32.

Se llamaba Jenifael Achak.

Era hija de un tratante en pieles y una india, probablemente de la tribu de los pennacooks, aunque nadie pudo establecer con certeza la fecha de su nacimiento, solo que había llegado a Mahingan Falls hacia 1685, rondando la treintena, tras vivir unos años en la lejana localidad de Dunwich, conocida por su aislamiento y la endogamia y dudosa moralidad de sus habitantes.

Jenifael Achak se instaló en el pueblo con sus dos hijas pero sin marido, lo que no jugaba precisamente a su favor, y menos aún cuando se supo que no frecuentaba ninguna de las tres iglesias que ya existían en el lugar. La mujer atrajo sobre sí toda la paranoia y la crueldad de lo que con el tiempo se convirtió en el caso de las «brujas de Salem». Todo empezó con rumores, delaciones y, en Salem Village, chicas que aseguraban haber sido hechizadas, lo que más tarde los historiadores interpretaron como otras tantas formas de ventilar rencillas entre familias y conflictos de intereses. Pero los testimonios se acumularon: visiones espantosas, maleficios y pactos contra natura, todo bajo el influjo de Satán. No tardó en reinar un clima de desconfianza general en el que cada cual señalaba a su vecino, al forastero o a la mujer que no se integraba en la comunidad. El contexto se prestaba a ello de manera particular: el glacial invierno de 1692 había dejado a la población exhausta y hambrienta, el territorio salvaje rodeado de belicosos indios exacerbaba la sensación de inseguridad y no había ningún gobierno legítimo para poner orden y encauzar la cólera. Los ánimos se calentaban, los rencores alimentaban las tensiones, solo faltaba la chispa de la religión para incendiar toda la zona. Eran otros tiempos. Más duros. Más crueles. La vida era difícil, cada cual tenía que luchar día tras día para satisfacer sus necesidades en un mundo violento y aislado entre inmensos, peligrosos e inquietantes bosques.

Las primeras denuncias se produjeron justo antes de la primavera, y en las semanas siguientes el ejemplo cundió en la mayoría de los pueblos de la región. Las víctimas se enfrentaban a hordas de acusadores que no les daban más opción que confesar la práctica de la brujería o morir ahorcadas. Se formaron clanes. Aquellos que prefirieron mantenerse al margen fueron también calumniados, y a menudo detenidos bajo la acusación de complicidad con el diablo.

Jenifael, diferente y acostumbrada a vivir de sus conocimientos sobre la naturaleza, heredados de sus antepasados, no se libró de la persecución. En Mahingan Falls hubo incluso quien aseguró haberla visto fornicando de noche con cerdos y con un macho cabrío. Le imputaron los terneros deformes y las muertes prematuras de los recién nacidos. Una auténtica oleada de odio se abatió sobre ella. Acusaron a sus hijas de no ser humanas, sino el fruto del comercio carnal de su madre con el demonio. Fue el blanco de un encarnizamiento tal que más tarde acabó achacándosele que había sido la amante de varios notables del pueblo. En las anotaciones relacionadas con su arresto, las audiencia y el «proceso», se encontraron numerosas alusiones a su belleza, de donde se concluyó que las esposas de los adúlteros habrían urdido en la sombra una venganza personal.

Jenifael fue encarcelada, lo mismo que sus hijas, a las que se tuvo buen cuidado de alejar de su madre, y tras días de largas «confesiones» que la dejaron incapacitada para andar durante semanas, confesó sus diabólicos crímenes. A cambio de describir con detalle los filtros y encantamientos que supuestamente utilizaba, se le prometió que sus hijas obtendrían la libertad e ingresarían en un orfanato de Boston. Pero el día de la ejecución, las niñas fueron conducidas a la plaza para presenciar el castigo impuesto a su madre, con el fin, se dijo, de curarlas de cualquier futura inclinación perversa. Sin embargo, la muchedumbre congregada allí ese día, enardecida en parte por varias alborotadoras llegadas expresamente de Mahingan Falls, se desmandó. Los archivos conservados hablan de gritos, voces que exigían la lapidación de las niñas y un clamor que pedía su escarmiento antes de que se transformaran en poderosas adoradoras del Maligno. La tensión creció, la rabia aumentó, la locura se apoderó del público, y lo que había empezado con unas cuantas bofetadas al paso de las pequeñas se convirtió en una lluvia de piedras y golpes, hasta que los guardias, superados y asustados, abandonaron a las prisioneras a su suerte. Cada cual agarró lo que pudo de las dos jóvenes víctimas y todos tiraron de ellas en un frenesí colectivo de demencia sádica.

Desde su jaula de hierro, Jenifael Achak asistió impotente a la muerte de sus aterrorizadas hijas bajo un enloquecido alud de golpes.

A continuación, la bruja recibió diez bastonazos por el perjuicio causado al pueblo. Le partieron cada una de las extremidades en cinco trozos por haber mentido al principio, tras lo cual se enfrentó al suplicio del garrote hasta perder el conocimiento. Reanimada por un médico, la colgaron por las axilas de la horca, desde donde la iban bajando al centro de la hoguera para que ardiera viva entre las llamas sin morir asfixiada por el humo, como solía ocurrir en ese tipo de ejecuciones. La cuerda que le pasaba por debajo de los brazos fue alzada en seis ocasiones, según los documentos, para sacar del fuego a la condenada antes de que sucumbiera y proporcionarle aire fresco, y bajada de nuevo una y otra vez hasta las densas llamas. Murió cuando sus hombros cedieron y su cuerpo se soltó de la cuerda y cayó de una vez por todas sobre los llameantes haces de leña, entre los vítores de una muchedumbre histérica.

Gary Tully había recogido los hechos en su decimoctava libreta negra. La historia de Jenifael se le había impuesto súbitamente en el curso de sus lecturas, cuando decidió profundizar en el famoso mito de la brujería y en particular en aquel trágico episodio de Nueva Inglaterra. Su interés no tardó en convertirse en obsesión. Todo había comenzado con el descubrimiento en un grabado de la época del rostro de la joven india, que lo había fascinado. El propio Tully lo admitía: probablemente lo único que Jenifael Achak y sus compañeras tenían de brujas era la excentricidad de no estar cortadas por el mismo patrón puritano que los habitantes de la región, muy cohesionados y muy religiosos. No tenía poderes diabólicos ni ejercía influencias nefastas, aunque quizá había recurrido al expediente de la fornicación con uno o varios notables a cambio, era de suponer, de alimentos, algún animal o un puñado de monedas que le ayudaran a mantener a su familia. Pero, bruja o no, Tully empezó a sentir un enorme deseo de averiguar más cosas sobre ella. El asunto se precipitó en el otoño de 1966, cuando se decidió por fin a visitar Nueva Inglaterra, la tierra de Jenifael Achak, primero Dunwich, luego Danvers (el nuevo nombre de Salem Village) y finalmente Mahingan Falls.

Tully lo había resumido en un párrafo de letra apretada, que Tom leyó varias veces sentado ante el escritorio, mientras fuera un violento chubasco borraba el paisaje.

No creo en el destino, sino fundamentalmente que las energías psíquicas que constituyen a los seres vivos pueden entrelazarse hasta formar un complejo entramado al que llamamos «espiritismo». Puesto que la muerte solo es la ruptura de la membrana que contiene esa energía personal, cabe pensar que nos movemos dentro de un baño de fuerzas diversas, a la mayoría de las cuales somos impermeables, salvo que realicemos ejercicios regulares o poseamos facultades naturales para percibir esos entrelazamientos en cuyo seno vivimos. Los más obstinados y dotados de entre nosotros sabrán interactuar con esos vestigios de vidas anteriores, desperdigados y, muy a menudo, también ellos desamparados, incapaces de comprender y de actuar bajo esa forma totalmente desprovista de conexión con el mundo físico. De ese modo podrán establecer un vínculo, por débil que sea, entre el éter de las energías esparcidas y las energías contenidas que somos individualmente. En ese sentido, no creo en el destino, sino en el hecho de que ella me ha guiado hasta aquí. Desde el principio, es ella quien me inspira, haciendo que sus fluidos invisibles influyan en los míos. Ahora lo sé. La encontré y no puede ser mera casualidad. Ella lo quería. Voy a vivir aquí, en sus tierras.

La libreta acababa con esas palabras.

La siguiente, la decimonovena, aunque no estaba fechada con precisión, parecía iniciada varios meses más tarde, si no todo un año después, porque Tully mencionaba la primavera y varios asuntos que habían requerido tiempo, empezando por su instalación en Mahingan Falls, las largas obras para rehabilitar la casa que había comprado en los Tres Callejones y sus investigaciones sobre Jenifael Achak.

Al oír que los chicos entraban en casa, Tom interrumpió la lectura y decidió que ver cómo estaban era más importante que satisfacer su propia curiosidad. Sin embargo, le dio unos golpecitos a la gruesa tapa de cuero de la libreta, dubitativo. Por apasionante que estuviera resultando su lectura, más que contestar a sus preguntas, lo único que hacía era añadir más interrogantes.

Encontró a los dos adolescentes empapados por la lluvia, acabándose un refresco de limón en la cocina, y no pudo evitar pensar en el infierno que había vivido aquella pobre mujer. Si él hubiera tenido que asistir a la tortura de Chad y Owen, habría enloquecido hasta arrancarse las uñas contra los barrotes de la jaula.

Gracias a Dios, los tenía allí, sanos y salvos. «Un poco traumatizados, eso sí…».

El «incidente» de Smaug los había conmocionado a todos. Durante dos días, los lazos familiares se habían estrechado, con Olivia intentando hacerles verbalizar lo que había pasado y las emociones reprimidas, lo cual no había acabado de funcionar con Owen y Chad pues seguían mostrándose muy taciturnos. Tom había sugerido la posibilidad de que Smaug estuviera enfermo y, en un momento de lucidez un poco extrema, hubiera decidido terminar sin más demora para deja de sufrir. Era la hipótesis por la que él se inclinaba personalmente. Pero, una vez más, apenas tuvo efecto en ninguno de los dos chicos.

Ese mismo día habían pedido que les dejaran ir al pueblo para pasar la mañana con sus amigos, lo que a Olivia le había parecido positivo. El duelo requeriría tiempo, lo sabían, y ella temía sobre todo el impacto traumático que pudiera tener el modo en que el perro se había inmolado delante de ellos. Nadie lo olvidaría, y menos unos adolescentes de trece años.

Tom charló con ellos antes de que subieran a sus habitaciones y luego decidió salir fuera a reflexionar un poco, en una de las tumbonas, bajo la cubierta de la galería. Pese al mal tiempo, aún hacía calor, y contemplar el diluvio sin mojarse era un buen entretenimiento. En esas estaba cuando una alta silueta familiar apareció a un lado de la casa.

Roy McDermott agitó la mano para saludarlo. Llevaba un sombrero de cowboy que chorreaba agua. Nada más verlo, Tom supo que no venía a hacerle una simple visita de cortesía.

—¿Cómo están los chicos? —le preguntó el anciano.

—Bastante callados.

Roy asintió, pensativo.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le preguntó Tom.

El anciano expulsó el aire lentamente por la nariz y lo miró con los labios fruncidos. Permaneció en silencio unos instantes sin apartar la mirada de Tom, que empezaba a sentirse un poco incómodo.

—Sé que luego voy a lamentarlo… ¿Me acompaña a un sitio, Tom?

—¿Qué sitio? Sus aires de misterio no resultan nada tranquilizadores…

—Le va a interesar, confíe en mí.

Roy McDermott se volvió y, con un gesto de la mano, lo invitó a seguirlo.


Roy no dijo prácticamente una palabra más durante todo el trayecto a Oldchester, el barrio del otro extremo del pueblo. Entró en Prospect Street y aparcó al pie de un edificio marrón de dos plantas, frente a las agujereadas vallas de un enorme complejo de chalets ruinosos. Para muchos habitantes de Mahingan Falls, Oceanside Residences simbolizaba el exceso de ambición y recordaba a cada cual que a veces era mejor estarse quieto. Doug Gillespie había pagado un alto precio por no hacerlo. Gillespie no era más que un pequeño agente inmobiliario local deseoso de aprovechar el comienzo de la recuperación económica tras la recesión de principios de los ochenta, cuando olió un negocio potencialmente colosal al enterarse, en pleno revolcón extraconyugal, de que el ayuntamiento proyectaba calificar como urbanizables los eriales del sur del pueblo. Con su labia natural, obtuvo un préstamo considerable, hipotecó sus bienes y se rodeó de una docena de inversores importantes para comprar los terrenos antes de que su precio se disparara y construir en ellos lo que iba a convertirse en un nuevo sector residencial en las proximidades del océano y del centro escolar, dotado de las comodidades más modernas. Dos docenas de chalets emergieron del suelo y se asfaltaron varias calles, pero Gillespie, que ni siquiera era un buen agente inmobiliario, no tenía madera ni de emprendedor ni de promotor. Las ventas anticipadas fueron catastróficas, y el dinero se había dilapidado demasiado deprisa en el frenesí de la construcción. Sin dar tiempo siquiera a que se instalaran los primeros habitantes, Oceanside Residences fue declarado muerto antes de nacer, puesto que el único chalet ocupado era el de Doug Gillespie, su mujer y sus hijos. El aprendiz de magnate había crecido demasiado pronto, y queriendo tocar el sol con la punta de los dedos, acabó por carbonizarse los brazos.

Una noche de diciembre de 1985 se arrojó desde lo alto de Mahingan Head sobre las rocas del espolón, no sin antes evitarle la vergüenza y las deudas a su familia destrozándoles la cabeza a sus cuatro miembros con un atizador.

El proyecto inmobiliario abandonado nunca se había retomado, ni siquiera cuando la demanda de vivienda se aceleró meses después. Se había concebido mal y a bajo precio, y su mala reputación acabó por ahogar cualquier esperanza. La demolición prevista tampoco se produjo nunca, nadie quería gastar un solo dólar más en aquel barrio fantasma bordeado al sur por yermos terrenos pantanosos. Ahora era el paraíso de los niños que buscaban emociones fuertes, porque, por supuesto, se decía que estaba habitado por los espíritus de los Gillespie, o servía a los no tan niños de refugio providencial, donde al caer la noche se intercambiaban besos tórridos, porros e incluso jeringuillas.

Tom puso los brazos en jarras y observó las fachadas desconchadas, los hierbajos que surgían de las grietas del húmedo asfalto y los musgosos tejados del otro lado de la calle. Una breve bonanza los preservaba de la lluvia infernal que azotaba la costa desde la víspera.

—Un paseo encantador, Roy.

—No vamos allí, sino aquí —respondió el anciano extendiendo el encorvado índice hacia una ventana del primer piso del edificio junto al que se encontraban.

Un neón verde en forma de mano brillaba delante de una cortina gris. Sobre el dintel podía leerse: MÉDIUM.

—Me toma el pelo, ¿verdad, Roy?

Por toda respuesta, su vecino empujó la puerta y entró en el inmueble, justo en el instante en que volvía a chispear. Tom meneó la cabeza.

—No puede ser… —dijo entre dientes sin saber realmente si aquella chifladura le parecía absurda o divertida.

Una vez arriba, entraron en un amplio piso que ocupaba toda la planta y en el que Roy parecía estar a sus anchas.

—Cierre y eche el cerrojo —le indicó a Tom—. Martha no querrá que nos molesten, y los habituales entran aquí como si fuera su casa.

—¿No es lo que acabamos de hacer nosotros? Ni siquiera hemos llamado…

—El pestillo no estaba echado, ¿verdad? Entonces, somos bienvenidos. Vamos, descálcese.

El salón, decorado con gusto, mezclando cierto exotismo tribal con mobiliario antiguo, tenía las paredes llenas de viejos carteles de espectáculos de magia de principios del siglo XX y terminaba en una cocina americana. Tom percibió un ligero olor a especias.

Se oyó el tintineo de una cortina de cuentas, y apareció una mujer de unos sesenta años con una impresionante mata de pelo blanco sujeta con dos largos palillos. Era bastante alta, con los hombros anchos y pechos generosos, realzados por un escote que mostraba numerosas manchas de sol, y llevaba un pantalón de lino beige que no disimulaba su gruesa cintura. Examinó a sus visitantes por encima de unas gafas de media luna, y a Tom le impresionó la intensidad de sus ojos azules.

—Así que te has decidido… —le dijo a Roy, que se limitó a señalar a Tom.

—Martha, te presento a Tom Spencer. Tom, esta es Martha Callisper.

—¿Por qué tengo la desagradable sensación de ser el único que no sabe lo que se trama aquí? —preguntó Tom.

—¿No le has dicho nada? —se extrañó Martha.

Roy se encogió de hombros.

—He pensado que sería mejor que lo hicieras tú.

—¡Roy McDermott, tan cobarde como siempre! —refunfuñó la mujer—. Señor Spencer, si es tan amable de seguirme…

Tom se disponía a protestar, pero Martha volvió a atravesar la cortina de cuentas y Roy le indicó que la siguiera.

—Confíe en mí —insistió.

Tom vio un pasillo mal iluminado y se guio por la luz del fondo hasta desembocar en una habitación extrañamente sombría pese a las dos ventanas altas que se alzaban frente a él. Unos visillos grises tamizaban la claridad exterior, entre gruesas cortinas de terciopelo violeta que acababan reduciendo a la mitad el tamaño de los vanos. Tom reconoció el neón con forma de mano, colocado sobre el cristal, en cuya superficie la lluvia tamborileaba ruidosamente.

A su alrededor, las estanterías de wengé contenían con dificultad el amontonamiento de libros y revistas. Por todas partes se veían objetos: barajas antiguas, una colección de péndulos, tarros con raíces, flores u hojas secas etiquetadas como «hipérico», «artemisa», «beleño», «eléboro» o «mandrágora», un sombrero de copa raído, bolas de cristal de diferentes tamaños, unas esposas antiguas…

—Pertenecieron a Houdini —aclaró Martha pasando al otro lado de un gran escritorio cubierto con un cartapacio de cuero sobre el que ardían conos de embriagador incienso en una concha nacarada.

—¿El mago?

—Exactamente. Siéntese, señor Spencer.

Frente al escritorio había dos sillones. Martha encendió una lámpara Tiffany de pasta de vidrio multicolor, que dio un poco de vida a la habitación.

—Prefiero quedarme de pie —respondió Tom, que empezaba a sentirse atrapado. Roy, por su parte, tomó asiento—. ¿Qué hago aquí?

Tom se fijó en un pedestal de madera cubierto con un cristal que sostenía un libro enorme, no precisamente nuevo a juzgar por el desgaste de la cubierta y las amarillentas páginas. En el ajado lomo, grabado con letras doradas, consiguió leer: De Vermis Mysteriis.

—Como dramaturgo, creerá usted en el poder de los libros, imagino… —dijo la voz ronca de Martha.

Tom se tomó el tiempo necesario para respirar hondo, antes de responder:

—Creo en el poder de las palabras en los libros, sí.

—Los libros, sean religiosos, legales, científicos o incluso literarios, dirigen el mundo. Sin ellos, se vendría abajo. El que tiene ante usted es un ejemplar raro, quizá incluso el último de su especie. ¿Cree usted en Dios, señor Spencer?

—A falta de evidencias, me mantengo prudente.

—Este libro defiende la existencia no de una, sino de varias divinidades. A cual más abominable. Y al parecer su lectura acaba con buena parte de la salud mental de quien se arriesga a emprenderla.

Teniendo en cuenta la decoración y el oficio de Martha Callisper, Tom supuso que debía de haberlo leído y haberse dejado en él una parte de sí misma, pero prefirió guardarse esa observación tan poco cortés y volver a centrar la conversación en lo esencial.

—¿Me han hecho venir para invitarme a participar en un club de lecturas impías? —dijo con ironía, y lanzó una mirada a Roy.

Martha se recostó en su butaca de cuero, que crujió. Sus manos, entrelazadas bajo la barbilla, formaban una especie de jaula de carne y hueso.

—¿Está usted familiarizado con la historia de las brujas de Salem? —le preguntó tras observarlo unos instantes.

Tom se puso tenso.

—¿Es una broma?

—Nunca bromeo con ese tema.

Martha se quitó las gafas para subrayar su seriedad y clavó sus iris azul cobalto en los de Tom, que se volvió hacia su vecino.

—¿Me está espiando, Roy? Usted ha leído las libretas, ¿no es así?

El interpelado sacudió la cabeza.

—¡No, claro que no! —exclamó ofendido.

—Entonces ¿cómo saben lo que estoy leyendo justo ahora?

Martha acudió al rescate del anciano.

—Porque al interesarse por el trabajo de Gary Tully solo era cuestión de tiempo que descubriera lo que le obsesionaba.

—¿Conoció usted a Tully?

Martha esbozó una sonrisa forzada que no expresaba la menor satisfacción.

—Desde luego.

—Así que estoy aquí por eso…

—En cuanto empezó a hacerle preguntas, Roy vino a verme para pedirme consejo. Le dije que era mejor que usted se mantuviera apartado de todo ese asunto y que, en última instancia, le correspondía a él decidir qué hacer.

Roy se inclinó hacia su vecino.

—Es usted muy tozudo, Tom. Comprendí que no desistiría, a pesar de mis consejos. Así que, en lugar de esperar a que metiera las narices donde no debía, decidí ayudarlo para hacer las cosas entre nosotros, de la forma más discreta posible.

—Me están poniendo de los nervios… ¿Qué pasa? ¿Es que he molestado a alguna vieja secta?

Roy y la médium intercambiaron una breve mirada cómplice.

—¿Puedo preguntarle qué contienen los papeles que encontró? —dijo la mujer volviendo a juntar las manos bajo el mentón.

—Estoy en plena lectura, aún no puedo decirles mucho.

—Gary Tully estaba fascinado por las brujas de Salem.

—Efectivamente.

—El nombre de Jenifael Achak ha salido ya, supongo…

Tom palideció.

—Sí.

—Entonces, ¿sabe lo que le ocurrió?

—Acabo de leerlo. Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

Martha Callisper se humedeció los carnosos labios sin dejar de mirarlo.

—¿Sabe lo de su casa?

El corazón de Tom se detuvo. Lo presentía desde la última lectura, sin querer confesárselo: estaba tan claro…

—¿Gary Tully vino a la Granja y la restauró precisamente porque había sido la vivienda de Jenifael Achak? —preguntó con voz hueca—. ¿Mi familia y yo estamos viviendo en casa de una bruja? —Roy echó el aire por la nariz y Martha asintió con la cabeza—. Dios mío… —murmuró Tom.

—Señor Spencer —se apresuró a decir Martha—, ignoro cuál es su interés real en los documentos que encontró, pero sepa que me encantaría consultarlos. Como habrá comprendido mirando a su alrededor, comparto con Gary Tully una cierta pasión por las ciencias ocultas.

—Y Martha es de toda confianza —añadió Roy.

Tom, angustiado y hecho un mar de dudas, no respondió. Al principio se había interesado por aquel asunto movido por la curiosidad y dividido entre el escepticismo y algo parecido a la resignación. Pero no imaginaba que llegaría tan lejos. Cuanto más ahondaba, más plausible le parecía la hipótesis sobrenatural como explicación de todos los sucesos recientes. Era posible que su casa estuviera realmente encantada.

—¿Señor Spencer? —insistió Martha.

Tom se percató de que estaba dando vueltas por el despacho atestado y cargado por el humo del incienso. Se detuvo y alzó las palmas de las manos en señal de rendición.

—Explíquenmelo —dijo—. ¿Descubrió Tully algo más en mi casa? Bill Taningham me la vendió poco después de reformarla…, ¿hay alguna relación? Quiero saberlo.

Roy apretó los puños y Martha agachó la cabeza. Sabían más, comprendió Tom. No le habían hecho ir allí solo para anunciarle que vivía en la casa de Jenifael Achak, la bruja martirizada, ni para pedirle permiso para leer los escritos de Gary Tully. Había algo más, estaba seguro.

—Voy a jugar limpio con usted —dijo Martha—. Nada de feos secretos. Y si la verdad no le gusta, qué le vamos a hacer. Pero, a cambio, quisiera saber por qué le interesan tanto los papeles de Tully. ¿Por qué está tan metido en su lectura?

—Por curiosidad —respondió Tom.

Seguía sin decidirse a soltarlo todo, por miedo a que lo tomaran por un pobre loco. «Estoy en la tenebrosa consulta de una médium, rodeado de cachivaches esotéricos… Si no se lo cuento a ellos, ¿a quién se lo voy a contar?».

—Me hago preguntas —añadió— sobre la posibilidad de que en nuestra casa sucedan… cosas.

—¿Qué cosas?

Tom se pasó la mano por las mejillas y dio unos pasos, sin saber cómo expresar sus ideas. Sus ojos se posaron en una caja de cristal colocada en un estante. Contenía una bolsita de tela de la que asomaban fragmentos de papel antiguos con palabras en latín. La bolsa y su contenido debían de datar de hacía varios siglos atrás. La tapa de la caja tenía pegada una etiqueta: «Bolsa de alumbramiento». Al verlo, Tom acabó de convencerse de que estaba en el lugar adecuado para librarse de sus interrogantes, por grotescos que fueran.

—Fenómenos extraños —confesó—. Sensación de frío, presencias, pesadillas de los niños, un mordisco inexplicable… y mi perro que se arrojó al fuego —verbalizarlo delante de aquellas personas le hizo tomar conciencia de que la muerte de Smaug probablemente estaba relacionada con todo lo que ya habían sufrido. No era una coincidencia. No era la consecuencia de una enfermedad o un ataque de locura de su perro. No. «Saltó a la hoguera para arder en ella, como Jenifael Achak…»—. Tengo miedo de que mi casa esté poseída por Jenifael —admitió, sin saber si sentía alivio por haberlo dicho al fin en voz alta o si la vergüenza acabaría obligándolo a salir corriendo—. Lo sé, es imposible, pero es lo que siento. La Granja está encantada.

Martha y Roy se miraron.

—Eso mismo creo yo —dijo la mujer con la mayor seriedad del mundo.

Fuera, la lluvia arreció, y las gotas empezaron a golpear los cristales, como dedos transparentes que suplicaban que les abrieran.