75.

La llamita del mechero temblaba y crepitaba en la oscuridad del enorme patio de butacas.

Connor estaba en el pasillo central, luchando con su mente para dejar de ver y oír a Gemma en el instante en que aquella nube de tinta se la había tragado. Él quería vivir, a toda costa. Y sabía que eso implicaba asegurarse de que allí dentro estaban a salvo. No podía ver nada más allá del puñado de butacas que tenían cerca. Corey lloraba de tal modo que parecía al borde de una parada respiratoria, y Chad lo estrechaba contra sí, pero, conmocionado por lo que acababa de presenciar, era incapaz de decir una palabra.

Así que ahora todo el peso recaía sobre sus hombros. Y él era capaz de sobrellevarlo. Estaba acostumbrado. Algún día sería su trabajo, estaba seguro. Bombero, policía o militar. Una profesión que requiriera sangre fría y espíritu de sacrificio, pero también una buena dosis de inteligencia y valor. A veces le reprochaban que fuera tan impulsivo, pero él se consideraba más bien un tipo con decisión.

Y eso era lo que hacía falta ahora. No pasarse dos horas lamentándose y titubeando, sino asegurarse cuanto antes de que estaban solos y de que el inhibidor del cine seguía funcionando.

Connor bajó unos peldaños levantando el mechero por encima de su cabeza. Podía sentir la inmensidad de la sala y la altura del techo, aunque no lo viera. ¿Cómo se las iba a arreglar para explorar cada rincón? El mechero empezaba a recalentarse en su mano.

«Seré idiota…».

Aunque no hubiera cobertura, los móviles seguían conservando sus funciones normales. Sacó el suyo y lo puso en modo linterna. Un resplandor blanco mucho más potente que el de la llama le mostró de golpe una docena de filas. Vacías.

Se volvió hacia la izquierda…

La tapicería roja, las gradas… Allí tampoco había nadie. Descendió a media altura y continuó con su inspección, inclinándose entre las filas para comprobar que no había nada escondido o tumbado en el suelo. Estaba en el centro de un círculo de claridad rodeado de tinieblas, y comprendió que había dejado a oscuras a sus compañeros. Aún podía oírlos respirar y sollozar. En sus mentes había tal caos que ni se habían dado cuenta, o les traía sin cuidado.

Connor iluminó las siguientes butacas.

Poco a poco, recobraba la confianza. No sabía cómo se sentiría cuando saliera de aquello, pero ya tendría tiempo entonces de venirse abajo. Ahora su instinto de supervivencia había tomado las riendas, y Connor se centró en eso.

Solo faltaba inspeccionar la parte inferior de la sala.

Mientras avanzaba, echó un vistazo dentro de su mochila y contó tres bombas de gasolina. La que había lanzado al portal del edificio había surtido efecto. Puede que no consiguieran matar a aquellas hijas de puta, pero, desde luego, no les hacían ni pizca de gracia. Con aquella munición y el inhibidor, tenía la esperanza de poder aguantar hasta que llegara ayuda. Y sería el ejército, seguro. El Gobierno enviaría todas las tropas de élite, y en dos o tres días Connor saltaría a las portadas de los periódicos en compañía de los demás supervivientes. Las cadenas de televisión emitirían sus declaraciones en bucle.

«¿Y si el Gobierno no manda a nadie?».

¡Qué estupidez! ¿Cómo no iba a actuar para salvarlos? Esa era su principal obligación: proteger a los ciudadanos.

Solo que esos ciudadanos contarían los horrores que habían vivido. Revelarían al mundo entero la existencia de los monstruos y los fantasmas y provocarían el pánico en la población de todos los países, y los gobiernos perderían el control. Sería el caos…

«No, qué tontería… No será para tanto».

Había otra hipótesis a tener en cuenta. Puede que todo aquello fuera intencionado. En ese caso, el Gobierno no solo no enviaría tropas sino que no tendría ningún interés en hacerlo, puesto que sería el responsable de aquella mierda. Después de todo, alguien tenía que haber liado aquel pitote, y visto el calibre, ¿quién podía haberlo hecho aparte del Gobierno?

«Oh, Dios mío, esto no me huele bien… Si nos quedamos aquí, estamos jodidos».

Había que largarse de Mahingan Falls. Antes de que los bombarderos soltaran sus cargas incendiarias sobre todo el pueblo para erradicar el problema y el Gobierno se inventara un cuento chino para enterrar la verdad bajo toneladas de embustes.

Butacas vacías, allí también.

Connor bajó los últimos escalones e iluminó las filas delanteras, a la derecha y luego a la izquierda.

Cuando acabó, dejó escapar un largo suspiro.

«Por lo menos estamos solos».

En un exceso de aprensión, se había imaginado que encontraría un cadáver repugnante desollado vivo o con la lengua arrancada y la tráquea, el esófago, el estómago y los metros de intestino desplegados de butaca en butaca, como una madeja desenrollada. Las Eco hacían ese tipo de porquerías.

Volvió a subir para reunirse con sus amigos.

No quedaba otra opción que convencerlos de que había que largarse antes de que el ejército lo hiciera saltar todo por los aires.

«Primero tienen que calmarse…».

Dejó el móvil alumbrándolos y se arrodilló para estar a su altura.

—Lo siento mucho —dijo, y le dio un abrazo a Corey y otro a Chad.

Y esperó.

Su burbuja de luz blanca parecía un batiscafo en el fondo de un abismo insondable.

Chad rompió el silencio al cabo de unos instantes. Tenía la voz rota por el dolor.

—¿Crees que Adam se habrá salvado?

—Se lo han merendado, ¿no?

—Nada de eso, estaba con nosotros en el vestíbulo. Se ha desmayado, creo.

—¿Abajo? ¡Mierda, entonces puede que aún esté vivo! ¡Hay que ir a buscarlo!

Chad miró a Corey, que seguía temblando, hundido en la desesperación.

—No está en condiciones.

—Entonces, quédate con él. Vuelvo enseguida.

Connor dejó la mochila en el suelo delante de Chad y sacó dos globos que sujetó por los nudos con una mano; con la otra cogió el mechero.

—¿Seguro que es buena idea?

—Si fueras tú, ¿te gustaría que te abandonaran? —Chad negó enérgicamente con la cabeza—. Quédate con Corey —dijo Connor antes de empujar los batientes de la puerta.

El bar, con su máquina de palomitas y las bebidas, estaba sumido en la oscuridad, y Connor tuvo que encender el mechero para confirmar que allí tampoco había nadie. El fogonazo iluminó la gastada moqueta y las paredes tapizadas. Avanzó a tientas unos metros y volvió a encender el mechero. Nuevo fogonazo. Los carteles de los estrenos de otoño reflejaron la llama. Connor recorrió el máximo de distancia posible antes de volver a alumbrarse. Fogonazo. La escalera que llevaba al anfiteatro. Desde allí arriba tendría una buena vista del vestíbulo. Se deslizó por ella sigilosamente, con una mano en la barandilla, hasta llegar al entresuelo. Las auroras boreales derramaban sobre la calle una claridad tenue, unas veces verdosa y otras azulada, que bastaba para distinguir las formas en el vestíbulo, al pie de la escalera.

Cerca de las puertas había alguien tendido en el suelo.

No podía creérselo. Con la precipitación, se habían olvidado de Adam. Pensaban que había muerto con Gemma.

Bajó con toda la cautela del mundo y, sin quitarle ojo a las puertas de cristal, se acercó al chico, que seguía inconsciente.

Fuera, la calle había recuperado la calma.

«Porque todo el mundo está muerto».

Debía de haber un puñado de supervivientes escondidos aquí y allá, pero ahora que las Eco no tenían todo un rebaño que exterminar, podían dedicarse a la caza. Al ritmo que iban, antes del amanecer no quedaría ni un alma en Mahingan Falls.

Y por primera vez, Connor pensó en su madre.

«Estará bien. ¿Cómo no va a estarlo? Con lo miedica que es, se habrá escondido al primer disparo. ¡En cuanto ha saltado la luz, seguro! Estará acurrucada en un rincón de su cuarto, llamándome de todo porque no cojo el maldito móvil. Sí, eso es. Y cuando vuelva me pondrá a parir, me dirá que para qué me lo compró si cuando me busca no lo cojo».

Salvo que no iba a volver. Por lo menos de momento. Y no estaba muy convencido de sus suposiciones. Pero como le permitían mantener a raya sus emociones, se obligó a creer en ellas, al menos un poco, al menos un rato.

Le puso dos dedos en el cuello a Adam y le buscó el pulso, que encontró tras varios intentos.

«¡Has salido de esta, cabroncete!».

Había tenido más suerte que Gemma. La vida era terriblemente injusta. ¿Por qué ella, que era genial, en vez de Adam, al que apenas conocían?

«Pensar eso está feo. Debería darte vergüenza».

Connor lo sacudió para despertarlo, pero tuvo que insistir durante un minuto largo antes de que Adam se espabilara, al principio lentamente, y acabara volviendo a la realidad, aterrorizado. Connor le tapó la boca con la mano para impedir que gritara y se volvió hacia las puertas para comprobar que no había nadie.

Adam estaba en estado de shock, y Connor temía que le diera un ataque o tuviera una reacción violenta.

—¡Eh! Concéntrate en mí —le dijo, y chasqueó los dedos delante de sus pupilas dilatadas—. ¡Aquí, aquí! Vuelve con nosotros, Adam. Soy yo, Connor. Tienes que reaccionar, colega, o no durarás mucho.

—Gemma…

Connor asintió.

—Sí. Esas cabronas la han pescado.

Al oír esas palabras, Adam vomitó un chorro de bilis sobre sí mismo y sobre la moqueta, y Connor tuvo el tiempo justo de apartarse.

—Ven conmigo, allá arriba estaremos más seguros que aquí —le dijo dándole unas palmaditas en la espalda—. Pero no podemos entretenernos. Tienes que ayudarme a convencer a los otros de que debemos irnos.

—¿Irnos adónde?

—Lejos. Antes de que el ejército lo arrase todo.