82.
La cosechadora engullía mazorcas estrepitosamente, arrojando restos vegetales en todas direcciones y devorando hasta la última hoja con un hambre bestial, animada únicamente por la potencia de las Eco.
Aquella mole corría directa hacia Tom, Owen y Ethan. La desenfrenada huida ya les había cubierto de cortes la cara y las manos. Ahora las plantas, torcidas y entrecruzadas después de haberse secado al final del verano, les impedían avanzar, obligándolos a apartar las más gruesas y a recibir sus impactos en el torso cuando no conseguían esquivarlas.
El que más difícil lo tenía era Owen. Al ser el menos fuerte, debía evitar los tallos que se cruzaban en su camino y protegerse de las hojas resecas que le arañaban el contorno de los ojos; además, se tropezaba constantemente con los terrones, invisibles en la oscuridad.
El ruido del molinete a su espalda era lo que más lo asustaba.
Su incansable traqueteo, acompañado del siseo de las afiladas cuchillas. Cada vez más cerca.
Tom lo agarraba del brazo y compensaba cada uno de sus traspiés, arrastrándolo casi para mantener la velocidad, sin más motivación que la proximidad de la torre eléctrica, que sin embargo parecía mantenerse siempre a la misma distancia, al alcance de la mano y al mismo tiempo tan lejana.
—¡Un esfuerzo más! —exclamó para animar a Owen, al que veía desfallecer.
La cosechadora acortaba distancias.
Ethan, que había tomado la delantera, lo atropellaba todo a su paso. Corría para salvar su pellejo y el de todos los habitantes de Mahingan Falls que hubieran sobrevivido milagrosamente a la primera oleada de ataques. Era lo único que tenía en la cabeza: llegar al transformador a toda costa e inutilizarlo, arrojándose dentro si hacía falta. Se había olvidado de los dos compañeros que lo seguían.
Los fragmentos de paja y maíz empezaban a llover sobre Owen y Tom.
De un rápido vistazo, Tom constató que ahora el molinete estaba a menos de diez metros, con su horrible torbellino de cuchillas dentadas más amenazador que nunca.
Presa del pánico, Owen tropezaba con cada obstáculo y resollaba ruidosamente.
En ese momento, Tom tomó una decisión.
Sin dudar. Si hubiera podido pensarlo con calma, probablemente habría actuado de otro modo, pero tuvo que reaccionar basándose en su instinto, en sus convicciones, en los valores que lo definían y, sobre todo, en lo urgente de la situación.
Obligó a Owen a cambiar ligeramente la trayectoria de la huida, lo suficiente para pasar de largo junto al transformador en lugar de ir directamente hacia él, y le sujetó el brazo aún más fuerte para no perderlo.
Su plan solo funcionaría si la cosechadora decidía seguir a las presas más cercanas en vez de dirigirse hacia su punto de destino, que debía de ignorar, puesto que de lo contrario todo el ejército de las Eco habría acudido ya al maizal para proteger la fuente de electricidad que alimentaba la brecha por la que habían entrado en el mundo de los vivos.
La máquina fantasma giró tras ellos. No iba a abandonar un festín tan fácil.
Los restos de plantas golpeaban los hombros de los fugitivos. Las cuchillas silbaban en sus oídos, ahora a menos de cinco metros.
Las hileras de maíz desaparecieron de golpe ante una extensión de tierra batida, en cuyo centro se alzaba una construcción de hormigón de planta rectangular carente de vanos y cubierta por entero de carteles en los que se leía: PELIGRO. Detrás, una alta alambrada impedía el acceso a los cuadros de regulación de la tensión hasta los que descendían los cables de la torre eléctrica.
Ethan casi había llegado a la puerta de acero del búnker.
Tom calculó sus movimientos en un segundo. Si se equivocaba, Owen y él acabarían arrollados y hechos papilla.
Arrastró a Owen dos metros hacia un lado, para alejarse del centro del molinete de la cosechadora.
Si se arrojaban al suelo cada uno por un lado con la suficiente rapidez, las cuchillas no los rozarían y la cosechadora, llevada por la inercia, tendría que girar noventa grados para volver a la carga, y así les daría tiempo de alcanzar el edificio, o al menos eso esperaba.
Las ávidas fauces solo estaban a tres metros de ellos.
Llegaron al que Tom consideró el ángulo perfecto entre la máquina y el transformador, y ya iba a empujar a Owen cuando el chico resbaló y estuvo a punto de escapársele.
Tom aflojó la marcha para levantarlo.
Vio el enorme molinete abalanzándose sobre ellos.
No dudó un segundo. Alzó a Owen del suelo y lo empujó lejos del alcance del monstruo.
Pero, tras hacerlo, no le dio tiempo a saltar.
Los colmillos lo desgarraron desde el cuello hasta el bajo vientre, y casi al mismo tiempo el molinete lo golpeó, le partió la pelvis y se lo tragó doblado por la mitad. La sangre y los huesos salieron disparados por los aires.
Owen notó que el borde de la barra de corte lo rozaba, se levantó aterrorizado y echó a correr hacia el búnker, donde Ethan embestía la pesada puerta con el hombro inútilmente, a pesar de que la sangre le salpicaba el costado izquierdo del uniforme. Con el campo de visión reducido por el miedo, Owen no había visto morir a Tom. Corría sin volverse, convencido de que lo seguía de cerca.
Ethan desenfundó la Glock y apuntó a la cerradura. Clic.
El cargador estaba vacío. Lo cambió a toda prisa, mientras la cosechadora completaba su giro y aceleraba de nuevo directa hacia ellos.
Cuatro detonaciones obligaron a Owen a taparse los oídos, y Ethan echó abajo la puerta de una rabiosa patada.
—Pero… ¿dónde está Tom? —dijo Owen.
La cosechadora rugía, cada vez más cerca.
Ethan lo agarró del brazo para arrastrarlo al interior.
—¡No! —gritó Owen debatiéndose—. ¡Tom! ¡Tom! —el chico se aferró al marco de la puerta, asustado al no ver a su tío. Su padre adoptivo—. ¡Toooooooooooom! —llamó a voz en cuello.
La cosechadora estaba llegando.
Ethan tiró de él, y ambos rodaron adentro por el suelo de hormigón en el instante en que la máquina se estrellaba contra el muro, en medio de un estruendoso caos de metal.
En el interior reinaba la oscuridad. Unos cuantos pilotos parpadeaban aquí y allá, pero no bastaban para orientarse.
—No podemos dejar a Tom ahí fue…
—Owen, escúchame —Ethan lo cogió de los hombros. El chico notaba el calor de su aliento en la oscuridad—. ¿Tienes móvil? He perdido el mío en el maizal…
—No…
Aunque no podía verlo, Owen percibió su decepción.
—No importa. Ahora lo esencial es cortar la alimentación, así que ayúdame a encontrar un interruptor o una linterna, cualquier cosa que nos permita ver. Pero quédate cerca de la puerta, no entres muy adentro. Por esos aparatos pasa tanta corriente que si pones una mano en el sitio equivocado te achicharrarás.
Estaban empezando a buscar a tientas por las paredes de hormigón y entre las hileras de cajetines metálicos cuando la puerta de acero, abierta de par en par, soltó un estridente chirrido.
La cosechadora retrocedía.
Y entonces, desafiando todas las leyes de la física, se lanzó hacia el búnker con un ímpetu prodigioso.
Un ente colosal e invisible debía de haberse apoderado de la máquina para utilizarla a modo de ariete. A Owen no se le ocurría otra explicación.
La fachada tembló, y del techo llovió polvo.
—¡Deprisa! —gritó Ethan, sin dejar de palparlo todo frenéticamente.
Owen buscaba por todas partes. Por un instante, creyó haber dado con la solución al distinguir una caja fijada a la pared, el tipo de armario que suele contener una linterna, pero al tocarlo comprobó que se trataba de un extintor.
La cosechadora volvió a embestir, las paredes temblaron, y Owen las oyó crujir: se estaban abriendo grietas.
Las Eco no tardarían mucho en lanzar un ataque en masa. Si habían adivinado la intención de aquellos dos humanos, una avalancha de sombras furiosas podía caerles encima en cualquier momento.
¿Y dónde estaba Tom? ¿Se habría ocultado en el maizal tras darse cuenta de que no podía reunirse con ellos?
Nuevo choque brutal, pero esta vez el impacto proyectó al interior varias piezas del molinete, que rebotaron en el suelo, rozaron a Owen y arrancaron una queja a Ethan.
—¿Teniente? ¿Está bien?
Cobb no respondió de inmediato, y cuando lo hizo, su voz apenas pudo disimular el dolor.
—Sí, no te preocupes, sigue buscando…
La máquina agrícola golpeó su refugio con tal violencia que varias lámparas se soltaron del techo y se estrellaron contra el suelo, cerca de Owen.
—¡Van… van a entrar!
Ethan iba de aquí para allá derribando placas metálicas, golpeando contadores al azar…
Owen no podía apartar los ojos de la puerta, temiendo descubrir en ella la presencia de los monstruos.
Se llevó la mano a la riñonera. No dejaría que…
De pronto, empezó a dar saltos.
—¡Teniente! ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —exclamó excitado; abrió el cierre de la riñonera y sacó una de las pequeñas bombas de gasolina que había fabricado con sus amigos al salir de clase, la tarde del miércoles. Desde entonces parecía haber pasado una eternidad—. ¡Apártese! —dijo encendiendo el mechero, del que se había olvidado por completo.
La mecha del petardo crepitó, y Owen lanzó la bomba delante de él con todas sus fuerzas. El globo explotó contra una columna de hormigón y, al inflamarse, la gasolina iluminó un espacio mucho mayor de lo que imaginaba.
A la luz de las llamas, vio un bulto extraño en el estómago del teniente Cobb. Una gran mancha oscura le teñía el uniforme.
—¡Dios mío, está herido!
Esta vez, la embestida de la cosechadora, o de lo que quedaba de ella, hundió la pared alrededor de la puerta y arrojó una lluvia de fragmentos de hormigón y polvo sobre los dos ocupantes, que se protegieron con los brazos.
Bastarían uno o dos ataques más para echar abajo la fachada del transformador.
Ethan le cogió el mechero de la mano.
—¿Cuántas de esas te quedan?
—Dos —respondió Owen, y se las dio.
Pese a la herida, el policía corrió al centro de la sala. No sabía qué hacer ni qué era vital para ellos en aquella instalación, con tantos módulos, armarios metálicos y extraños tubos, altos como dos hombres, de los que salía un zumbido.
Lanzó una bomba contra uno de los cilindros. Con la última, dudó. Ahora veían lo suficiente para buscar mejor.
—¿Qué hago? —preguntó Owen con voz temblorosa.
—Pensaba que habría un interruptor principal o algo por el estilo… Busca por todas partes. Cualquier cosa que pueda parecerse a eso.
El ariete golpeó de nuevo, las grietas se ensancharon y unas piezas de acero asomaron entre el hormigón. Pero la cosechadora estaba hecha pedazos, y ninguno de ellos era lo bastante grande para poder seguir arremetiendo. El olor a combustible invadió las fosas nasales de Owen.
—Teniente, creo que el depósito de la cosechadora ha reventado… ¡Está entrando gasolina!
Un líquido se escurría por la puerta y se extendía por el suelo, acercándose poco a poco a la columna en llamas. Si prendía, les cerraría la única salida posible.
Huir ahora era meterse en la boca del lobo, pero también renunciar a su última esperanza.
Iban a arder vivos.
Ethan se detuvo delante de un tablero provisto de botones, una manivela y una serie de mandos que no conseguía descifrar, pese a alumbrarse con el mechero.
En el exterior, algo se abrió paso por entre los restos de la máquina, y un frío intenso invadió el recinto.
Owen dio un paso atrás.
Al instante, el olor a carne podrida le revolvió el estómago.
—Oh, no… —murmuró.
Ethan se apartó del tablero de mandos y sacudió la cabeza.
—Ya no tenemos elección.
Lanzó la última bomba de gasolina contra el tablero, y el fuego prendió rápidamente. Luego, la Glock escupió sus balas en el panel.
Todas las que quedaban en el cargador.
La escarcha se extendía por el interior de la sala.
Una sombra de una negrura absoluta tapó la abertura.
—Es… está entrando… —balbuceó Owen.
Se oyeron una serie de chasquidos encadenados, y uno a uno, los escasos pilotos se apagaron.
El zumbido de los tubos cesó.
Luego, el aire de la sala onduló como si fuera agua, una ola se propagó desde el corazón del transformador, Owen y Ethan salieron despedidos y cayeron al suelo, donde quedaron tendidos, sin respiración. Ninguno de los dos supo si el horrible chirrido que se oyó a continuación era el de una inmensa hoja de metal que se retorcía o el monstruoso lamento de una entidad gigantesca herida de muerte.
Delante del búnker, la sombra se difuminó y se alejó súbitamente.
Owen, a cuatro patas, intentaba recuperar el aliento, con la sangre, el sudor y la suciedad resbalándole por los ojos.
¿Había acabado todo? Le costaba creerlo. ¿Así? ¿Sin una explosión ni un último ataque rabioso?
A menos que fuera una trampa…
Vio que la gasolina de la cosechadora estaba llegando a la columna de fuego.
Ethan levantó al chico y lo empujó hacia la puerta.
—¡Vámonos! ¡Deprisa!
Owen iba a replicar que eso era precisamente lo que querían las criaturas que esperaban fuera, pero antes de que pudiera abrir la boca, Ethan ya lo había arrastrado al exterior.
Las auroras boreales seguían iluminando la bóveda celeste mientras avanzaban entre los restos de la máquina. En uno de ellos, Owen creyó ver sangre fresca. El corazón le dio un vuelco.
En el interior del búnker se produjo una brusca implosión, justo antes de que la gasolina lo incendiara.
En ese momento oyeron las voces.
Un coro lejano arrancado a la vida que emprendía el vuelo y se deslizaba hacia su portal. Una larga y desgarradora queja que conservaba un resto de humanidad. Por todas partes, las Eco desaparecían bruscamente, absorbidas por la insaciable sed de la nada.
Todo acabó en unos segundos.
La naturaleza se estremeció, y la demencial sacudida arrojó al suelo a Ethan y a Owen.
Luego, el silencio. Inmenso. Sin fin.
Y a continuación, tímidamente, los primeros cantos de los insectos y de la fauna nocturna, que despertaba. Que se atrevía a retomar su puesto.
Lo muertos habían regresado a sus gélidas tumbas.