratar bien a Owen. Cuidar de él. La tragedia que había sufrido lo hacía más frágil, eran su nueva familia y Chad debía comportarse como un hermano cariñoso, un hermano mayor protector, aunque tuvieran la misma edad.

—Vale, muy bien… —rezongó—. Pero volveremos, ¿de acuerdo?

Owen asintió con convicción. Se notaba que también a él le intrigaba aquel sitio, que se ofrecía a ellos como un territorio a conquistar.

Los chicos se disponían a retroceder sobre sus pasos cuando, a unos veinte metros en el interior del bosque, la maleza se agitó.

—¿Qué ha sido eso? —exclamó Owen.

Chad se puso de puntillas para intentar distinguir algo.

—Smaug, ¿eres tú? —gritó.

Los arbustos volvieron a moverse, esta vez más lentamente, y unos helechos se inclinaron hasta tocar el suelo en dirección a los dos chavales.

—¿A qué juega este perro? —preguntó Owen extrañado—. ¿Nos quiere sorprender o qué?

Las ramitas chasqueaban a medida que algo se acercaba a ellos. De pronto, el labrador de la familia surgió de la nada, se lanzó hacia ellos a toda velocidad, como un galgo en plena persecución, y derribó a Chad a su paso. Corría con el rabo entre las piernas, con cara de pánico, en la medida en que Chad era capaz de interpretar las expresiones de su perro, y aunque el chico tenía la nariz pegada a la hierba, le dio la sensación de que Smaug apestaba a orina.

—¿Estás bien? —le preguntó Owen—. Se ha vuelto loco… ¿Qué le ha dado?

Chad se puso de rodillas.

Detrás de los dos muchachos, a menos de diez metros, los helechos seguían inclinándose a medida que algo se acercaba a ellos. Pero su atención ya estaba en otra cosa.

El aterrorizado Smaug se precipitó en la casa y chocó con uno de los trabajadores, que estuvo a punto de caer al suelo con la caja que transportaba. Un instante después, se oyó un estrépito de vajilla rota, y Olivia empezó a despotricar contra el perro, que siempre estaba haciendo de las suyas.

Owen dejó escapar un inicio de risa. La situación se ponía interesante, así que le indicó a Chad por señas que se levantara para ir corriendo a ver qué pasaba en la Granja.

Se alejaron del lindero del bosque en el preciso momento en que, detrás de ellos, los arbustos se estremecían por última vez.


Unas cuantas cajas de cartón desmontadas y amontonadas en un rincón eran el único vestigio de la mudanza en la cocina. Los electrodomésticos colocados y enchufados, la vajilla ordenada en los armarios e incluso la pizarra Velleda para el reparto de tareas, colgada en una de las paredes, daban fe de la energía desplegada por Olivia para que al menos una habitación estuviera lista para la noche. Toda la familia cenaba alrededor de la mesa central, por la que estaban repartidas las cajas de comida china que había ido a buscar Tom.

Como su padre no había conseguido dar con la sillita alta, la pequeña Zoey comía sentada en las rodillas de su madre, desde donde lanzaba miradas inquietas a Smaug, acurrucado en un rincón.

—¿Perro, susto? —preguntó con su hilillo de voz.

—Sí, hoy Smaug ha pasado un poco de miedo —confirmó Olivia—. No está acostumbrado al campo. Es un miedica.

Olivia le hablaba a su hija sin filtros, y como en su opinión se podía decir todo, se lo explicaba todo, sin preguntarse si una criatura de dos años podía entender o no lo que le contaba. Comunicarse no hacía daño a nadie, le decía a todo el que quería escucharla.

—¿Cómo se las va a arreglar para hacer pis? —preguntó Chad preocupado—. Si ya no quiere salir…

Tom lo tranquilizó:

—Smaug ha debido de darse de narices con un hurón o un mapache, y se ha llevado un susto de muerte, pero se le pasará. Le pondré las galletas fuera, y verás qué pronto sale.

—Chicos —intervino Olivia—, mañana quiero que ordenéis vuestras habitaciones, ¿entendido? Abrís todas las cajas que llevan vuestro nombre y buscáis un sitio para cada cosa. Ahora disponemos del triple de espacio, así que lo tenéis fácil. Tom y yo iremos a comprar lo que necesitamos, y vosotros conoceréis a Gemma, la chica que va a cuidaros.

—¿Es de fiar? —le preguntó su marido.

—Me la recomendó la agente inmobiliaria, la señora Kaschinski. Creo que es su sobrina. Dijo que pondría su vida en manos de ella. De todas maneras, si mañana no se presenta, lo dejamos correr y nos repartimos las tareas de otra forma. Pero me vendría muy bien un poco de ayuda para comprarlo todo, la verdad.

Tom asintió y le rozó la mano con una caricia que significaba que podía contar con él.

Poco después, cuando los chicos ya estaban acostados y la pequeña Zoey dormía en la habitación del matrimonio, Olivia se quedó un buen rato bajo la ducha, antes de ponerse un camisón que parecía más bien una camisa de leñador de talla extragrande.

—¿Que hayamos dejado la vida de ciudad supone que tengas que cambiar la seda y el satén por la franela?

—Me adapto. Pero no te asustes, no me disfrazaré de vaquera todas las noches… —más que deslizarse bajo el edredón, Olivia se desplomó junto a Tom, que hojeaba una revista literaria, y, con la voz medio ahogada por el almohadón, añadió—: Ya sé que te mueres de ganas por estrenar nuestra nueva casa, pero esta noche no tengo fuerzas. Debes saber que sufro una gran frustración: he comprendido que no soy Superwoman.

Tom le acarició el pelo.

—No has parado un segundo. Me preguntaba en qué momento te derrumbarías…

—Prometido: haremos el amor en todas las habitaciones. Dame solo dos o tres años para recuperarme de este día.

—Olvidas que tenemos hijos —respondió Tom inclinándose hacia su mujer—. Se acabaron los tiempos en que podíamos echar un polvo improvisado donde se terciara.

—Zoey, guardería; los chicos, al cole… —murmuró Olivia en estilo telegráfico.

—Estamos a mediados de julio, en plenas vacaciones. Vamos a tener que esperar un poco…

Con un esfuerzo sobrehumano, Olivia sacó una mano de debajo del cuerpo, agarró a su marido del cuello del pijama y lo atrajo hacia ella.

—Me da igual, los abandonaré en la calle en nombre del fornicio. Soy una madre desnaturalizada. El sexo antes que los niños. Pero ahora, ¡buenas noches!

Olivia le tendió los labios para que la besara, se volvió y tardó menos de dos minutos en quedarse dormida.

Tom intentó concentrarse de nuevo en la lectura, pero los ojos le resbalaban por las palabras sin que la mente pudiera agarrarse a ellas. Dejó la revista y contempló la habitación, iluminada apenas por la lámpara de su mesilla de noche. Era enorme. El suelo estaba cubierto con una gruesa moqueta, y la pintura, impoluta, demostraba que la Granja había sido totalmente reformada hacía menos de dos años. Luego su mirada se paseó por las tres anchas ventanas, cuyas cortinas se había limitado a correr, sin cerrar los postigos exteriores. Puede que al amanecer lo lamentaran, cuando el sol empezara a dar de lleno sobre la fachada este, pero Tom contaba con que los árboles tamizaran las primeras luces.

Aquella casa era grande. Muy grande. Y muy silenciosa. Tardarían en acostumbrarse. Pensándolo bien, no era tan tan silenciosa, pero habían pasado muchos años arrullados por el incesante rumor de la calle neoyorquina. Allí no se oía más que algún que otro crujido de la madera, la pizca de aire que pasaba por debajo de las puertas, el correteo de una ardilla por el tejado o el roce de las puntas de las ramas en los cristales de las ventanas. Cada vivienda tenía sus propios ritos sonoros, y habría que acostumbrarse a los de la Granja.

Una tabla del suelo chirrió en el pasillo, y Tom se preguntó si se habría levantado uno de los chicos.

«Seguramente es la casa, que respira. Como todas las casas viejas».

Aguzó el oído, pero el ruido no se repitió, aunque al cabo de un rato le pareció oír algo en la planta baja.

«Es ese idiota de Smaug, nada más».

Tom intentó desentenderse, pero se dio cuenta de que estaba en guardia.

Para cuando acabaran las vacaciones ya se habrían habituado, se dijo para tranquilizarse. Ahora era su casa. Su guarida. Solo necesitaban un poco de tiempo para calentar el nido y sentirse totalmente a gusto en él. No obstante, en esa solitaria hora, Tom fue presa de una terrible duda. Deseaba con toda el alma haber acertado. Ni Olivia ni él tenían un plan B.

Otro crujido le respondió en algún punto de la oscuridad.

No sabía si la casa pretendía tranquilizarlo o burlarse de él sin piedad.