65.
El viejo 4×4 de la policía había superado las sinuosas curvas de Western Road para salir de Mahingan Falls, y ahora avanzaba a toda velocidad por el asfalto caliente entre dos murallas de plantas de maíz, al norte y al sur, como por un surco de pegajosa hulla trazado sobre un mar esmeralda.
Ethan había dudado si apostarse cerca de las cataratas. Al fin y al cabo solo había dos accesos posibles al pueblo, y era muy poco probable que hubieran dado un largo rodeo por el norte. Pero estaba harto de esperar, y ahora que por fin tenía la posibilidad de desenmascarar a aquellos impostores no podía arriesgarse a perderlos. Habían tomado la dirección del pueblo, pero eso no significaba que fueran a entrar en él.
Solo esperaba no haberse precipitado.
Estaba dispuesto a llegar hasta la Yankee Division Highway, el límite oficial de su jurisdicción. Luego daría media vuelta y empezaría a patrullar, hasta la noche si hacía falta. Entretanto, Ashley Foster peinaba el centro del pueblo, por si acaso. Ethan había optado por la discreción, no pensaba avisar a nadie más, ni siquiera a César Cedillo: temía que el jefe Warden se enterara de que había una operación en marcha que no había autorizado, y lo último que deseaba era tener que dar explicaciones al respecto. Lo que haría con aquellos supuestos agentes de la CFC ni siquiera estaba claro en su cabeza.
La carretera permanecía desierta. A derecha e izquierda, nada más que kilómetros de altas plantas de maíz que empezaban a inclinarse, resecadas por los últimos calores del verano.
La furgoneta apareció a ciento cincuenta metros delante de él, después de una curva cerrada. Ethan aferró el volante con las manos húmedas. ¿Y ahora? ¿Seguro que eran ellos?
Cien metros.
Ethan vio a dos hombres en la cabina. El pasajero parecía llevar corbata, probablemente traje, y el conductor, más bien un mono de trabajo, pero no estaba seguro.
«Son ellos», se dijo para acabar de convencerse.
No podía tratarse de un error.
Cincuenta metros. Iban a cruzarse de un momento a otro.
Ethan encendió el faro giratorio en el último instante y se detuvo en el centro de la carretera, en medio de una nube de polvo blanco, para cerrar el paso a la furgoneta y obligarla a frenar en seco.
Saltó fuera del vehículo con el arma en la mano. No quería correr riesgos.
—¡Policía! ¡No se muevan! —gritó—. ¡Las manos sobre el salpicadero!
Los dos hombres se miraron y se dijeron algo.
—¡LAS MANOS SOBRE EL SALPICADERO, HE DICHO! —bramó Ethan apuntando hacia el parabrisas.
La amenaza directa de la Glock acabó de persuadir a los dos hombres, que obedecieron. Ethan se acercó con cautela a la puerta del conductor. A su alrededor, el viento murmuraba suavemente entre las hojas del maizal.
—¡Abra la puerta despacio con la mano izquierda y tire las llaves al suelo! —ordenó.
El conductor hizo lo que le decía sin perder el contacto visual con él. Su sangre fría, su complexión y la seguridad de su mirada hicieron sonar la alarma en la mente del policía. «Este tipo es un profesional, mantente alejado, y si intenta algo, no dudes, él no lo hará».
Ethan estaba a tres metros, la distancia mínima de seguridad, y suficiente para tener la certeza de dar en el blanco si debía abrir fuego.
—Fuera. Las manos en la cabeza. Ni un movimiento brusco o disparo, ¿entendido?
Una vez más, el gorila obedeció, sin abandonar su inquietante flema.
—Oficial, debe de haber un malentendido… —empezó a decir el hombre trajeado desde el interior—. Somos…
—¡Cierre el pico!
Ethan reflexionó. Lo más delicado venía ahora. Si quería esposar al conductor, tendría que enfundar el arma, o bien arreglárselas con una sola mano mientras estaba pegado a él. Si aquella mole tenía intención de defenderse, ese sería el momento que elegiría, y el del traje podría aprovechar la confusión para sacar una pipa, si la llevaba.
No inmovilizar al menos al guardaespaldas era una estupidez, pensó Ethan. «No puedo arriesgarme a dejarle libertad de movimientos…».
—¡Tú, de rodillas! Y luego te tumbas boca abajo. ¡Vamos, deprisa!
El pasajero asintió con un gesto casi imperceptible para indicar a su escolta que obedeciera, y Ethan se tensó aún más. «Están coordinados…».
Era una situación comprometida. Ethan era consciente: esos tipos no habían dudado en limpiar el vehículo carbonizado al pie del monte Wendy y hacer desaparecer el cadáver. Había pecado de orgullo yendo solo, era un terrible error.
Pero, una vez más, el guardaespaldas no rechistó y se tendió en el suelo tal como le había indicado.
—Yo no me muevo —dijo el hombre del traje desde el interior del vehículo con una expresión casi despectiva en su cara a lo John Malkovich.
Ethan apoyó la rodilla sin contemplaciones entre los omóplatos de aquel bestia, que soltó un gruñido; luego le tiró de una mano para ponerle las esposas e hizo lo propio con la otra. Al oír el clic, sintió un alivio inmenso. «Uno menos».
Ayudó al gorila a incorporarse y le advirtió de que no se moviera, mientras vigilaba a Malkovich, que pese a tener los brazos en alto bajó de la furgoneta exhibiendo una leve sonrisa de suficiencia.
—Somos colegas, oficial. Trabajamos para…
—La CFC, ya lo sé. Hacía tiempo que los buscaba.
El hombre perdió parte de su aplomo.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso?
Ethan solo llevaba encima unas esposas, pero sabía que en el 4×4 había bridas de plástico. Había actuado con la precipitación de un principiante, se había tomado aquel asunto demasiado a pecho, hasta el punto de perder los reflejos más elementales del policía. No debería haber salido sin meter las esposas de plástico en la guantera. En Mahingan Falls no se utilizaban casi nunca. Ni siquiera había pensado en ellas la noche en que se había tenido que enfrentar a tres borrachos a la salida del Banshee.
Decidió mantener las distancias con Malkovich, sin perder de vista al gorila, arrodillado delante de la furgoneta.
—Muéstreme su documentación. Y sáquela de la chaqueta lentamente.
—Por supuesto. Me muero de curiosidad: ¿por qué tenía tantas ganas de vernos?
El hombre sacó una cartera negra y se la tendió a Ethan, que dio un paso adelante para cogerla y volvió a retroceder sin dejar de apuntarle con la Glock.
—Para saber quiénes son realmente. La CFC no ha enviado aquí a ningún equipo. Eso son cuentos.
La cara de Malkovich cambió. La frialdad de su expresión se acentuó y la falsa cordialidad casi dio paso al odio.
—Debe de ser un error. Claro que pertenecemos a la CFC…
—Deje de mentir. Sé que la primera vez vinieron en busca de su compañero desaparecido, el de la furgoneta que ardió. Lo encontraron y desaparecieron.
Bajo las delgadas mejillas de Malkovich, las mandíbulas se tensaron. Era evidente que lo había sacado de su zona de confort.
—Si no quiere pasar la noche en una celda, tendrá que contarme una historia más creíble.
Ante esas palabras, el hombre del traje se irguió totalmente y observó a Ethan con una mirada penetrante.
A su alrededor, las dos murallas de plantas parecían aislarlos del mundo. La carretera, desierta en todo momento, desaparecía en ambos extremos tras sendas curvas cerradas. Flotaban en un limbo puntuado por el susurro de las hojas en la brisa.
—Sé que son los responsables de lo que está pasando en el pueblo —le dijo Ethan. Y de repente su armadura profesional se resquebrajó y, dejándose llevar por la ira, gritó—: ¡La han jodido bien, con sus putos fantasmas! —los acerados ojos de Malkovich se entrecerraron—. Sí, estoy al corriente de casi todo —continuó Ethan—. Pero voy a necesitar unas cuantas respuestas para llenar las últimas lagunas.
El hombre asintió con viveza.
—Hemos venido a remediar nuestro error —dijo tendiéndole la mano—. Estoy seguro de que podremos entendernos.
—Para empezar, vuelva a levantar las manos y camine hacia mi vehículo.
—Todo esto tiene que quedar entre nosotros, oficial.
—Demasiado tarde. ¿Sabe cuántas personas han muerto por su culpa? Lennox Ho. ¿Le suena ese nombre? Tenía cuatro años. ¡Cuatro años, joder! —exclamó Ethan, furioso.
—Como le he dicho, hemos vuelto para cerrar la brecha.
Al oír esas palabras, Ethan vaciló de nuevo. No tenía ningún plan, aunque desde luego no pensaba llevarlos al puesto de policía para hacer oficial su detención ante Warden, que no entendería nada y podría mandarlo todo al garete. Pero tampoco estaba dispuesto a interrogarlos allí para después soltarlos. Aquellos fulanos tenían que pagar. Se había precipitado y ahora le tocaba improvisar. Pero las palabras «brecha» y «cerrar» le daban que pensar.
—No nos queda mucho tiempo, oficial —insistió Malkovich, intuyendo seguramente que se había abierto una fisura—. Hay que actuar de inmediato. Le propongo que tengamos una pequeña charla los tres, enseguida.
Ethan no lo veía claro. Y menos con el gorila de por medio. Señaló el todoterreno.
—Se va a dejar esposar dócilmente, y luego moveré mi vehículo para dejar libre el paso. A continuación iremos a la parte posterior de su furgoneta y me lo contará todo. Pero se lo advierto: nada de juegos, o lo enchirono y pasa la semana a la sombra.
A modo de respuesta, el hombre esbozó una amplia sonrisa de tiburón.
La zona de carga de la furgoneta estaba provista de estanterías metálicas en las que se alineaba todo un muestrario de material informático y electrónico compuesto de osciladores, amplificadores y multitud de aparatos desconocidos para Ethan. En uno de los lados, una serie de cajones contenían cable eléctrico, tornillos, conectores y otros accesorios de pequeño tamaño. La puerta lateral permanecía abierta al cercano maizal para dejar pasar el aire y la luz. Ethan había mandado al guardaespaldas al fondo y estaba de pie frente a Malkovich, junto a la salida. Su arma descansaba en la funda, pero estaba preparado para reaccionar al menor gesto sospechoso. Sus nervios debían de ser evidentes, porque el hombre del traje le propuso que se sentaran.
—No tiene nada que temer de nosotros —aseguró—. No voy a mentirle, no necesito hacerlo, puesto que sabe lo que ocurre y no me tomará por un loco si le hablo de asuntos poco convencionales. Si queremos evitar una catástrofe, debemos formar equipo.
—¿Para quién trabaja?
—Al menos podría soltarme —gruñó el gorila haciendo muecas.
Ethan lo ignoró. Malkovich también levantó las muñecas, sujetas con bridas de plástico, y esta vez Ethan las cortó con la navaja que llevaba en el cinturón.
—Para una compañía estadounidense —respondió Malkovich.
—Quiero su nombre.
—Oficial, sería mejor para todos que nos limitáramos a lo que es útil para…
Ethan se inclinó sobre él en actitud amenazadora.
—¿Qué le hace pensar que tiene elección?
Malkovich soltó un leve resoplido y asintió.
—Muy bien. Trabajamos para OCP, OrlacherCom Provider, suministrador de tecnología para grandes grupos de telecomunicaciones, principalmente.
—¿Por eso han estado jugando con las ondas?
Malkovich hizo una mueca y volvió a asentir.
—Desgraciadamente, sí. Ocurrió por casualidad, hace más de dos años, tras cinco de pruebas. Estábamos poniendo a punto un nuevo sistema de amplificación de las ondas telefónicas. Nuestra tecnología era revolucionaria, fruto de un matrimonio feliz, literalmente. Nuestro fundador se casó con la directora de un laboratorio de investigación neurológica especializado en las ondas cerebrales. Fue ella quien tuvo la idea de hacer colaborar a nuestros departamentos de investigación y desarrollo para ver lo que cada uno podía aportar al otro. Ellos querían encontrar el modo de disminuir el impacto de las ondas telefónicas en nuestros cerebros, y nosotros…, bueno, nosotros estábamos al acecho de una oportunidad. Y no solo se presentó, sino que superó todas nuestras expectativas. Así fue como, poco a poco, nació ese nuevo sistema de amplificación. Se suponía que iba a intensificar las señales telefónicas más allá de todo lo imaginable en la actualidad, y en consecuencia a dividir por cinco y luego por diez el número de antenas repetidoras; pero, además, prácticamente no tendría efectos nocivos para la salud.
El maizal se agitó detrás de Ethan, que se volvió de inmediato para comprobar que no era más que el viento, que empezaba a arreciar. Malkovich no había aprovechado la ocasión para intentar nada.
—Al principio no nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho —prosiguió—. Hasta que se produjeron las primeras manifestaciones.
—¿Fantasmas?
Malkovich frunció los labios y asintió.
—Efectivamente. Supongo que no hay otra forma de llamarlos.
—¿Murió alguien?
—¡No, Dios mío, por suerte no! Pero era evidente que habíamos dado con algo único, un descubrimiento transversal inesperado y providencial.
—¿Providencial? ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Nuestra tecnología de amplificación podía abrirnos las puertas de un mercado que suponía decenas de miles de millones. De-ce-nas-de-mi-les. Que no tardarían en convertirse en miles de millones solo con lo que teníamos entre las manos, o sea, una prueba de la existencia de un más allá; mejor aún: un modo de acceder a él. Una economía única en el mundo.
—Una forma de abrir una grieta para que sean «ellos» quienes entren en el nuestro —matizó Ethan.
Malkovich obvió el comentario como si se tratara de un detalle insignificante.
—¡Imagínese las repercusiones para nuestra civilización! —exclamó con júbilo.
—Y de paso, para su empresa…
Malkovich asintió.
—Sí, claro, no voy a negárselo. Pero necesitábamos saber más, realizar pruebas, y no dejamos de hacerlas durante meses, sin conseguir estabilizar las manifestaciones. Eran escasísimas, muy breves e imposibles de reproducir a voluntad.
—Y entonces uno de sus brillantes ingenieros sin escrúpulos decidió realizar un ensayo a escala real en nuestro pueblo…
Malkovich inspiró profundamente.
—Poco más o menos, sí. Pero debe tener en cuenta que hasta ese momento ninguna de las manifestaciones había sido peligrosa. Inquietantes y amenazadoras, sí, pero ¿acaso no es esa la naturaleza misma de los fantasmas, por definición? Nunca pensamos que fuera a ir más allá de unos cuantos sustos entre la población, y antes de que se hubiera corrido la voz habríamos desmontado el equipo y desaparecido del mapa con nuestros resultados.
Ethan no se lo podía creer. Se pasó la mano por la cara para asegurarse de que no estaba soñando, de que aquella conversación era real.
—Han llevado a cabo un experimento secreto con población civil utilizando una tecnología que no controlaban —insistió Ethan, atónito.
—Creíamos que la controlábamos. Que no había peligro. Se trataba únicamente de hacer mediciones, de verificar el impacto de nuestro sistema de amplificación y modulación de las ondas sobre la salud. Por ejemplo: ¿padecía la gente más dolores de cabeza que en otros lugares?, ¿el número de individuos que viven en una zona tiene alguna influencia sobre el número de apariciones posibles? Cosas así. Y a continuación sondearíamos a la población para averiguar si ocurrían «cosas raras»… Yo personalmente recluté a tres equipos que debían mezclarse con sus convecinos al final del verano para recopilar esa información. Pero, ante el cariz que tomaban las cosas, lo anulamos todo.
—¿En serio?
—¿Se da cuenta de lo que estaba en juego? ¡Miles de millones de dólares! ¡Podíamos ser pioneros en un ámbito que hasta el presente se considera pura fantasía! Amazon, Google, Facebook, ¡los superaríamos en un visto y no visto! ¡Todo el mundo se pelearía por nuestras licencias!
—Ha muerto gente… —repitió Ethan, que no podía entender su cinismo.
—¡Era lo último que deseábamos! Pero ¿comprende usted lo que habría permitido hacer nuestro descubrimiento? Ofrecer a la gente la posibilidad de comunicarse con sus muertos. Consolar a familias enteras. Resolver asesinatos. Explorar la historia. La puerta a un prodigioso campo de investigación, abierta de par en par… La mayor revolución científica de la humanidad, que relegaría a la prehistoria la teoría de la relatividad…
—La teoría de la relatividad también condujo a la bomba atómica. Las consecuencias de la suya podrían ser aún peores.
—Dentro de nuestro sector, somos un grupo pequeño. Una revolución de esa magnitud podía escapársenos de las manos si la sacábamos a la luz sin dominar todos sus entresijos; nos habrían robado nuestras investigaciones. Ese test a escala real iba a permitirnos ganar meses, si no años, frente a eventuales competidores con más medios. Créame, no preveíamos lo que ocurrió después.
—Instalaron sus equipos en el Cordón, ¿no es así?
—Contratamos a un detective privado que lo hizo a principios del verano. Fue la persona a la que acabamos encontrando al pie del monte Wendy. Ignoro lo que ocurrió. O bien se salió de la carretera o…
Malkovich dejó la frase en suspenso.
—No tuvieron escrúpulos a la hora de hacer desaparecer su cuerpo…
Malkovich miró al conductor, que los observaba desde el fondo de la furgoneta, impertérrito.
—No me enorgullezco de ello. Pero habíamos llegado demasiado lejos para retroceder. Si ustedes nos hubieran descubierto, nuestro colosal proyecto se habría ido al traste. Desgraciadamente, todas las revoluciones conllevan sacrificios.
—¿Así es como los llama? Kate McCarthy, Rick Murphy, Lennox Ho… ¿Sacrificios?
Malkovich alzó las manos ante él en un gesto que era mitad de súplica, mitad de irritación.
—¡Nosotros no queríamos que muriera nadie! ¡Ya le he dicho que no creíamos que hubiera peligro!
—Entonces ¿qué pasó?
Malkovich suspiró y miró afuera.
—A gran escala, nuestra tecnología no dio los mismos resultados que en el laboratorio. En primer lugar, aquí la señal era más potente, mucho más. Y luego…, al cabo de un mes nos dimos cuenta de que había una amplificación exponencial. En el laboratorio, las apariciones eran débiles; aquí se multiplicaron. Era como si al abrir la brecha se aglomeraran para forzar la señal y hacerla cada vez mayor, ilimitada. Hasta que perdimos el control.
—¿Ya no controlan su equipo? Fui a echar un vistazo a la antena y no vi nada. ¿Continúa allá arriba?
—No, lo retiramos todo durante nuestra visita de hace un mes.
—Entonces, ¿por qué sigue ocurriendo?
Malkovich tragó saliva. Por primera vez parecía incómodo.
—Creemos que han tomado el control de la brecha a través de las señales enviadas por la antena. Ya no necesitan nuestra amplificación artificial.
Ethan alzó los ojos al cielo, consternado.
—No puede ser… ¿Me está diciendo que su maldito experimento ha despertado a todos los fantasmas que dormían en un plano paralelo en Mahingan Falls, a todos los espectros generados durante décadas, durante siglos de historia local?
—En principio, cabe suponer que su presencia se circunscriba a Mahingan Falls. La señal original que enviamos se centraba exclusivamente en el interior del valle, y todo indica que sigue concentrada ahí.
—¿Hay alguna forma de parar todo esto?
Malkovich dudó.
—Oficial, necesito que me prometa algo. Que va a soltarnos y que no iniciará ninguna acción contra nosotros.
—¿Perdone…?
—A cambio, me comprometo a cortar la señal.
—Pero ¿qué se han creído ustedes? ¿Imagina que su empresa se irá de rositas? ¡Sus jefes tendrán que asumir responsabilidades!
Malkovich se mordisqueó los labios.
—Soy Alec Orlacher, el fundador de OCP —dijo de pronto, y le tendió la mano—. Asumo mis errores, por eso estoy aquí, sin más compañía que la de Ernie, nuestro jefe de seguridad. Somos los únicos que podemos resolver la situación.
—Dígame cómo.
—Mis conocimientos son mi salvoconducto.
—Le vendrá bien para entrar en la cárcel.
Orlacher retrocedió. Parecía disgustado.
—El tiempo corre, oficial. Lo sucedido es dramático, soy consciente de ello, pero si me impide actuar de inmediato, la tragedia puede ser mucho peor.
Ethan supo que no exageraba. Fuera, la luz disminuía gradualmente. El día tocaba a su fin, y a Orlacher parecía preocuparle.
—Explíquese.
—A veces, en el sol se producen grandes explosiones que…
—Las erupciones solares.
—¿Ha oído hablar de ellas? Muy bien. Las erupciones solares favorecen las apariciones. Cuando tienen lugar, su potencia se multiplica por diez.
—Es lo que me temía… Pero pensaba que los fantasmas utilizaban las ondas para moverse y que esas erupciones solares dañaban las ondas telefónicas… Si es así, ¿cómo pueden favorecer las apariciones?
Orlacher, que parecía impresionado por la información con que contaba el policía, asintió con la cabeza.
—Aún no sabemos por qué. Efectivamente, cuando esas tormentas alcanzan la tierra interfieren las corrientes eléctricas, los aparatos electrónicos y las ondas. Eso es un hecho. Sin embargo, durante esas radiaciones invisibles para nosotros las apariciones son más activas que nunca. Tal vez porque la tensión general disminuye y eso elimina algún obstáculo, o porque los campos magnéticos normales las perturban o las erupciones solares alteran dichos campos. Las ondas utilizadas por la telefonía pueden sufrir alteraciones, pero hay otros tipos de ondas que se mantienen relativamente estables, así que los… fantasmas, llamémoslos así, consiguen desplazarse sin problemas. Pero son más numerosos y más fuertes. En nuestros laboratorios era espectacular: cuando una tormenta solar tocaba la tierra, las apariciones permanecían ante nosotros varios minutos, hasta casi corporeizarse. Aunque no podíamos imaginar que fueran capaces de interactuar con nuestro mundo.
—Este verano las erupciones solares han sido especialmente intensas. Cada vez que una nos alcanzaba, se producía un ataque mortal.
—Sí, creemos que han contribuido a la aparición de fantasmas en Mahingan Falls, al proporcionarles una energía impresionante. Comprenda que eso tampoco podíamos preverlo. Esos bombardeos cósmicos son más bien escasos, y más en tales proporciones. Nuestro amplificador abrió una brecha que no pudimos controlar, es cierto, pero esas gigantescas erupciones, cíclicas, por añadidura, han sido un golpe de mala suerte. Sin ellas no habría habido tantas apariciones, y desde luego no habrían sido capaces de hacer tanto daño…
—¿Por qué hay que actuar de inmediato? —preguntó Ethan, que se temía lo peor y tenía que dominarse para no pegarle un puñetazo a aquel cretino cínico e irresponsable.
Alec Orlacher intercambió una mirada llena de sobrentendidos con su secuaz.
—Estamos en contacto con el SWPC, el centro…
—Sé lo que es. ¿Por qué es tan urgente? —repitió Ethan, exasperado.
—Porque el SWPC nos ha comunicado que esta mañana se ha desencadenado una erupción impresionante. Es tan potente que sus consecuencias podrían ser desastrosas.
—¿Cómo de desastrosas?
Orlacher se mordió los labios y perforó a Ethan con la mirada.
—Catastróficas.
—¿Cuándo la tendremos sobre nosotros?
—Es tan tremenda que su velocidad supera todos los registros.
—¡¿Cuándo?! —gritó Ethan.
—¿Con el tiempo que hemos perdido? Ya mismo.