71.

En el restaurante, la música mexicana creaba un alegre fondo sonoro y el olor a chile y especias acentuaba el ambiente festivo. Pero Gemma estaba muy preocupada. Conocía lo suficiente a Olivia para percibir el miedo en su tono de voz. Y el modo en que se había cortado la llamada no hacía más que confirmar la urgencia que había intentado transmitirle la madre de familia.

Los chicos no entendían por qué había que marcharse a toda prisa, así que casi tuvo que empujarlos hasta la salida. Adam, que se había unido a ellos después de llamarla para saber qué hacía, se le acercó y le dijo:

—¿Es por mí?

—No, pero deberías irte a casa. ¡Chicos, al coche, rápido!

—Pero Gemma… —protestó Chad—. ¡Con lo bien que estábamos!

—Es verdad —terció Connor—. Para una vez que podemos relajarnos… ¡Y anda que no nos hace falta!

Corey, que sabía descifrar los tonos de voz de su hermana, se lo tomó más en serio.

—¿Algún problema, Gem?

—Olivia quiere que volvamos. Pasa algo, lo presiento.

Adam le cogió por la muñeca.

—¿Te puedo ayudar?

—No. Lo siento… Te llamaré.

Tras aquellas palabras nadie volvió a rechistar, y saltaron al Datsun, que se puso en marcha a la primera. La puerta de atrás se abrió en el último momento, y Adam empujó a Connor para que le hiciera sitio.

—Voy con vosotros. ¡Si tienes problemas, no pienso dejarte sola! —dijo casi con solemnidad.

La presencia de Adam debería haberla alegrado, pero Gemma no tenía ni hormigueos en la nuca ni mariposas en el estómago, solo la agobiante sensación de que no había tiempo que perder. Mientras maniobraba para salir de su plaza de aparcamiento, todas las luces de la calle se apagaron a la vez, los cables chisporrotearon en lo alto de los postes eléctricos, el motor se caló y el tablero de mandos se quedó a oscuras.

—¡Guau! ¿Qué ha sido eso? —preguntó Chad alarmado en el asiento de atrás.

—Esto no me gusta nada —murmuró Corey, sentado delante, al lado de su hermana—. Vuelve a arrancar.

Gemma hizo girar la llave, pero de debajo del capó no salió ningún sonido, ni siquiera el inicio de un contacto. Volvió a intentarlo una y otra vez, hasta que Connor se inclinó sobre ella y le sujetó el brazo para que parara.

—No te molestes, tu carro la ha palmado, como lo demás. Mirad fuera: todo muerto. Es un apagón general.

—¿Qué… qué… vamos a hacer? —farfulló Corey.

—Regresar andando —respondió Chad abriendo su puerta.

—¡No, vuelve a cerrar! —le ordenó Gemma—. Lo mejor es que nos quedemos aquí. En el coche estaremos protegidos.

—¿Protegidos contra qué? —rezongó Connor—. Como sean las Eco, ¡no tendrán ningún problema en encontrarnos!

—¿Las qué? —preguntó Adam, desconcertado—. ¿De qué habláis? ¿Sabéis lo que pasa?

Aturullada por el parloteo de unos y otros, Gemma ignoró al adolescente y le replicó a Connor:

—¿Y por qué han de ser las Eco? Probablemente no sea nada, alguna avería eléctrica. Además, el coche es una jaula de Faraday, no tenemos nada que temer.

—¿Una qué?

—Repasa las lecciones de Física, Corey —lo reprendió Gemma.

—A mí la palabra «jaula» no me gusta nada —dijo Connor—. Yo voto por salir.

—¡Y yo! —se sumó Chad—. ¿Corey?

—Pues…

—¡De aquí no se mueve nadie! —ordenó Gemma.

Pero Corey empezaba a agobiarse en el habitáculo, y cedió a la presión de sus amigos.

—De acuerdo, chicos.

—¡Mayoría! —exclamó Connor, y saltó a la acera.

—¡No, esperad! —les pidió Gemma. Pero no tuvo más remedio que seguirlos—. ¡Volved al coche, por favor, es más seguro!

—¿Y cómo lo sabes? Si mi madre quería que volviéramos enseguida, eso es lo que tenemos que hacer. Si nos damos prisa, llegaremos en poco más de media hora.

—¿Y si nos cae encima una de esas Eco? —objetó Corey.

—No son ellas.

—Le daremos la bienvenida —declaró Connor con orgullo tirando del asa de su mochila, de la que no se había separado en todo el día.

Adam estaba bajando del coche. No entendía nada.

—Oye, ¿os importaría explicarme qué es lo que pasa? Si queréis, yo vivo cerca de aquí. Quizá las líneas de teléfono fijo funcionen mejor. Podréis llamar a vuestros padres.

Con un atrevimiento que ni ella misma conocía, Gemma se arrojó al cuello de Adam y lo besó con fuerza. Una pulsión animal se despertó en su interior, pero la rechazó.

—Vuelve a casa —le dijo empezando a alejarse.

Adam vio que se marchaban y se apresuró a seguirlos. Cogió a Gemma de la mano.

—Si mi padre se entera de que te he dejado sola en la calle y a oscuras, me echará la bronca por no haber hecho lo que tenía que hacer, y con razón.

—No está sola —se burló Connor.

Chad inició la marcha calle adelante. Sus ojos no tardaron en habituarse a la penumbra, y al cabo de un rato la luna creciente les bastaba para orientarse. En las casas, la gente se asomaba a los balcones, y los transeúntes se miraban sin entender lo que ocurría. Había quien se lo tomaba con filosofía o humor y quien estaba al borde de la histeria, pero lo que preocupaba a casi todo el mundo era la falta de cobertura de los móviles, hasta que los gritos saturaron las líneas y empezó a cundir el pánico. Poco a poco la calle se vació, todos se apresuraron a volver a sus casas. En algunas casas, cuyos propietarios habían tenido la previsión de hacer acopio de bombillas, reapareció la luz. Al menos volvía a haber corriente, se consoló Gemma, aunque las farolas tendrían que esperar la intervención de los servicios municipales para volver a funcionar.

Las auroras boreales, que aparecieron casi de golpe, dejaron embelesados a los adolescentes, inmóviles en mitad de la calzada.

—¡Qué locura! —exclamó Connor quitándose la gorra para admirarlas mejor.

—Ya veis que no son las Eco, sino un fenómeno natural —dijo Gemma.

—Parecen fantasmas del espacio —comentó Chad.

—Vamos, no os quedéis en medio de la calle.

Connor se encogió de hombros.

—¡Si no hay coches! ¿Qué puede pasarnos?

En Second Street, justo a su izquierda, una ventana estalló en mil pedazos, y un hombre cayó desde un tercer piso y se estrelló contra el asfalto con un ruido seco, como un gran montón de ropa mojada.

—¡Dios! —exclamó Chad.

—¿Está muerto? —farfulló Corey.

—¿Bromeas? Se ha partido la cabeza… —dijo Connor estupefacto.

—Larguémonos —propuso Chad—. Esto tiene mala pinta.

Adam permanecía inmóvil, incapaz de apartar los ojos del macabro espectáculo. Gemma le tiró de la mano.

—¡Vamos!

Las palabras se amontonaban en la boca del chico, pero no conseguían escapar de sus labios. Tartamudeaba y se tambaleaba.

Ahora Gemma ya no estaba tan convencida. Connor tenía razón. Comprendió que había negado la evidencia por miedo. Tal como había pronosticado Martha Callisper, las Eco estaban atravesando el espejo de dos caras entre los dos planos para penetrar en el suyo.

Casi como si quisiera espabilarse a sí misma, le dio una bofetada a Adam, que, atónito, volvió a la realidad.

—¡Ahora, sígueme! —le ordenó.

Los gritos empezaron en algunas casas de Oldchester. A estos, les sucedieron otros más al norte, en Main Street, y los adolescentes, que empezaban a estar asustados de verdad, apretaron el paso. Ahora ninguno tenía ganas de reír o de extasiarse ante el espectáculo de las auroras boreales. Todos seguían viendo a aquel hombre que manoteaba en el aire mientras caía, antes de estamparse contra el suelo. El ruido del impacto aún resonaba en sus oídos.

De cada esquina surgían una o dos personas corriendo despavoridas. Algunas lloraban; otras parecían a punto de hundirse en la catatonia o la locura. Incluso vieron a un hombre con una escopeta, esprintando en dirección a Oldchester.

—¡Escondeos, chicos! —les gritó un negro alto que salió corriendo como un loco de un edificio bajo—. ¡Esto está lleno de putos monstruos!

Un poco más adelante se abrió una puerta, y una anciana los invitó a refugiarse en su casa, pero Gemma rehusó. Lo poco que distinguió en la penumbra no la tranquilizó, y además tenían que llegar a la Granja cuanto antes. Los padres de Chad sabrían qué hacer.

Ahora se oían gritos y disparos por todas partes. Era una especie de extraño apocalipsis, sin chirridos de frenos ni sirenas, sin más luz que el diáfano resplandor de las auroras. Solo los seres humanos y sus silenciosos verdugos.

De pronto, la masa del complejo escolar se perfiló a la izquierda, al fondo del parque que lo rodeaba. Al verlo, el grupo aflojó el paso de manera instintiva. Recordaban lo que acechaba en sus profundidades, y que había intentado matarlos.

—¿Damos un rodeo? —les susurró Chad.

Connor lo detuvo y señaló con el dedo los sauces, que se balanceaban suavemente en la brisa nocturna.

Unas siluetas altas y flacas se deslizaban en fila india a unos centímetros del suelo. Eran muy parecidas a las sombras de los árboles, pero no se correspondían con nada: tenían vida propia, y avanzaban con decisión hacia la tapia de piedra que rodeaba el parque.

—¿Qué es eso? —preguntó Adam, incrédulo.

—Di… diría que nos están mirando —balbuceó Corey.

Las siluetas atravesaron la tapia como si no existiera y se definieron apenas bajo la luz de la luna: gigantescas figuras delgadas con los miembros anormalmente largos, sin piel ni cabello, como manchas de tinta en movimiento.

—¡Vienen hacia aquí! —exclamó Chad reculando.

Al menos una veintena de aquellas criaturas avanzaba en línea recta hacia ellos.

—Son demasiadas para hacerles frente —constató Connor.

Gemma los hizo retroceder a todos, y echaron a correr por donde habían venido, sin saber siquiera qué dirección tomar: solo querían irse de allí lo más lejos y lo más rápido posible. La chica echó un vistazo a su espalda y comprobó que las Eco los perseguían y estaban cada vez más cerca.

—¡Más deprisa! ¡Vamos!

En la primera esquina, estuvieron a punto de chocar con un adolescente fornido y cubierto de tatuajes, algo mayor que ella. Gemma reconoció a Tyler Buckinson, el compinche de Derek Cox, quien, tras insultarlos, reemprendió la carrera hacia el complejo escolar.

—¡No! ¡Por ahí no! —le advirtieron Connor y Chad.

Pero Tyler hizo oídos sordos y siguió corriendo en dirección a las Eco. Cuando las vio, dio un traspié, rodó por el suelo y retrocedió a cuatro patas, aterrorizado. Rápidas como flechas, dos de las sombras se separaron fuera de la fila, y cuando llegaron hasta él, empezaron a borbotear y a adquirir consistencia, como si estuvieran haciéndose reales, y lo levantaron en el aire hacia lo que les servía de boca en el nebuloso cráneo, que parecía deformado por dos fuerzas gravitatorias opuestas, la de la tierra y la de algún otro lugar del firmamento. Tyler sufrió unos estertores insoportables, que se mezclaron con el sonido de sus huesos al partirse, y el de la sangre que empapaba el asfalto.

Pero los adolescentes no lo vieron. Habían torcido en el cruce y enfilaban Main Street a toda velocidad.

Gemma se sentía superada por el pánico, estaba perdiendo el control. No tenía ningún plan, ninguna solución para proteger a los chicos, y no estaba segura de que los nervios fueran a permitirle seguir jugando al ratón y al gato con aquellas criaturas pisándoles los talones.

El caos se había apoderado de Main Street. Hombres y mujeres salían despavoridos de las casas y corrían en todas direcciones en busca de refugio; otros intentaban en vano poner en marcha sus vehículos o se guarecían en un rincón, abatidos; algunos se peleaban entre sí, y los adolescentes vieron bates de béisbol y palos de golf, pero también armas de fuego y cuchillos.

En la penumbra era difícil apreciar claramente lo que pasaba, aunque, en algunas zonas más oscuras, Gemma distinguió movimientos súbitos y breves, brazos que surgían de la nada y se apoderaban de una anciana trastornada, o de un vigoroso treintañero que intentaba escapar de otro peligro que Gemma no podía identificar. La gente desaparecía de golpe, engullida por aquellos tentáculos casi invisibles, sin el menor ruido, salvo unos cuantos crujidos siniestros, como ahogados por una gran cantidad de líquido.

Un poco más abajo, justo delante de la juguetería, se oyó un tableteo, y un individuo trepó al capó de una camioneta y recargó una metralleta automática.

—¡Trágate esto! —gritó a pleno pulmón, vaciando otro cargador sobre el escaparate, que estalló en mil pedazos.

Una especie de liana negra se enrolló alrededor de su tobillo, lo derribó violentamente y lo arrastró hacia la tienda entre los fragmentos de cristal y los juguetes que sembraban el suelo. El hombre seguía disparando pese a la sangre que le manaba de la sien, hasta que desapareció al fondo del establecimiento, donde los tiros cesaron.

Tres individuos corrían escondiéndose de coche en coche, mientras algo que parecía un mancha de aceite los perseguía deslizándose bajo los vehículos mucho más deprisa que ellos. Al darse cuenta se apresuraron a entrar en la galería comercial donde habitualmente vendían chucherías a granel, ropa de marca sin etiqueta y los bañadores más bonitos de toda la costa, y tras lanzar unos alaridos indescriptibles, callaron de golpe.

Adondequiera que mirara Gemma, la gente que huía perecía de un modo horrible, fuera a donde fuese, intentara lo que intentase.

Chad la agarró del brazo para obligarla a mirar a su espalda.

La hilera de sombras que los perseguía estaba en medio de la calle y avanzaba hacia ellos a toda velocidad, flotando sobre la calzada. Algunas adquirían consistencia y apoyaban sus largas piernas en el suelo para preparar su ataque.

Gemma respiraba con dificultad, el corazón le martilleaba los tímpanos, y ya no sabía qué hacer, aterrorizada por la idea de la muerte.

—Oye, Chad, ¿no dijo tu padre que esos fantasmas utilizan las ondas para desplazarse? —preguntó Connor.

—Sí…

Connor chasqueó los dedos.

—¡El cine! —exclamó—. ¡Tienen un inhibidor!

—¡Si no hay corriente! —replicó Corey, aterrado.

Gemma vio un atisbo de esperanza y se aferró a él.

—¡Sí, ha vuelto! —dijo acordándose del puñado de ventanas iluminadas que habían visto en Oldchester.

La marquesina blanca con letras negras del cine estaba a más de doscientos metros. No había tiempo para dudas. Gemma tomó la delantera y, agachando la cabeza por si acaso, comenzó a deslizarse por detrás de los coches aparcados en Main Street, con los chavales detrás. Hasta Adam se sumó al plan, aunque ya no estaba en condiciones de pensar.

Un traqueteo regular les hizo levantar la cabeza. Vieron una silla de ruedas descendiendo por la calle, con un hombre un poco grueso sentado en ella. Su cara ya no era más que una oquedad sanguinolenta.

—¡Espabilad! —exclamó Connor.

Habían recorrido la mitad del trayecto cuando una voz casi imperceptible los llamó desde la cristalera abierta de un restaurante.

—¡Chisss! ¡Por aquí!

El interior del establecimiento estaba demasiado oscuro para distinguir nada. Gemma, que se había detenido, dudó.

—¡No, sigue! ¡Al cine! —le susurró Connor.

—¡Venid! —repitió la voz.

Al sentir la presión de las manos de los chicos en la espalda, Gemma reanudó la marcha.

—¡No! —insistió el desconocido desde el restaurante—. ¡Conseguiréis que os maten!

Trecho a trecho, se acercaban a su objetivo y Gemma empezaba a pensar que quizá lo lograrían. Lo que hicieran después importaba poco. Cuando estuvieran a salvo, podían esperar allí tranquilamente hasta que amaneciera, o incluso hasta que la Guardia Nacional se presentara en Mahingan Falls. Era lo de menos, una vez hubieran dado esquinazo a las criaturas.

El jefe Lee J. Warden caminaba estupefacto por Main Street. Gemma iba a llamarlo para decirle que se pusiera a cubierto, pero una Eco apareció justo delante de él,. La sombra nebulosa se adensó y una entidad concreta, probablemente un cuerpo, cobró forma en el interior de la nube de tinta flotante, hasta transformarse en una silueta con los brazos y las piernas extrañamente largos.

Warden no daba crédito a sus ojos. Inclinó la cabeza y extendió la mano para tocar aquella presencia de casi tres metros de altura. La Eco se inclinó a su vez para olisquearle los dedos, y la mano desapareció en la sombra. De pronto, el rostro del jefe de policía se desencajó, y Warden empezó a gritar. Tiró del brazo una y otra vez, incapaz de apartarlo, hasta que las enormes garras de la Eco lo atrajeron hacia sí. Warden se debatía y buscaba el arma en su cinturón, pero aquella cosa lo retorció como un niño que dobla una ramita. Cuando cerró lo que parecía ser su boca sobre la parte superior del cráneo de Warden, se oyó un ruido horrible, semejante a la cáscara de un grueso huevo rota de un golpe de cucharilla, y el jefe de policía gritó aún más fuerte, antes de que la Eco se lo tragara.

Gemma no esperó el final de aquella siniestra visión. Echó a correr hacia la entrada del cine.

La acera estaba cubierta de desechos. Había cristales por todas partes, pero también objetos de lo más diversos: manojos de llaves, móviles, bolsos… Sin embargo, lo que más impresionó a los adolescentes fueron las prendas de ropa apelotonadas. Sobre todo cuando estaban empapadas de sangre.

Chad estuvo a punto de pisar un dedo. Un dedo humano, arrancado de cuajo. Lo apartó con la punta del pie, horrorizado.

Un movimiento a su izquierda le hizo volverse, a la defensiva. Igual que Connor, llevaba un mechero en una mano y en la otra una pequeña bomba hecha con un globo al que le habían pegado con celo un petardo que tenía la mecha cortada al ras. Las habían preparado con mucho cuidado al salir de clase, antes de ir a la biblioteca, por si las moscas.

Vio la entrada de un edificio de dos plantas cuya puerta yacía en el suelo. El portal, estrecho, con la escalera a un lado, estaba en penumbra, pero a Chad le pareció entrever a alguien escondido en el interior.

El desconocido se movió y olfateó el aire en su dirección.

—Avanza… —dijo Corey detrás de Chad.

La sombra se irguió hasta alcanzar casi los tres metros de altura y saltó fuera de su escondite para apoderarse de Chad. Corey agarró a su amigo, más por miedo que por reflejos, y los dos chicos cayeron al suelo en el instante en que los tentáculos de la sombra azotaban el vacío.

Connor encendió el mechero con el pulgar, prendió la mecha y lanzó la bomba artesanal al interior del edificio. El globo explotó y roció de gasolina a la sombra. Al estallar el petardo, la gasolina se incendió con un silbido seco, y una forma vagamente humana empezó a contorsionarse y a emitir intensos alaridos guturales.

Chad y Corey ya se habían levantado y corrían junto a sus amigos. Iban a tal velocidad que sus zapatillas apenas rozaban el suelo.

Gemma fue la primera en llegar al cine y tirar de la puerta, que no estaba cerrada con llave. Al fin les sonreía la suerte.

Chad y Corey entraron los primeros, seguidos por Adam y Connor, que cerraba la marcha con otra de sus bombas en la mano. Cuando los cuatro chicos estuvieron dentro, Gemma dio un paso para entrar a su vez, pero la puerta se cerró ante sus narices con tal violencia que la hizo tambalearse.

A través del cristal, los cuatro chicos la vieron salir disparada hacia atrás, mientras una fuerza prodigiosa la alzaba por los aires.

En su precipitación por auxiliarla, Corey y Connor chocaron el uno contra el otro.

El rostro de Gemma pasó de expresar estupor a reflejar un terror incontenible.

Una flor oscura desplegó a su alrededor sus pétalos de muerte, que volvieron a cerrarse sobre ella y ahogaron su grito para siempre. Un frío paralizante la envolvió. Luego, una presión atroz hizo estallar sus órganos, mientras sus huesos se astillaban y le desgarraban la carne. No le dio tiempo a pensar en su hermano o en su madre, ni siquiera en sí misma, porque la nada se la tragó de golpe.

Un fluido viscoso empezó a gotear sobre la calzada.

Conmocionado, Adam se desvaneció y cayó al suelo.

Corey gritaba. Quiso abrir la puerta y salir, pero Connor lo sujetó, ayudado de inmediato por Chad, y sin saber cómo, en medio de un caos de llantos y gemidos, lograron que subiera la escalera y entrara en la gran sala de cine.

Dentro reinaba una densa tiniebla.

Connor iluminó con el mechero unas cuantas butacas vacías a su alrededor.

No se oía nada, salvo sus sollozos y sus hipidos.

Ni siquiera sabían si el inhibidor del cine seguía funcionando. Y menos aún si estaban solos.