23.
En el otro extremo de la bañera, la vela despedía un olor a pachuli que llenaba todo el cuarto de baño. Tendida bajo la siseante espuma, Kate McCarthy hacía remolinos en el agua caliente agitando distraídamente la mano bajo el chorro del grifo. Al fin podía relajarse, después de un día lleno de conflictos. Las chicas de la residencia de ancianos podían ser muy solidarias, pero también comportarse como auténticas brujas cuando les daba por ahí. Kate era la última que había llegado y una de las más jóvenes —aún no había cumplido los treinta—, lo que la ponía al final de la cola cuando se trataba de compartir chismes o, peor aún, cuando se hacía piña en contra de algún miembro del personal. Aún no confiaban en ella; las demás temían que se fuera de la lengua ante la dirección. Y Kate, que había esperado que el trabajo la ayudara a sentirse menos sola, lo vivía como una injusticia y una decepción. Y, por supuesto, no tenía a nadie con quien hablarlo.
Dan estaba volando.
«Para variar…».
Y es que últimamente no paraba… Para colmo, la despedida de soltero en Las Vegas de su mejor amigo lo había alejado del domicilio conyugal durante su última rotación, así que Kate tenía la sensación de que nunca veía a su marido. ¿Dónde estaba esta vez? Kate se estrujó el cerebro para recordar lo que le había dicho por teléfono esa misma mañana… «Hawái. El muy sinvergüenza podrá tumbarse al sol antes del viaje de vuelta». Sí, pero de momento estaba a treinta mil pies de altitud, concentrado en sus pantallitas, a varios miles de kilómetros de allí. Se lo imaginó en la estrecha cabina, haciendo bromas sobre el culo de la azafata con el comandante. Al menos, esperaba que no le tirara los tejos. «Las escalas son terreno abonado para el sexo», le había dicho Sondra Yverney, una compañera de Dan. Adrede, pensaba Kate. Por pura maldad, para ponerla celosa, para inquietarla. Sondra era una mala pécora, se notaba en su forma de mirar a la gente, por lo general cuando estaban de espaldas y no podían darse cuenta; una de esas mujeres que solo vivían para sus maquinaciones cotidianas… ¿Cómo las llamaban? «Perversas narcisistas». Ahora las revistas femeninas estaban repletas de términos así. Como «carga mental». Kate lo encontraba un poco exagerado. Otra de esas expresiones del siglo XXI que servían para aliviar a la gente poniendo nombre a problemas que habían existido siempre. Su madre no había parado en su toda su vida: había criado a cinco hijos compaginando las tareas de la casa con el trabajo, y nunca había necesitado esconderse detrás de la «carga mental» para lloriquear.
«Murió a los cincuenta y nueve de un aneurisma».
Kate recostó la cabeza en la toalla doblada sobre el borde de la bañera. «Está bien, puede ser. Carga mental y perversos narcisistas: los cocos del siglo XXI. De acuerdo».
Al menos, con Dan se había evitado uno de esos problemas. Aunque no estuviera mucho en casa, su cariño y su generosidad estaban fuera de duda. En cuanto a lo demás… El trabajo le pesaba, sí, pero tampoco era un infierno; y como no tenían hijos, podía afirmar sin vacilación que el resto del tiempo era su propia dueña. «De momento…».
Aunque para eso hacía falta que Dan estuviera allí. No iba a tener un niño con el hombre invisible… Al casarse, había aceptado los inconvenientes del trabajo de piloto de línea; aun así, no veía el momento de que se pasara a los vuelos interiores, menos exigentes, y estuviera más en casa. «Primero tengo que presentarme a los exámenes, ascender a capitán, luego ya pediré…». Kate se sabía la cantinela. Aquello empezaba a afectarles como pareja.
El olor a pachuli era ya empalagoso, pero la sola idea de incorporarse y sacar medio cuerpo fuera del agua caliente para alcanzar la otra punta de la bañera la descorazonaba. «Ese tufo me va a dar dolor de cabeza, y es lo último que necesito esta noche…».
Con los dedos del pie, intentó salpicar agua en dirección a la vela con la esperanza de apagarla, pero sin éxito. Entonces dio una auténtica patada y proyectó una olita hacia el borde de la bañera: la vela se mojó, osciló y acabó cayendo sobre la alfombrilla. «¡Mierda!».
Kate se asomó fuera de la bañera y, al comprobar que la mecha se había apagado, se quedó tranquila. Pero había agua por todas partes. «Qué se le va a hacer…».
Volvió a apoyarse en la bañera y cerró los ojos unos instantes. El agua le cubría el pecho. Cerró el grifo a tientas y disfrutó del silencio, apenas interrumpido por el intermitente ¡chop! de las últimas gotas que escapaban del grifo.
Diez minutos más, y a la cama. Un rato de Netflix y seguro que se dormía en mitad de un episodio de The Good Wife o de Orange Is the New Black, como siempre.
A través de los párpados percibió un cambio en la intensidad de la luz. Abrió los ojos. El cuarto de baño estaba sumido en la oscuridad.
Esta vez se incorporó y se quedó sentada en la bañera, con la espuma resbalándole por todo el cuerpo. La claridad de la calle se colaba por las rendijas de la persiana y bastaba para envolver el cuarto en una penumbra azulada.
Su primera reacción fue mirar hacia la puerta, junto a la que estaba el interruptor. Para su gran alivio, no había nadie. Su corazón no habría soportado ver que no estaba sola. Verse atrapada allí con un intruso le habría hecho morir de miedo, literalmente. No sería como en la tele, donde de pronto la heroína demostraba tener más recursos de lo que parecía y se defendía con mucho ingenio. No, Kate estaba segura de que ella se quedaría paralizada; probablemente ni siquiera sería capaz de gritar.
«¿Por qué te pones siempre en lo peor? ¡La que es una perversa narcisista es tu imaginación!».
¿Por qué no había pensado, por ejemplo, que era Dan, que volvía sin avisar para darle una sorpresa? En el pueblecito de Dakota en el que se había criado solía decirse que, al otear las nubes en el horizonte, la gente veía antes la tormenta que la lluvia que salvaría la cosecha. Era verdad. A ella también le ocurría. «A la primera nube, temes una tempestad».
Con un esfuerzo resignado, Kate se puso de pie en la bañera para abrir la ventana y reparó en que en la calle sí había luz, al igual que en las ventanas de los vecinos.
«Solo es aquí. Han vuelto a saltar los plomos…». Se sumergió otra vez en el agua y volvió a cubrirse de espuma. Bajar al sótano ahora quedaba descartado. Se imaginó en bata, con los pies aún mojados, acercándose a la caja de los fusibles, y le dio un escalofrío. «¡En momentos así es cuando más se echa de menos un marido!». Pero ella, con aquel zascandil de piloto, tenía todo los inconvenientes del matrimonio y solo algunas ventajas.
Bueno, pues seguiría bañándose a oscuras. Tampoco le apetecía inclinarse a recoger la vela y tener que hacer malabarismos para alcanzar el mechero, que estaba encima del lavabo. Sus ojos se habituaban ya a la oscuridad; la claridad de las farolas y la luna le permitía ver lo suficiente para arreglárselas. Reanudó la meditación.
Su mente vagaba mientras sus músculos se distendían en el agua caliente. Incluso empezaba a sentir un gran relax, el preludio del sueño.
En el cuarto de baño solo se oía su suave respiración. Hasta el goteo del grifo había cesado.
Kate no se dio ni cuenta. Se quedó traspuesta y, cuando despertó, no habría sabido decir cuánto rato había dormido.
El agua aún estaba tibia.
Tendría que ir haciéndose a la idea de salir. Buscó el jabón con la mirada y vio el paquete de maquinillas desechables en la pequeña repisa, sobre su cabeza. Un repaso rápido no le vendría mal, al menos en las piernas. Alzó la mano, pero, todavía medio dormida, hizo caer el paquete, y las maquinillas rosa desaparecieron bajo el agua.
—¡Mierda!
Cogió una a tientas y sacó la pierna derecha del agua, dispuesta a dejarla más suave que la mejilla de un bebé.
La detuvo un siseo.
Procedía del lavabo, que estaba entre la bañera y la puerta. Kate habría jurado que alguien había jadeado. «Será cualquier cosa. Otra vez tu dichosa imaginación…».
Quiso seguir con su tarea, pero el siseo se repitió.
Una larga expiración procedente del desagüe del lavabo.
Kate sacudió la cabeza. No tenía sentido entregarse a delirios morbosos que le meterían el miedo en el cuerpo cuando seguramente no era más que un eco en las cañerías o un problema con la evacuación del agua.
«Dan, ¿por qué no estás aquí, maldita sea?».
La lejana expiración se alteró, fue modulándose hasta adquirir densidad. Y de pronto se oyó una palabra:
—Kate…
La joven apretó el puño sobre el mango de la maquinilla hasta que los nudillos se le pusieron blancos. «No puede ser, estoy soñando. Eso es: en realidad no me he despertado, todavía estoy…».
—¡Kaaaaaaaate!
Alguien la llamaba con una voz lejana y cavernosa desde las profundidades del lavabo.
Sacudió la cabeza, negándose a creer lo que oía. Tenía que haber una explicación. ¿Dan, escondido en el sótano, hablando a través de una tubería para gastarle una broma?
La bañera vibró, como si algo acabara de golpearla por debajo, y el agua onduló bajo los restos de espuma.
Respirando agitadamente, Kate registró el cuarto de baño con la mirada, presa del pánico, en busca de algo a lo que aferrarse para comprender, para que todo aquello cobrara sentido y ella pudiera reírse.
Un objeto duro le rozó el muslo, Kate dio un respingo y soltó un chillido.
—¡Jodida maquinilla! —maldijo entre dientes viéndola emerger a la superficie.
Un espantoso chirrido ascendió por las cañerías, y Kate sintió deseos de gritar, de llorar, de acurrucarse en la bañera y al mismo tiempo estar lejos de allí, sin conseguir hacer ninguna de esas cosas.
Después notó el dolor en la cadera y se pegó a la pared opuesta de la bañera. Tenía una de las maquinillas clavada en la carne, con las hojas bien hundidas en ella. ¿Cómo había podido hacerse eso?
La sangre se expandía por el agua y le impedía ver la herida. El dolor la devolvió a la realidad de inmediato: una punzada que la recorrió desde la pelvis hasta el electrizado cerebro. Tuvo la sensación de que la maquinilla se agitaba, y creyó volverse loca. Que se agitaba no a causa de sus propios movimientos, sino más bien como si serpenteara, a la manera de un grueso renacuajo rosa.
—Dios mío… —balbuceó con los dientes apretados.
Ya no entendía nada. O se negaba a entenderlo, quién sabe. Se echó a temblar.
El mismo pinchazo agudo en la carne blanda de la planta del pie le hizo dar otro respingo.
Y hubo un tercero, en la corva.
Esta vez Kate gritó. Fuerte. Gritó de dolor, y porque estaba aterrorizada.
De repente, varias maquinillas que flotaban se sumergieron y le hirieron las nalgas, las piernas, el vientre…
No podía ser. La atacaban ellas solas. Movidas por una fuerza invisible.
Había perdido la razón. Pero ahí estaban, revolviéndose y cortándole la carne ante sus atónitos ojos. Y en esos instantes de dolor y locura, lo único que se le ocurrió fue que parecían enormes espermatozoides que culebreaban e intentaban penetrar en el enorme óvulo de su cuerpo. Era una idiotez. Era ridículo. Era un auténtico disparate, y sin embargo eso era exactamente lo que sentía, como si su cerebro rechazara lo que veía e intentara agarrarse a otra imagen. Ella era un gran óvulo asaltado por espermatozoides rosas cuyas cabezas hurgaban en su cuerpo, hasta no dejar fuera de él más que su extraña cola de plástico. La penetraban. En una lenta y dolorosa fecundación ejercida por el plástico y el cortante acero sobre delicados tendones y ligamentos. Pese a la sangre que teñía el agua, Kate podía distinguir sus frenéticas colas.
Lo que salió de su boca ya no parecía un lamento humano, sino el bramido de un animal.
Luego el sufrimiento físico pudo más que la incipiente locura, y Kate McCarthy tuvo un instante de lucidez y se agarró al borde de la bañera. Sin dejar de gritar, hizo un esfuerzo por levantarse con la intención de alcanzar el pasillo, aunque rodara escaleras abajo y acabara desnuda en la calle. Cualquier cosa con tal de escapar de aquella pesadilla. Algo atenazó sus tobillos y sus codos antes de que pudiera huir. La helada garra tiró violentamente de ella, y Kate cayó hacia atrás sin tiempo de cerrar la boca.
El agua la envolvió casi por completo, como una planta carnívora cerrándose sobre su diminuta presa.
Las maquinillas se le clavaron en los costados, en los pechos, en las axilas… Una de ellas consiguió deslizarse entre sus muslos e introducirse en su cuerpo, lo que hizo que se retorciera brevemente, mientras otra se adhería a su cuello hincando las dos cuchillas en la dermis, como el alpinista cuyos dedos se aferran a las cavidades rugosas que le impiden caer al vacío.
Kate se debatió, pero la bañera parecía escapársele de las manos. Resbalaba en silencio, incapaz de sacar la cabeza fuera del agua.
Y bruscamente, como obedeciendo a una señal, todas las maquinillas se lanzaron sobre la desventurada y empezaron a desollarla por todas partes. Kate gritó con todas sus fuerzas. Las oscuras burbujas que aprisionaban sus gritos ahogados explotaban en la superficie del agua.
El líquido salpicó las paredes y las dejó cubiertas de un rastro de espuma. Un rastro que, en la oscuridad, parecía negro.
Debajo, un caos de espuma, manos, pies y piel arrancada hacía bullir el agua, mientras el cercano lavabo dejaba escapar un estertor interminable.
Y de repente, el silencio.
Luego las luces volvieron a encenderse en la casa.
El agua de la bañera seguía oscilando.
Roja.