4.

Las buenas maneras estaban acabando con él.

Tom empezaba a comprender dónde se habían metido realmente al mudarse a aquel tranquilo pueblo de Nueva Inglaterra. Casi todo el mundo se conocía. En las tiendas, no pasaban cinco minutos sin que fulano parara a mengano para saludarlo. En todas partes les sonreían amistosamente; cada dos por tres, en cuanto resultaba evidente que no eran de allí, les ofrecían ayuda; y si Olivia explicaba que acababan de instalarse, les llovían frases de bienvenida, consejos y proposiciones de lo más diversas. Allí existían, constató Tom, no como en Nueva York, donde podías pasearte por un supermercado sin que una sola mirada se posara en ti. Pero la atención llevaba aparejada una exigencia de afabilidad, una actitud sociable, y eso a él, que estaba acostumbrado a una vida de hurón encerrado en su madriguera, se le hacía cuesta arriba. Por suerte, ya estaban en la cola de la caja, en la que iba a ser su última tienda de ese día.

—Al próximo que me salude como si fuéramos amigos del alma —refunfuñó en voz baja—, te juro que le paso por encima con el carrito hasta que las tripas se le enrollen en las ruedas.

—Pues vete acostumbrando —le dijo Olivia sin perder su sonrisa jovial—, porque esto va a ser el pan de cada día durante los próximos veinte años.

—¡Claro!, ya entiendo: estoy muerto. He sido un mal chico y me han castigado: he ido al infierno, ¿no es eso?

Su mujer estaba a punto de contestar algo, de naturaleza sexual, esperaba Tom, como merecía el mal chico que era, cuando una voz estentórea exclamó a su espalda:

—¡Olivia Burdock! ¡No, no estoy soñando, es usted!

Justo detrás de ellos, un cincuentón barrigudo con chaqueta, pantalón y sombrero de vaquero beige a juego los miraba de hito en hito señalando a Olivia con el índice. Una barba de una semana, entre castaña y blanca, cubría sus gruesos mofletes, y la sombra del Stetson no bastaba para atenuar el brillo de sus ojos azules.

—Usted es la presentadora del Breakfast America Daily Show, ¿verdad? —insistió sin la menor discreción.

—Es el Sunrise America Daily Show, pero supongo que da igual —lo corrigió Olivia en un tono de voz mucho más bajo, esperando que él disminuyera el suyo.

El hombre le tendió su gruesa y fofa mano.

—Logan Dean Morgan, pero llámenme LDM, como mis amigos. ¡Es un orgullo para nuestro pueblo tenerlos como vecinos!

—Qué deprisa se ha extendido la noticia… —respondió Olivia sorprendida, pero con la seguridad y la soltura de quien está acostumbrado a esas situaciones.

—¡Imagínese! ¡Una celebridad entre nosotros! Tessa Kaschinski ha hecho correr la voz. Todo el mundo está al tanto o lo estará de aquí al fin de semana.

Dichosa agente inmobiliaria, gruñó Tom para sus adentros. Desde el principio le había parecido demasiado zalamera, una de esas mujeres que no paran de cotillear e hinchar cualquier insignificancia hasta convertirla en rumor.

Comprendiendo que no iba a poder librarse de Morgan hasta que terminaran sus compras, Olivia dio un paso a un lado y señaló a Tom.

—LDM, le presento a mi marido, Thomas Spencer. Tal vez conozca sus obras de teatro.

—¡Uy, no! Nunca voy a Nueva York.

—También se representan en Boston, e incluso…

—No tengo tiempo ni para ir al cine, así que… ¡Ah! —exclamó de pronto, como fulminado por un rayo—. Tienen que venir a mi restaurante. Soy el dueño del Lobster Log, en el puerto deportivo, ¡les encantará! El mejor marisco de toda la costa. ¡Ya sé que todos los restauradores locales dicen lo mismo, pero en mi caso es verdad!

Olivia miró a Tom de reojo. Código rojo. Era su contraseña con los pelmazos demasiado amables para rechazarlos pero que se mostraban demasiado pegajosos para poder deshacerse de ellos fácilmente. Tom se acercó al cliente de delante y comprobó consternado que se tomaba todo el tiempo del mundo para vaciar el carrito en el mostrador de la caja. Todavía tenían para cinco minutos largos, y mientras oía a Logan Dean Morgan parlotear sobre la calidad de sus productos y la originalidad de su restaurante, comprendió que no podrían librarse de una cena en el Lobster Log en un futuro cercano.

«Código rojo insuperable. No nos iremos sin su tarjeta y la promesa de pasarnos en las próximas dos semanas; un mes, echando mano de todos los pretextos posibles. Y a juzgar por el personaje, hasta puede que insista en que Olivia le dé el número del móvil, lo que será el acabose, porque llamará cada tres días para saber cuándo vamos».

—Pero, díganme, ¿por qué Mahingan Falls? ¡Ah, ya lo sé! Es por usted —dijo señalando a Tom—. Para escribir uno de sus libros, ¿verdad?

—Yo… Yo no escribo novelas, sino obras…

—A usted lo que le van son las historias de crímenes, ¿no es así? Lo veo en sus ojos. ¡Las novelas policiacas! Eso sí que vende, a la gente le fascinan los crímenes. Es como si todo el mundo lo llevara en la sangre…

LDM terminó su monólogo con una risa estridente que le agitó la barriga y los mofletes.

—Lo que «le va» a Tom —terció Olivia— son más bien las obras dramáticas, descifrar los códigos sociales, las dificultades de las relaciones, cómo evoluciona nuestra sociedad…

—¡Pues debería hacer algo más sangriento! —insistió Logan—. ¡Además, aquí no le costaría inspirarse!

Olivia frunció el ceño.

—¿En Mahingan Falls hay una tasa de criminalidad elevada?

—Hoy ya no, por supuesto, pero en lo tocante a antecedentes siniestros, ¡estamos bien servidos! Seguro que Tessa Kaschinski no se lo dijo. ¡La gente no presume de esas cosas hasta que los recién llegados están ya entre nosotros, atados de pies y manos con su crédito hipotecario! —dijo Logan entre risas—. ¿Han oído hablar de las brujas de Salem? Todo el mundo las conoce. ¡Bueno, pues Salem no está más que a unos veinte kilómetros al sur! Y, en realidad, la mayoría de esas chicas eran de aquí. ¡Sí, señor! Lo que pasa es que no podían juzgarlas en el pueblo, que en la época era un villorrio de tres al cuarto, así que se las llevaron al pueblo grande más cercano: Salem. Y antes de eso tuvimos a los indios, la matanza de los…, ¿cuáles eran? ¡Los pennacooks! Una auténtica carnicería. Y durante la prohibición, Mahingan Falls era una guarida de contrabandistas, con sus correspondientes arreglos de cuentas, como pueden imaginar. Y se me olvidaba: también tuvimos aquí a Roscoe Claremont, el asesino en serie de los acantilados, el siglo pasado. Bueno, se lo he soltado todo como me ha venido, desde luego, pero mi mujer se lo podría contar mucho mejor que yo: esas cosas le apasionan. Hubo una época en que quería incluso escribir un libro sobre el tema…, ¡le robaría el trabajo, Thomas! Por eso sé todas esas barbaridades. Se pasa la vida viendo el Crime & Investigation Network. Estoy seguro de que le encantaría conocerlo —Tom prefirió no alentarlo y asintió con una sonrisa de circunstancias. No sabía a quién iba a matar primero, si al cliente que los precedía y seguía sin avanzar o a LDM, si no se callaba en menos de diez segundos—. Cuando conozcan a nuestro alcalde, sobre todo no le digan que les he contado todas esas cosas, ¿eh? —se apresuró a añadir Logan—. No es la postal más bonita de nuestra comunidad. Pero, como yo digo siempre, ¡no hay que renegar del pasado!

Cuando al fin salieron de la tienda, Tom casi echó a correr con el carrito en dirección al coche. Olivia lo miraba divertida.

—¡Ya tenemos nuestro ganador del mes! —exclamó riendo.

—Te lo advierto: como sean todos así, nos largamos antes de que termine el verano.

—Acabamos de firmar una hipoteca sobre la Granja, estás atrapado entre esta gente hasta dentro de al menos quince años —se burló Olivia.

—¡Me da igual! Quemo la casa, defraudo a la aseguradora, pero no pienso ir a cenar al restaurante de ese individuo jamás, ¿lo oyes?, ¡jamás!

Tom lo decía en broma, pero estaban empezando a entrarle dudas. ¿Era aquel un buen sitio para ellos? Se hacía preguntas sobre el futuro de ambos, y sabía que Olivia también. Se habían sentido saturados en el mismo momento, habían hecho las mismas reflexiones, habían tenido el mismo flechazo con la Granja y, en apenas unos meses, lo habían dejado todo. Todo.

Tom necesitaba tomar distancia. Respecto a sí mismo y respecto a su trabajo. El estrepitoso fracaso de su última obra le había hecho mucho más daño como autor de lo que habría podido imaginar. Los críticos lo habían vapuleado. El público le había dado la espalda. Hasta los agentes se mostraban más reacios a encontrarse con él, a hablarles de él a sus actores. A decir verdad, Tom era consciente de que el éxito había dejado de acudir a la cita. Su obra La sinceridad de los muertos había sido una revelación, seguida del triunfo absoluto de Amarguras, representada en todo el mundo. Pero luego no se había renovado lo suficiente, y se había iniciado un largo declive. El fiasco de su última creación, un año antes, lo había arrastrado al fondo. Para Tom, alejarse del desquiciante barullo de la megalópolis neoyorquina, del guirigay de los periodistas y los demás dramaturgos, de los consejos de los agentes y los directores de teatro, se había convertido en una necesidad. Volver a lo esencial. A la sencillez. Lo sentía sin llegar a confesárselo, hasta que Olivia se lo hizo desembuchar como solo ella sabía hacerlo.

La propia Olivia se hallaba inmersa en una profunda reflexión sobre su trayectoria, una revisión colosal que cuestionaba hasta sus sueños de adolescente, pese a lo mucho que había luchado para conseguir hacer televisión. Una joven periodista de información local convertida en estrella de una cadena nacional, a la cabeza de su propio show matutino, emitido todos los días de la semana. En el umbral de los cuarenta, había emprendido una introspección particularmente dolorosa en una profesión ávida de juventud, en la que lo que cuenta por encima de todo es la apariencia, en la que cada nueva arruga es como un foco más que se apaga sobre tu rostro. Olivia se preguntaba qué sentido tenía lo que hacía. Ya no disfrutaba realizando su trabajo. Demasiada presión, demasiadas opiniones diferentes y la sensación de que la suya era la que menos importaba, a medida que las decisiones se tomaban dentro de comités cada vez más grandes e incompetentes. Ya no se divertía. Peor aún: todas las mañanas, en el momento de salir a antena, la invadía la sensación de que ya no era ella misma. Tenía pesadillas recurrentes en las que se le cruzaban los cables en mitad del directo y les cantaba las cuarenta a todos ante millones de espectadores. ¿Para eso había trabajado tanto desde la adolescencia? ¿Para acabar así? ¿Amargada, exhausta, y probablemente apartada de la noche a la mañana cuando un estudio demostrara que su sustituta durante las vacaciones, veinte años más joven, les gustaba más a las sacrosantas amas de casa? El asunto se había precipitado durante una de esas veladas de sociedad que tanto odiaba Tom, en casa de uno de los productores de su mujer. Allí conocieron a Bill Taningham, abogado de famosos. Bill era un epicúreo trágico, en la medida en que usaba y abusaba de todos los placeres hasta destruirse poco a poco. Dado que uno de sus vicios era el juego, Taningham se encontraba en una situación financiera muy delicada, que le obligaba a deshacerse de buena parte de lo superfluo. La Granja entraba en esa categoría. Una conversación entre tantas en medio del tintineo de las copas de champán, Bill proponiéndole a un conocido venderle la casa a un precio sin competencia posible, Tom viendo aparecer la foto en el móvil del abogado e interviniendo en la conversación… Todo empezó ahí. Frases cazadas al vuelo, una imagen interesante captada con el rabillo del ojo, y la tranquila vida de los Spencer dio un giro.

Tom ignoraba por qué había deseado saber más sobre aquella granja totalmente reformada, pero había hecho preguntas e incluso atraído a la conversación a Olivia, que fue quien, el siguiente fin de semana, le propuso ir, solo para echar un vistazo, por diversión.

Ni en el avión a Boston ni en el coche que alquilaron a continuación se planteó Tom aquello como algo factible. No era más que una excusa para escapar de la rutina, en plan de pareja, para imaginarse otra vida, paralela a la suya y tanto más atractiva cuanto que era una fantasía, un imposible.

Sin embargo, se acordaba de todas las fotos que había visto en el móvil de Bill Taningham, y la casa lo fascinaba. Se imaginaba en ella con los niños, felices, e incluso llegaba a verse sentado delante de una mesa en la primera planta, escribiendo en una habitación cálida y tranquila.

La tarde de ese mismo día de primavera, cuando volvió a salir de la casa, algo había cambiado dentro de él. La agente inmobiliaria comisionada por Taningham debió de intuirlo, porque les propuso que se quedaran un rato mientras ella volvía a su despacho a buscar unos papeles. Fue Olivia quien le tiró de la lengua y le ayudó, a él, el hombre de letras, a expresar con palabras lo que no conseguía confesarse a sí mismo.

Le gustaba aquel sitio. Le gustaba la vida que podía ofrecerles la Granja. En ese período dramático en que, un año antes, Olivia había perdido a su hermana y Owen había tenido que injertarse en el nuevo tronco, provocando grandes cambios, su mujer no había hecho más que ir en su mismo sentido. También ella aspiraba a otra cosa, a replanteárselo todo, a una vida más auténtica.

—Voy a dejar la emisión diaria —le anunció sentada en las baldosas de barro de la escalera que daba a la terraza trasera de la Granja.

—¿Qué?

—Y tú te vas a alejar de las víboras y los tiburones. Puedes escribir perfectamente lejos de Nueva York.

—Pero, Olivia, es… ¡No puedes dejarlo todo! ¡Vamos! Veinte años luchando para conseguirlo y ahora que estás a punto de coger el Grial con las manos ¿das media vuelta?

—Ya he bebido de él, ya he vivido el sueño, ya he conseguido lo que perseguía… Ahora puedo dedicarme a otra cosa en vez de intentar inútilmente retenerlo para mí sola el mayor tiempo posible. Tenemos suficiente dinero guardado para vivir de los intereses gastando con cuidado, pedir un crédito y marcharnos del piso.

—¿Y qué harías?

—No lo sé. Un blog, algo para divertirme, escribir un libro de desarrollo personal, o quizá volver a mi primer amor de juventud y buscar una pequeña emisora. Quiero disfrutar, dejar de fingir. Poco a poco me he encerrado en un papel para conservar lo que tenía, pero ya no puedo. Ya lo he aprovechado, ya he tenido lo que deseaba.

—¿Y adónde iremos? ¿Te das cuenta de todo lo que implica para nosotros y para los niños? Dejar la ciudad, empezar una nueva vida…

Olivia se echó a reír y apoyó la cabeza en el hombro de su marido.

—Tontorrón… Eres el único que no ve lo evidente. Ya hemos llegado. Esta es nuestra casa.


El faro se alzaba hacia el cielo como un dedo de ladrillo dirigido a los dioses para recordarles que allí, encerrados en aquel círculo de montañas boscosas, vivían hombres. Erigido en la punta de Mahingan Head, el espolón arcilloso que dominaba toda la bahía, y visible a más de veinticinco millas náuticas, señalaba la frontera norte del pueblo, proyectando su densa sombra sobre la dársena. Junto al Cordón, la enorme antena que coronaba el monte Wendy al otro lado del núcleo urbano y segundo punto de referencia visible desde cualquier barrio, formaba una especie de extraña rosa de los vientos local, de la que los habitantes estaban bastante orgullosos.

Toda la familia Spencer saboreaba un helado cómodamente instalada en un banco arrimado al escaparate de la tienda, que daba a Atlantic Drive, frente a los paseantes del final del día. Tom observaba el faro con curiosidad, imaginando la vista que debía de disfrutarse desde allá arriba de los tejados multicolores, los campanarios y los parques, hasta el fondo del pequeño valle. Tenía que ser bonita, así que se prometió que uno de esos días los llevaría a todos a pasear por allí, o de pícnic. El océano, de un azul grisáceo y opaco, lanzaba destellos plateados; grupos de gaviotas se disputaban los dónuts olvidados por niños con demasiada prisa, y el ambiente vacacional comenzaba a contagiar a Tom, que necesitaba relajarse. Sin lugar a dudas, aquel sitio era su preferido entre todos los que había recorrido desde su llegada. Suficientes visitantes de fuera para diluir a los lugareños y pasar inadvertido, mil tentaciones gustativas absolutamente devastadoras para la salud —una maravilla, vaya—, y la embriagadora sensación de estar lejos, aislado, apartado del mundo de verdad y sus obligaciones.

Le dio un mordisco a su helado de café y siguió la mirada pensativa de Owen, que contemplaba a los patinadores del otro lado de la calle, en el largo paseo de madera elevado sobre la playa.

—Bueno, ¿qué tal la canguro? —preguntó.

—Es maja —dijo Chad.

Tenía los ojos brillantes.

—La verdad es que es guapa… —reconoció Tom.

Olivia le dio un codazo en las costillas.

—¡Como no te tranquilices un poco con la pelirroja, contrato a una vieja arpía! —Chad y Owen dijeron «no» con la cabeza y Tom los imitó, pese al ceño fruncido de Olivia—. No creas que vas a acompañarla a su casa una sola noche… —añadió, sin que se supiera si estaba realmente celosa o se burlaba de ellos.

—¿Y si la agreden por salir tarde de nuestra casa? —preguntó Tom con fingida preocupación.

—¡Prefiero eso a que me birle el marido!

—¿Le parece caritativo, señora Spencer-Burdock? ¡En un pueblo tan peligroso! Masacres de indios, brujas, contrabandistas, un asesino en serie y no sé qué más.

Chad y Owen abrieron la boca de par en par, invadidos por una mezcla de curiosidad, excitación y miedo.

—¿De verdad? —preguntó Owen—. ¿Pasa todo eso aquí?

—¡Genial! —exclamó Chad.

Olivia reconvino a su marido con la mirada.

—Muy inteligente…

—¡Oye, que no lo digo yo, lo dice Logan Dean Morgan! —se defendió Tom en son de broma.

—¿Quién es ese? —quiso saber Chad.

—¡Si te lo encuentras, sobre todo huye! ¿Me habéis oído, chicos? ¡Huid de LDM si no queréis que os destroce los tímpanos!

Superada por las exageraciones de Tom, Olivia suspiró a modo de capitulación y dejó que los «hombres» se excitaran con aquellas siniestras historias mientras limpiaba a la pequeña Zoey, que se había embadurnado la cara de helado de chocolate.

Ante las entusiásticas preguntas de los adolescentes, Tom explicó que en Mahingan Falls habían ocurrido cosas poco ejemplarizantes en otros tiempos, pero al ver que no podía ofrecerles muchos detalles, Chad y Owen acabaron por desinteresarse y empezaron a hablar entre ellos en voz baja. Tom no temía la curiosidad morbosa de los muchachos; formaba parte de la vida, del aprendizaje de la muerte, de la comprensión de la violencia. Sin embargo, no quería que les provocara pesadillas, no tenían más que trece años, por lo que se apresuró a completar su relato:

—Son historias antiguas. Hoy Mahingan Falls es un pueblo tranquilo, así que olvidaos de los monstruos y los fantasmas, aquí estáis seguros.

—¿Más que en Nueva York? —preguntó Chad.

—Nueva York es una jungla al lado de esto. Ahora vivís en el bucólico campo.

—Por el campo, a veces se pasean coyotes y serpientes… —observó Owen.

Tom iba a responder al comentario para tranquilizarlos, pero la imagen en blanco y negro de una adolescente lo distrajo. Tenía una mirada triste y llevaba demasiado maquillaje, y lo que parecía la indumentaria de una gótica o una «metalera», como llamaban los chavales a quienes oían música heavy, aunque Tom no sabía qué diferenciaba los dos estilos. Era un anuncio pegado en un poste a la salida del supermercado. Tom ya lo había visto en Main Street, pero no le había prestado atención. Lise, dieciséis años, desaparecida hacía un mes, decía el texto, impreso en letra grande. Teniendo en cuenta la edad y el perfil, se trataba con toda probabilidad de una fuga, pero el escritor que siempre imaginaba lo peor en primer lugar no podía evitar plantearse otra hipótesis mucho más siniestra.

«Los monstruos existen. No puedo decirles lo contrario a mis hijos. Son pocos, pero muy reales. No puedo mentirles».

Tom prefirió callar.

Fue en ese momento cuando se fijó en una mujer menuda que se movía nerviosamente en la otra acera, frente a él. Todo fue muy rápido, demasiado para que Tom pudiera reaccionar. Vio la pequeña figura de pelo gris lanzándose a la calzada en el momento en que una camioneta se acercaba un poco más rápido de la cuenta.

Al ruido blando de los órganos y los vasos sanguíneos reventando contra el radiador le siguió de inmediato el sonido, más sordo, de los huesos que se partían y el acero que se doblaba, y, por último, el estridente chirrido de los neumáticos bloqueados. La mujer voló por los aires como una muñeca de trapo, con las extremidades, desarticuladas por el brutal impacto, agitándose a su alrededor. Las piernas pasaron por encima de la cabeza, los pies golpearon el techo del vehículo y el cuerpo se estrelló contra el parabrisas y quedó incrustado en él, como una flor escarlata sobre el cristal astillado. Pese al brusco frenazo, se quedó así, en aquella postura inverosímil y grotesca que mostraba, sin ningún género de dudas, que la columna vertebral se había partido, formando casi un ángulo recto.

Tom lo había visto todo con detalle. Pero cuando sonaron los primeros gritos y empezó a acudir la gente fue incapaz de moverse.

Volvía a ver la mirada perdida de la mujer. Y tardó varios segundos en comprender lo que lo mantenía clavado al banco.

En el momento del impacto, ella no estaba asustada.

Parecía absolutamente aterrorizada antes. Por eso se había lanzado a la calzada.

Sin embargo, no había nada a su alrededor que pudiera justificar semejante reacción. Nadie que hubiera podido empujarla, nadie frente a ella que le hubiera metido el miedo en el cuerpo, nada anormal, se decía Tom volviendo a visualizar la película de aquella tragedia.

Observó atentamente hasta el último rostro, pero no descubrió nada de particular en semejantes circunstancias. Sabía que nunca olvidaría el de aquella pobre mujer, desencajado por la angustia. Ahora el cuerpo yacía cabeza abajo en el frontal de la camioneta, con las facciones aplastadas contra el parabrisas.

Justo detrás, una bandera roja y blanca —los colores del municipio— ondeaba al viento. Encima, en letras doradas, podía leerse: BIENVENIDOS A MAHINGAN FALLS.