35.

Las peores inundaciones que había conocido Mahingan Falls se remontaban a la primavera de 1966, en la época de las grandes obras de recubrimiento que debían permitir que el pueblo se extendiera y desarrollara. El anterior alcalde, Geoff Calendish, había dedicado buena parte de su vida a ese proyecto, consciente de que tarde o temprano habría que encontrar el modo de estructurar lo que se había ido construyendo a lo largo de los siglos según las necesidades del momento. El cinturón de montañas que rodeaba Mahingan Falls le impedía extenderse más allá de cierto límite, así que había que aprovechar cada palmo de tierra. El baby boom y la prosperidad económica que acompañaron los sucesivos mandatos de Geoff Calendish durante los años cincuenta y los sesenta lo animaron a elaborar una estrategia ambiciosa: dotar a sus conciudadanos de un complejo escolar autónomo y global, que abarcara todos los cursos desde preescolar hasta secundaria, para que no tuvieran que enviar a sus hijos a Rockport o a Manchester, si no más lejos. Para muchos, tener que salir del Cinturón era una colosal pérdida de tiempo y demostraba que Mahingan Falls seguía siendo un villorrio dependiente de sus vecinos. Había que atraer a nuevas familias, convencerlas de lo maravillosa que sería su vida si se instalaban allí en lugar de hacerlo en otro sitio. El centro escolar sería el escaparate.

En esa época, un lago y sus ciénagas vagamente colonizados por tres calles que albergaban viejas casuchas destartaladas constituían el barrio más antiguo de Mahingan Falls, justo en su centro, entre Westhill y Oldchester. El río Weskeag caía desde su alta catarata al oeste de la villa y atravesaba Peabody en línea recta hasta el lago, mientras las aguas mezcladas del Little Rock y el Black Creek se deslizaban mansamente desde el norte, dominando el parque municipal antes de irrigar la ciénaga. Mahingan Falls se había organizado en torno a las márgenes de aquellas dos serpientes plateadas, que delimitaban los principales sectores del pueblo. La inaudita idea de Geoff Calendish consistía en recubrir esos cursos de agua para recuperar superficie edificable y ampliar la zona habitable, y a continuación secar el lago y su húmedo entorno, derribar lo que había allí y construir el complejo escolar. Calendish se dejó la piel durante casi veinte años para hacer realidad ese proyecto. Al principio se reían en su cara. El gasto era considerable, a pesar de todas las ayudas externas que no se cansaba de prometer que conseguiría. Pero a fuerza de insistencia, acabó por convencer a sus electores, uno por uno, década tras década, de que el proyecto no solo era viable sino la única salvación de Mahingan Falls si no querían que terminara despoblándose. Se dice que la maqueta que exhibió en el vestíbulo del ayuntamiento fue un factor decisivo para atraer a su causa a los últimos escépticos, en especial a través de los niños, que hacían cola para admirarla y luego repetían machaconamente a sus padres lo bonita que era. El proyecto fue financiado y aprobado en 1964, aunque el inicio de las obras se retrasó una y otra vez por cuestiones políticas, pero también por la complejidad del tinglado financiero montado por el alcalde y sus socios. Geoff Calendish se derrumbó en mitad de Main Street tres meses antes de que las excavadoras iniciaran los trabajos, fulminado por un ataque cardíaco.

Su sucesor asumió la pesada herencia vigilando de cerca las largas obras de recubrimiento, que sumieron ambos ríos en la oscuridad tras haber desviado su último tramo para que evacuaran en las marismas del sur de la localidad. Así fue como el Weskeag desapareció bajo el asfalto de Peabody, mientras que el Little Rock se perdía bajo Beacon Hill para luego fundirse con el primero en algún lugar entre los cimientos del flamante Emily Dickinson School Complex. Un puñado de ancianos intentó hacer tambalearse el proyecto hasta el último momento, aduciendo que enterrar ríos no era bueno, con el incomprensible argumento del «respeto a las fuerzas vivas de la naturaleza», pero ni sus razonamientos estaban claros ni su movimiento organizado. A la postre, el único enemigo vehemente que se alzó de verdad contra las obras y amenazó su buen desarrollo fue la propia naturaleza, pero de una forma distinta a los ríos. Las primeras lluvias intensas cayeron a mediados de marzo, añadiéndose al deshielo que empapaba ya las colinas y vertía ininterrumpidos torrentes de agua en los desagües desde hacía diez días. Llovió sin parar durante tres semanas. A cántaros. Hasta formar peligrosas olas en las cunetas, inundar las canalizaciones y anegar las casas. Los obreros que intentaban verter el hormigón en el encofrado del que sería uno de los canales subterráneos tuvieron que parar después de que la corriente estuviera a punto de llevarse a un trabajador al ceder un dique. La obra se interrumpió durante más de un mes. Los voluntarios se relevaban para levantar barreras con sacos de arena en los puntos sensibles. Murieron animales, gatos, perros arrastrados por un brazo de agua surgido del fondo de los jardines; aparecieron cadáveres de mapaches y ratas por todas partes, pudriéndose en las calles, e incluso un hombre desapareció una noche, sin que se supiera jamás si la responsable había sido el agua o su mujer, que tenía fama de auténtica arpía.


Fue en esos días de enorme desbarajuste y miedo cuando los cielos empezaron a lanzar sobre Mahingan Falls carretadas de agua de la mañana a la noche, sin dar un respiro en dos días. Gruesos y pesados goterones caían de un techo gris oscuro cuyo vientre había embarrancado en las cimas de las colinas circundantes. La cumbre del monte Wendy había desaparecido, y con ella el Cordón, que oculto en el negruzco celaje hacía temer a los más «conectados» que tarde o temprano se perdiera todo contacto con el exterior.

Ya no se hablaba de otra cosa. Las inundaciones. ¿Rivalizarían con las de 1966? Y si esta vez los dos ríos se desbordaban en sus túneles, ¿no se corría el riesgo de que levantaran las calles y los edificios? ¿Se convertiría el sueño de Geoff Calendish en una pesadilla para los demás?

Connor, Corey, Chad y su primo asistieron impotentes al diluvio durante dos días, encerrados en casa de uno o de otro, consultando internet en busca de información sobre el barranco del bosque. Como no eran periodistas, no sabían cómo hacerlo, aparte de variando las palabras clave de sus búsquedas en Google, para obtener páginas y más páginas de contenidos. Había mucha información, así que se turnaban delante de la pantalla y leían en voz alta cuando un pasaje parecía más o menos interesante, antes de desecharlo casi por unanimidad. Era una tarea frustrante: mucho esfuerzo, toneladas de comprobaciones y ningún resultado concluyente. El barranco de Mahingan Falls no se mencionaba en ninguna parte. Si allí se cobijaba una fuerza benéfica, esta se comportaba con mucha discreción, al menos en internet.

Y, claro, los ánimos no acompañaban. El nombre de Dwayne Taylor surgía constantemente en sus conversaciones. ¿Cómo olvidar a aquel chico que había muerto ante sus ojos? En el pueblo no hablaban de él, por lo que dedujeron que aún no habían hallado el cuerpo. Eso provocó otro debate. ¿Debían o no debían alertar a las autoridades? Owen propuso un telefonazo anónimo, pero Connor se negó en redondo asegurando que con la tecnología moderna se podía rastrear cualquier llamada —lo había visto en la tele—, y la poli acabaría llegando hasta ellos. Les daba miedo que los acusaran del asesinato de Dwayne. ¿Quién iba a creer que el autor había sido un espantapájaros? Ningún adulto, seguro.

La tercera mañana la lluvia seguía sin aflojar, y Corey los llamó a todos para decirles que había que ir a la biblioteca. Owen tenía razón: si internet no podía ayudarlos, quizá la memoria escrita de su pueblo consiguiera hacerlo.

La biblioteca era un lugar curioso que fascinaba a los chicos tanto como los inquietaba. Se alzaba a cierta distancia del ayuntamiento, en Independence Square, al fondo de un jardín mal cuidado, con sauces desgreñados y arbustos que invadían los senderos de gravilla. Era una antigua iglesia. En el ardor religioso que había caracterizado a los primeros colonos, cada credo había realizado una demostración de fuerza construyendo su lugar de culto. A veces, dentro de un mismo pueblo, varias iglesias consagradas a un dogma rigurosamente idéntico se erigían por una simple cuestión de influencia, poder o rivalidad. Pero con el paso del tiempo y la disminución de los fieles, algunas quedaron abandonadas y en estado ruinoso, o cambiaron de dueño, como aquella de piedra ennegrecida que se alzaba orgullosa en el centro de Mahingan Falls, desmesurada para una localidad tan pequeña, que tenía más que suficiente con Saint Finbar. Esta, la iglesia histórica de Green Lanes y de la comunidad irlandesa católica, tenía la ventaja de llenarse sola y de no ser ni excesiva ni difícil de mantener. Su hermana mayor del centro, cedida por la diócesis, fue transformada en una vasta biblioteca que impresionaba a los más jóvenes.

El coche de Tom Spencer dejó a Owen y Chad delante del ayuntamiento al comienzo de la mañana.

—¿Habéis cogido los veinte dólares?

—Sí, papá, no te estreses —respondió Chad a través de la cortina de lluvia.

—Si cambiáis de opinión y preferís volver a casa para comer, me llamáis con el móvil de Connor, ¿de acuerdo?

—No cambiaremos de opinión —aseguró Owen—. Te avisamos esta tarde para que vengas a buscarnos. Gracias, Tom.

Los dos primos corrieron a ponerse a cubierto bajo las arcadas del edificio mientras el coche se alejaba, y poco después vieron venir hacia ellos a Corey y a Connor, que llevaba con orgullo una gorra con el logo de Batman goteando agua. Un poco más lejos, en la explanada del ayuntamiento, el aro metálico que sujetaba la cuerda de la bandera golpeaba frenéticamente el mástil. En ese momento retumbó un trueno, y los cuatro chicos, sobresaltados, miraron al cielo.

—Mi padre decía que las tormentas de verano son las peores —murmuró Owen.

—Es una señal —dijo Corey.

—¿Una señal de qué? —rezongó Connor.

—No lo sé. De una potencia superior. Puede que Dios, u otra cosa. Nos está diciendo: «Cuidado con lo que hacéis».

Connor hizo una mueca y soltó un sonoro pedo.

—¡Mira, ahí tienes una señal de una potencia superior a ti: el agujero de mi culo!

Connor y Chad se echaron a reír mientras Corey señalaba la verja de hierro forjado que rodeaba el exuberante jardín de la vieja iglesia, cuyo oscuro campanario emergía entre las copas de los árboles.

—Vamos a tener que correr si no queremos mojarnos hasta los calzoncillos. Hemos hecho bien en ponernos pantalones cortos.

—¡El último que llegue le pide al bibliotecario que nos ayude! —anunció Connor echando a correr bajo la lluvia, seguido de cerca por Chad. Derraparon por las aceras encharcadas y luego se lanzaron al esprint por la gravilla. Owen nunca había visto una biblioteca en un lugar así. Tenía la sensación de estar en un cuento para niños. Pero no en uno edulcorado por Disney, sino en versión original, como los que le contaba su abuelo cuando era pequeño, antes de morir de un cáncer de garganta. Owen se había preguntado durante mucho tiempo si no habría sido por culpa de las historias terroríficas que contaba a todas horas. Aquellos cuentos estaban llenos de paisajes angustiosos y personajes inquietantes, y no siempre terminaban bien.

Cuando llegó —el último— al vestíbulo, no pudo disimular su asombro; se quedó con la boca abierta mientras sus amigos se sacudían el agua entre risas. La iglesia había sido totalmente remodelada, pero había conservado su estructura original: las vidrieras de colores a modo de ventanas; el techo, muy alto a pesar de la entreplanta en forma de altillo que iba de una punta a otra de la nave; y las columnas de piedra, rodeadas por anaqueles hechos a medida.

El mostrador de recepción estaba en el antiguo atrio. Un ordenador, que no era precisamente nuevo, ronroneaba y arrojaba la luz de su pantalla sobre el rostro de un hombre barbudo de mediana edad que estaba leyendo una revista. Amonestó a los cuatro chavales con una simple mirada por encima de sus gafas redondas y posó el delgado índice en el cartelito que tenía delante: POR RESPETO A LOS LECTORES, GUARDEN SILENCIO.

De un codazo, Connor envió a Owen en su dirección.

—Has perdido, te toca preguntar —le susurró.

Un poco cortado, Owen se acercó y se aclaró la garganta antes de atreverse a hablar.

—Disculpe, señor. Mis amigos y yo queríamos investigar sobre la historia del pueblo.

El barbudo dejó la revista y observó a sus nuevos invitados con un poco más de atención.

—¿Tenéis carnet de la biblioteca?

—Pues… no. Mi primo y yo acabamos de mudarnos… ¿Hay que pagar algo?

El hombre se inclinó hacia él.

—¿Te parece que el acceso a la cultura es algo bueno?

—Sí…, claro.

—¿Y sabes de algo bueno que sea gratuito?

—Pues…

—¡Por supuesto que hay que pagar! De algún modo habrá que financiar todo esto —dijo señalando la biblioteca a su espalda—. ¿O crees que se hace con tus impuestos? Reembolsar la deuda, pagar la defensa, la justicia, la diplomacia y todo lo demás… Pero ¿la cultura? No. Solo recibe migajas.

—Es que… yo no pago impuestos.

—Voy a daros los impresos. Los rellenáis en casa y la próxima vez os registraremos. Hoy no podréis llevaros libros, pero la consulta es pública.

El hombre se acodó en el mostrador para inclinarse aún más hacia Owen y poder susurrarle con aires de conspirador:

—Para poseer la cultura hay que pagar, pero poseerla ahí dentro aún es gratis, así que aprovechad —dijo dándose unos golpecitos en la sien.

Parecía muy orgulloso de su perorata, y Owen, azorado, se volvió hacia sus amigos, que lo animaron a seguir.

—Señor, ¿tienen ustedes libros sobre Mahingan Falls?

—¿Qué queréis saber?

—Conocer su historia, nada más.

—Vamos a ver… Están McMurdo y Allistair, que escribieron un libro excelente sobre la región, y también tenemos a nuestro historiador local, Thomas Briar. Como el colegio no ha empezado, supongo que es por curiosidad…

—Para saber cosas del lugar en que vivimos ahora —se inventó Owen—. Bueno, gracias.

—En ese caso, bastará una visión general, así que esas obras son perfectas. Esa sed de conocimientos está muy bien, os felicito.

—¡Chisss! —oyó Owen a su espalda.

Al volverse hacia Connor, leyó la palabra «barranco» en sus labios.

—¿Tienen algún problema tus amigos? —le preguntó el hombre.

—No, solo son tímidos. ¿Y si busco cosas concretas, sucesos ocurridos en los alrededores, por ejemplo?

—¿Sucesos?

—Sí. Cosas… que se salen de lo habitual.

El hombre soltó un leve gruñido de desaprobación.

—Ya veo. Los archivos del The Observer. El antiguo periódico local. Cerró hace varios años, pero conservamos un ejemplar de todos sus números. Aún no los hemos digitalizado, pero los microfilmes se pueden consultar fácilmente en los reproductores, en el coro, al fondo del todo.

Owen se volvió hacia los demás y les hizo un gesto con la cabeza para que lo siguieran. Avanzaron por la nave entre las imponentes estanterías, en religioso silencio y sintiéndose muy pequeños. Grandes lámparas colgaban de las finas barras metálicas que cuadriculaban el espacio a media altura. Había escaleras corredizas para acceder a los estantes más altos, otra de caracol para subir a la entreplanta, y mesas de lectura distribuidas en el poco espacio libre que quedaba.

Un relámpago iluminó la iglesia a través de las vidrieras, seguido de cerca por un trueno que resonó entre los muros e hizo temblar a los cuatro chicos.

—Qué impresión… —dijo Corey en voz muy baja.

—Lo que da impresión es que estemos solos —hizo notar Connor.

Llegaron al coro, donde varios escritorios formaban una U. Cuatro ordenadores y dos lectores de microfilmes alternaban con zonas de trabajo iluminadas por lámparas con tulipa verde. Reinaba un ambiente de estudio y misterio, herencia del lugar.

Tras revolver un poco, encontraron las cajas con los microfilmes del Observer en una serie de cajones. Connor se encargó de preparar los lectores y colocar bien los rollos, y luego Owen y Corey se sentaron ante las pantallas de lectura.

La lluvia azotaba las vidrieras sin interrupción, pero los adolescentes, enfrascados en su búsqueda o medio dormidos en la silla, como Chad, no tardaron en olvidarse de ella. Las páginas desfilaban. Los números del periódico se sucedían. El bibliotecario les había llevado cuatro libros sobre la historia de Mahingan Falls y la región, que Connor hojeaba distraídamente.

—Ayúdame —dijo dándole un puntapié a la silla de Chad, que se despertó con un respingo—. Hay tantos datos que ya no sé dónde mirar.

Chad suspiró y cogió uno de los gruesos libros para estudiarlo.

Durante dos horas y media leyeron en silencio. Tras dos días rebuscando en internet, tenían la sensación de que nunca encontrarían nada apasionante.

El hombre volvió a acercarse, pero apareció a su lado tan silenciosamente que los sobresaltó.

—Perdonad si os he asustado… ¿No coméis?

Los chicos se miraron, cogidos por sorpresa.

—Tenemos algo de dinero para comprarnos un sándwich —le explico Owen.

—Pero ahora estamos en plena investigación —añadió Connor.

—¡Ah! Es que a esta hora normalmente cierro. Pero parecéis muy estudiosos, así que… Mirad, con la que está cayendo, quedaos aquí. Voy a buscar mi comida para calentarla en el despacho. Confío en que os portéis bien mientras tanto, ¿de acuerdo? —los chicos asintieron—. Me apellido Carver, pero llamadme Henry. Nada de tonterías, ¿eh? Y en cuanto a los sándwiches, está prohibido comer en la biblioteca.

Henry Carver se alejó, pero tras dar unos pasos se volvió de nuevo.

—Aunque supongo que con este tiempo estaría feo haceros salir. Así que, si queréis traeros la comida aquí, me parece bien, siempre que comáis en una mesa aparte y que luego lo dejéis todo limpio.

Le dieron las gracias y volvieron a enfrascarse en la lectura. Al cabo de unos instantes, la puerta de entrada se cerró a lo lejos y el ruido retumbó en toda la iglesia.

—Tenemos compañía —dijo Corey.

—¿Y? —respondió Connor—. ¿Tienes miedo de los fantasmas de los libros muertos?

—No, es solo que…

Se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la pantalla.

De vez en cuando, un rayo proyectaba su espectral resplandor a través de las vidrieras, mientras la lluvia las golpeaba sin descanso. Los truenos resonaban como si estuvieran atrapados en la hondonada que formaban las colinas del Cinturón.

Un lejano chirrido les hizo levantar la cabeza de sus textos. Carver debía de haber vuelto. Chad se desperezó e hizo girar la silla para intentar ver el mostrador de recepción entre las estanterías. No había nadie.

En ese momento la corriente eléctrica se interrumpió un instante y las lámparas parpadearon, pero volvieron a encenderse enseguida. Chad se acercó a Corey.

—¿Qué decías el otro día sobre las líneas de alta tensión que abastecen al pueblo? Que fallan en cuanto hay tormenta, ¿no?

—Si me hubieras escuchado, sabrías que precisamente ya no pasa, porque están enterradas. No te mees en los pantalones, no nos vamos a quedar a oscuras.

—Si piensas que eso me da miedo…

Connor le lanzó una bolita de papel a la cara, riendo.

—¡Cagueta!

La atención disminuía. Necesitaban una pausa. Connor se levantó para estirar las piernas y Chad lo imitó, mientras observaba los detalles arquitectónicos del techo.

—¿Tenéis algo? —preguntó Owen.

—Hambre —rezongó Connor—. ¿Y vosotros?

—¡Bah! Por ahora, ni una palabra sobre el barranco.

—Estamos perdiendo el tiempo —opinó Chad—. Si ese barranco tuviera algo de especial, ya lo habríamos descubierto.

—¿Crees que basta con quererlo? No, hay que ganárselo.

Corey pensaba igual.

—Si fuera tan sencillo, todo el mundo lo habría descubierto ya.

—¿Y si nos equivocamos? —sugirió Chad—. ¿Y si el barranco no tiene ningún poder?

Owen no estaba de acuerdo.

—Ya viste la reacción del espantapájaros. Le tenía miedo. No conseguía entrar. Y la primera vez que nos persiguió, le pasó lo mismo. No, ese barranco esconde un secreto, seguro.

—Bueno, pues yo no encuentro nada en todo esto —se rindió Chad, empujando los libros sobre la mesa.

Owen se volvió hacia Connor.

—¿Nada en la historia de Mahingan Falls que nos pueda interesar?

El interpelado se encogió de hombros.

—No. Cosas siniestras que pasaran en el bosque sí las hay, pero sin relación con el barranco.

—¿Qué tipo de cosas?

—Ya te puedes imaginar…, asuntos poco claros con los indios. Cambalaches, mentiras, ataques…

—¿Se dice dónde pasó exactamente?

Connor volvió junto al libro que había estado hojeando y empezó a pasar páginas.

—Sí, pero son nombres antiguos, luego lo cambiaron todo…

—¿Y si el barranco hubiera tenido un nombre en esa época? —sugirió Corey.

—No soy idiota, ya lo tengo en cuenta cuando describen los lugares, pero ninguno se corresponde. ¡Ah, aquí está! —dijo Connor al dar con el pasaje que buscaba—. La mayor masacre se produjo en la época de los primeros colonos. Debía de haber un intercambio importante entre los indios pennacooks y los habitantes del pueblo, que aún no era más que una aldea; pieles de animales y cosas así. Pero en vez de cumplir el trato, los colonos abrieron fuego, acabaron con todos los indios y remataron a los heridos en el barro.

—¡Qué antepasados más majos! —exclamó Chad.

—¿Dónde ocurrió? —quiso saber Owen.

—Nada que ver con el barranco. Donde se juntaban los ríos, en el centro histórico de Mahingan Falls.

—¿Dónde está eso?

—Ya no existe —explicó Corey—. Lo destruyeron todo hace mucho tiempo para construir el centro escolar.

—¿Y por dónde pasan los ríos ahora? —preguntó Chad, sorprendido.

—Por debajo, por subterráneos hechos a propósito.

Owen señaló los libros.

—¿Hay algún mapa?

Connor pasó las primeras hojas del libro que sostenía, desplegó una doble página que representaba Mahingan Falls a principios del siglo XXI y siguió buscando hasta dar con un plano mucho más antiguo, en el que no se veían más que tres calles en las proximidades de un lago, alimentado por dos ríos.

—Nada que ver —confirmó—. Es casi lo opuesto al barranco.

—Una fuerza maligna dio vida a ese espantapájaros —dijo Owen examinando los mapas—. Todo lo que pudiera explicarlo nos interesa. Desde ese punto de vista, no estoy seguro de que la masacre de…, ¿cuántos eran?

—Unos treinta, creo —respondió Connor.

—La matanza de treinta personas no es ninguna tontería. Puede que ese sea el origen.

—Entonces, ¿por qué no ha pasado nada hasta ahora? —replicó Corey—. Si hubiera habido muertes continuamente desde entonces, se sabría. Y no es así. Yo lo que puedo deciros es que he ido a bañarme al estanque un montón de veces, y los espantapájaros, los he visto colgados ahí durante años, ¿o no, Connor? Y nunca se han movido. Nunca.

Owen admitió que no podía opinar sobre eso.

—Corey tiene razón —dijo Chad—. No ha ocurrido este verano por casualidad. Tiene que haber una razón.

—¿Que no soporta vuestros caretos? —bromeó Connor, sin provocar las risas esperadas.

—¿Menciona algún otro suceso violento? —le preguntó Owen.

—De todas formas, hay que comprenderlo: la vida en una región tan salvaje no era nada fácil…

—¿Qué hay que comprender, que vuestros antepasados eran unos bestias y unos asesinos? —replicó Chad.

—¿Crees que los tuyos tienen las manos limpias? Los que sobrevivían en esos tiempos eran los fuertes, los depredadores. Los demás la palmaban.

—¿Hay más sucesos? —insistió Owen.

—Poca cosa. He leído que después hubo una serie de ahorcamientos. Y luego está el tema de las brujas de Salem, no muy lejos de aquí; parece que algunas chicas eran de Mahingan Falls. Pero necesito avanzar, aún no he llegado a la mitad…

Owen se paseaba por el coro, pensativo.

Tres relámpagos seguidos, casi furibundos, hicieron pestañear a la pandilla antes de que los truenos estallaran prácticamente sobre el campanario.

—¡Guau! —exclamó Chad—. ¡Estos sí que han caído cerca!

Las lámparas parpadearon de nuevo, se apagaron un instante y volvieron a encenderse.

—¿Ha regresado el bibliotecario? —preguntó Corey.

—Lo he oído hace un rato, pero no veo a nadie —dijo Chad echando un vistazo a la recepción.

—¿Seguro que era él?

—¿Y quién quieres que fuera?

Se miraron, dubitativos, empezando a sentir una pizca de inquietud.

—¿Señor Carver? —Chad alzó la voz—. ¡Señor Carver!

—No está —dijo Owen—. Da igual, no lo necesitamos. Connor, si en el resto del libro hay más muertes, nos avisas… Nunca se sabe.

—Antes me gustaría comer, ¡me crujen las tripas!

—A mí también —admitió Corey—. Si sigo mirando la pantalla sin hacer una pausa de verdad, se me van a derretir los ojos…

En algún lugar de la iglesia una puerta chirrió lentamente, y los cuatro se callaron. Owen se estremeció. No sabía si por el fresco que hacía en aquel sitio o por algún otro motivo desagradable.

—Vale —dijo—, compramos algo de comer y volvemos volando.

Recorrieron toda la nave hasta la puerta de entrada, que se negó a abrirse. Estaba cerrada con llave.

—¡Mierda! ¿Nos ha encerrado? —exclamó Corey, sorprendido.

Chad frunció el ceño.

—Espero que no sea un pervertido…

De repente se apagaron las luces, todas, y quedaron sumidos en una semioscuridad apenas atenuada por la grisura que tamizaban las gruesas vidrieras de colores.

—¡Oh, no! —murmuró Owen.

—Tranquilo —le dijo Chad poniéndole la mano en el hombro—, solo es un apagón.

En ese momento notaron una corriente de aire frío que pasaba entre sus tobillos desnudos.

Luego, una vibración procedente de las profundidades del edificio les hizo dar un respingo. Algo rugió lejos, bajo sus pies.

Chad volvió a tirar de la puerta insistentemente, sin resultado. La hoja era maciza, imposible de forzar.

El suelo volvió a temblar. Más cerca, le pareció a Owen, que retrocedió de manera instintiva.

Luego se oyó un chasquido mecánico, el de una maneta que se movía, seguido del rechinar de una puerta.

Un relámpago proyectó sus sombras.

En ese instante, Owen tuvo la certeza de que alguien o «algo» acababa de entrar.