78.
La voz de Chad resonó en la gran sala vacía.
—Pero ¡aquí estamos seguros!
—Seguros en apariencia —replicó Connor—. Si nos quedamos en el cine, puede que escapemos a esas cosas, al menos temporalmente, pero ¿de qué nos servirá si acabamos carbonizados por las bombas del ejército?
—Pero ¿de qué hablas? El ejército no va a matar a sus propios compatriotas, ¿o es que te has vuelto loco? ¡Somos estadounidenses!
—Cuando vean esta mierda, ¿crees que se arriesgarán a que se entere todo el país? ¡Ni en broma! ¡Y si en realidad los culpables son ellos, menos! De todas formas, cuando aparezcan ya habrá muerto casi todo el mundo, así que por qué preocuparse… ¿Crees que nuestro presidente se va a andar con sutilezas?
Aquel argumento, más que cualquier otro, pareció hacer mella en Chad, y le suscitó dudas. Connor le dio un codazo a Adam, que, presa de sus miedos interiores, apenas era capaz de seguir la discusión.
—Díselo tú —le insistió—. Dile que estás de acuerdo conmigo.
Adam asintió, casi ausente.
Chad posó la mano en el hombro de Corey.
—¿Tú qué piensas?
Corey ya no lloraba, no le quedaban fuerzas, pero tenía las mejillas húmedas, hundidas y rojas.
—Me importa un pito —dijo entre dientes.
Connor, que había dejado el móvil en el suelo para que los iluminara, lo cogió y miró la pantalla.
—Me queda menos del quince por ciento de batería. Dentro de nada estaremos totalmente a oscuras. ¿Queréis quedaros aquí, sin ver nada, con todos esos ruidos raros que se oyen fuera?
—Ha sido idea tuya —replicó Chad, pero con menos convicción.
—Pues me he equivocado.
—No sé si soy capaz de volver a salir y echar a correr —confesó Adam en voz baja.
—La calle está tranquila. Ya se han ido.
Chad gruñó.
—Sabes perfectamente que solo están escondidas, al acecho.
—Por eso mismo saldremos discretamente para subir por Main Street.
—¿Y después?
—Vosotros salís pitando hacia tu casa. Si tus viejos siguen ahí, me esperáis y nos largamos con ellos. Si no, podemos ir a la cabaña del barranco. Allí no hay nada que temer.
—¿Por qué?, ¿adónde piensas ir tú?
—A buscar a mi madre.
Adam asintió.
—Yo también quiero ir a mi casa.
—Entonces, salgamos de una vez y ya nos organizaremos fuera para ver adónde va cada uno.
A la cruda luz del teléfono móvil, Chad parecía diez años mayor. Asintió lentamente.
—Vale.
—Yo iré delante, con una bomba de gasolina en la mano —decidió Connor—. ¿A ti te queda alguna?
—Las dos mías.
—Perfecto. Entonces, tú cierras la marcha. Corey y Adam, entre nosotros. Chicos, puede que haya que correr, ¿conformes?
Adam asintió, pero Corey solo se levantó y extendió la mano.
—Yo quiero una. Dadme una de esas bombas.
—Solo tengo un mechero.
—Si no me la das, no voy.
—Corey, no puedo…
—¡Dásela!
Connor soltó un suspiro, le plantó el mechero en la mano y le entregó una de las bombas incendiarias caseras. Luego se puso en camino hacia la salida, seguido por los demás.
Chad se acercó a Corey.
—Sé lo que quieres hacer.
—Entonces ayúdame.
—Si morimos nosotros también, ¿crees que habrá servido de algo?
—Esa cosa ha matado a mi hermana. Quiero cargármela.
—Y yo, pero no a costa de la vida de todos. Gemma no habría querido eso.
—¡No me digas lo que habría querido Gemma! ¡Habría querido vivir!
—¡Eh! ¡Callaos! —les ordenó Connor—. ¡Nos van a oír!
Se detuvieron en el entresuelo y observaron el silencioso vestíbulo. Connor comprobaba cada ángulo muerto antes de seguir avanzando, con el sigilo de un comando en plena operación. Una vez abajo, se acercaron a las puertas de cristal e inspeccionaron Main Street. La calle estaba vacía y tranquila, lo que quizá era aún más inquietante. El peligro podía ocultarse en cualquier sitio.
—Me da mala espina —murmuró Adam.
—Es demasiado tarde —contestó Connor—. A no ser que quieras quedarte solo aquí dentro.
El líder se quitó la gorra para estrechar la tira ajustable y volvió a ponérsela. Ahora le apretaba un poco, pero si tenían que correr no saldría volando. Empujó una de las puertas y se detuvo bajo la marquesina. Los demás lo imitaron e inclinaron el cuerpo hacia delante. Chad vio el charco viscoso no muy lejos, entre dos coches. Era todo lo que quedaba de Gemma. Reprimió los espasmos de su estómago para no vomitar y procuró interponerse entre Corey y la terrible imagen.
El silencio que reinaba no era natural. Ni un chisporroteo eléctrico, ni un alma, ni el rumor lejano de un asomo de actividad. Era aún más impresionante que la ropa esparcida por el suelo, incluso cuando no ocultaba completamente los brazos o las piernas que había debajo.
Connor señaló con el dedo hacia el oeste, en dirección a Independence Square, y luego se lo llevó a los labios. Todos asintieron con la cabeza. Caminaron junto a una serie de coches, varios de los cuales tenían las puertas abiertas, de las que a veces sobresalía un cadáver o lo que quedaba de él, casi siempre el tronco o la parte inferior del cuerpo, como si las Eco se hubieran comido lo que les parecía más jugoso.
En algún lugar de la calle, más adelante, un cubo de basura, o un objeto metálico hueco de gran tamaño, cayó al suelo, y los chicos se tensaron, aterrados.
No veían nada. Ninguna figura amenazadora.
Los arabescos de colores seguían bailando bajo las estrellas, entrelazando sus vapores, y Chad, que les veía cierto parecido con las representaciones de cromosomas que había estudiado en los libros de ciencias, se preguntó si las auroras boreales no serían en realidad las cadenas de ADN del cosmos.
Sus tres amigos se habían adelantado mientras él fantaseaba. Apretó el paso vigilando las zonas oscuras de la acera, las fachadas irregulares y el otro lado de la calle. Había tantas sombras que era imposible sentirse seguro. Si alguna Eco se había agazapado en un entrante, no la vería. Bastaría con que pasara por delante de ella para que, a la velocidad a la que saltaría, lo atrapara antes de que comprendiera de dónde había salido. Y sabía lo que sucedería a continuación.
Gemma ni siquiera había gritado. Al menos, no recordaba haberla oído.
Pero cuánto terror había en sus ojos, Dios santo… Un miedo como Chad no había visto jamás. La carne se le volvió a poner de gallina y se le hizo un nudo en la garganta.
Delante de él, los otros tres chicos se habían detenido. El corazón le dio un vuelco. ¿Qué habían descubierto? No quería volver a ver una de aquellas sombras. Nunca más. No era lo bastante fuerte para soportarlo.
—¡Chad! ¡Enfrente! —le advirtió Connor.
Chadwick aspiró una gran bocanada de aire para armarse de valor y se subió a la jardinera tras la que se habían agrupado.
No vio a nadie. Ningún movimiento, ni siquiera entre las numerosas manchas negras de los edificios del otro lado.
—¡La tienda! —concretó Connor.
En ese momento, Chad reconoció la fachada de la tienda de deportes.
Unas bicicletas presidían el escaparate, cuya luna yacía hecha añicos en la acera.
—Genial —murmuró—. Pero hay que cruzar…
Adam dijo «no» con la cabeza, pero Connor lo agarró del hombro y, arrastrándolo tras él, se deslizó entre los parachoques. Un poco más atrás, Corey y Chad lo imitaron. Se coordinaron mediante gestos para atravesar la calzada a la vez.
Pasos rápidos, silenciosos. Los cinco sentidos alerta.
Estaban justo en medio de Main Street cuando una Eco salió de su escondrijo cincuenta metros más abajo, seguida de inmediato por otras cuatro inmensas sombras, que volaban frenéticamente justo encima de la calzada.
—¡Enemigo a la vista! —gritó Connor, comprendiendo que había pasado el momento de la prudencia.
Los chicos tomaron impulso y salieron disparados hacia la tienda. Todos menos Corey, que se detuvo frente a los monstruos.
Chad saltó sobre el capó de un coche, aterrizó al otro lado y corrió sobre las esquirlas de cristal hasta una bicicleta que parecía de su talla, una mountain bike roja y amarilla. La sacó a la acera y se montó. Era un poco grande para él, pero al ver que las Eco habían acortado distancias, se olvidó del asunto y empezó a pedalear tan deprisa como pudo.
Connor, que sujetaba dos bicis, las llevó a pulso hasta Corey y arrojó una a sus pies.
—¡Monta! —le gritó casi al oído.
Corey tenía los ojos cada vez más abiertos, y de pronto, el miedo pudo más que el odio o el coraje infantil que lo animaba. Soltó el globo de gasolina y el mechero, agarró el manillar y pedaleó a su vez.
Los cuatro chicos intentaban ganar velocidad cuando Chad vio materializarse otra Eco, esta vez delante de ellos. La criatura no esperó: se lanzó a su encuentro.
En un acto irreflexivo, Chad soltó el manillar y se apoderó de una bomba de gasolina y del Zippo.
Sabía que solo tendría una oportunidad.