37.

El viento mecía el maíz bajo una bóveda de nubes que se deshilachaban en una lluvia intermitente. Las mazorcas bailaban en grupos, como una muchedumbre en un concierto, siguiendo el ritmo de la estruendosa y sibilante tormenta.

De pie bajo el tejadillo del porche de los Taylor, con las manos en los costados del uniforme beige, Ethan Cobb miraba los campos que se extendían frente a él hasta fundirse con el horizonte de color pizarra. A su alrededor, el agua caía en un sinfín de minúsculas cascadas, regueros y goteos a cual más ruidoso.

—¿No se llevó nada? —preguntó sin volverse.

Detrás de él se oyó la voz flemosa de Angus Taylor, que apestaba a tabaco a una legua.

—Nada de nada. El móvil sí, no lo soltaba nunca, siempre lo tenía metido en el bolsillo. Pero la tarjeta de crédito está aquí, y su ropa preferida, lo mismo. Además, si se hubiera ido voluntariamente, como ha sugerido su compañero, jamás se habría dejado la gorra de los Red Sox con la dedicatoria de Johnny Pesky, era su trofeo, la niña de sus ojos. La quería más que a su vida. Está en su habitación. La compró en Danvers en una subasta. Ahorró todo el dinero para gastos que le dábamos por trabajar en la granja para pagarla. ¿Quiere verla?

—No será necesario.

—No se ha ido —dijo con firmeza Clarisse, la mujer de Angus—. Lo sé. Una madre sabe esas cosas.

—Imagino que habrán recorrido los campos… —supuso Ethan.

—Sí, no paro de hacerlo con Mo, mi viejo. Como puede ver, hay mucha superficie, y con este tiempo no es fácil: hasta nosotros nos perdemos. Pero nada. Espero que no esté ahí, inconsciente en cualquier parte. Nunca me perdonaría que…

—Su perro, el que tiene atado a la entrada, ¿los ha acompañado en sus batidas?

—¿Lex? Últimamente no sé qué le pasa… No para de llorar en todo el día, y por la noche, como no lo meta en casa ladra hasta quedarse afónico. Ya no entra en los maizales. Se niega a alejarse de la casa.

—¿Lo había hecho antes?

—No. Debí escoger uno sin pedigrí, son más duros. ¡Estos chuchos de raza no valen para nada! Le habrá mordido un coyote en los campos, y se ha acobardado. ¡Como siga así de zángano, me voy a ahorrar una boca que alimentar!

—¡Angus! —lo interrumpió Clarisse, indignada—. ¡Lex no es ningún zángano, no tienes por qué ser tan duro con él!

A Ethan no le gustaba aquello. Tampoco él creía en la tesis de la fuga defendida por el incompetente de Paulson. Estaba claro que el jefe Warden había mandado allí a su perro fiel para calmar los ánimos y asegurarse de que Cobb, el elemento perturbador, el paranoico que veía problemas en todo, se mantuviera al margen. «Gracias por el soplo, Ashley».

Si Warden se enteraba de que había ido hasta allí, no le haría ni pizca de gracia.

«Que le den».

—¿Hay cobertura aquí? —preguntó.

—Por supuesto —respondió Angus acercándose y extendiendo el brazo, cubierto de vello blanco, para señalar la masa de nubes, bruma y chubascos acumulados en el norte—. Con esta negrura no es posible verlo, pero el monte Wendy está justo ahí, al otro lado del bosque, con su maldita antena que estropea el paisaje los días despejados. De modo que sí, señal tenemos.

Ethan se animó un poco. Por fin una buena noticia. No era probable que el móvil del chico siguiera funcionando después de cuatro días sin recargarlo, pero no costaba nada intentar localizarlo. Se ocuparía en cuanto volviera. Allí no tenía ningún contacto con los operadores telefónicos, y dudaba que pudiera conseguir algo sin el apoyo del fiscal del distrito, Marvin Chesterton. Pero meterlo en el asunto equivalía a declararle la guerra al jefe Warden y decirle adiós a su puesto, así que decidió que recurriría a sus antiguos compañeros de Filadelfia. Algunos le debían más de un favor.

—Necesito su número, el nombre de la compañía telefónica y todos los datos que pueda darme.

Al menos eso, Paulson debería de habérselo pedido ya. Era un inútil completo, en el trabajo y en todo lo demás.

—¿Lo encontrará? —preguntó Clarisse con un deje de esperanza en la voz.

Ethan se volvió hacia ella. Era una mujer gruesa, con la larga melena rubia salpicada de mechones grises.

—No puedo prometerle nada, pero haré todo lo que esté en mi mano. A partir de ahora, si tienen cualquier pregunta o alguna información que comunicarnos, diríjanse directamente a mí —les pidió, tendiéndoles su tarjeta con el logotipo de la policía de Mahingan Falls.

El móvil empezó a sonar, y Cobb contestó.

—Ethan, tienes que venir enseguida —le dijo Ashley bajando la voz para que no la oyeran.

—¿Estás en casa?

—No, no es por mí. Otro cadáver.

Al oírlo, Ethan se alejó de los Taylor y bajó del porche a pesar de la lluvia.

—¿Varón? ¿Identificable?

Estaba pensando en Dwayne Taylor.

—No.

—¿No qué?

—Ninguna de las dos cosas. Tienes que venir. North Fitzgerald Street, 87. Date mucha prisa, por favor. Y ten cuidado, está Warden.


Grasa derretida. Hierro. Comida en mal estado. Fuerte concentración de ácido rancio. Y un poco de mierda también. Todo ello multiplicado hasta lo insoportable, hasta dejar casi de ser un olor para volverse palpable, como un viscoso y nauseabundo aceite que se pegara a las mucosas e impregnara la ropa. Así era el hedor que salía del primer piso y bajaba por las escaleras.

Ethan supo que la visión iba a ser dantesca. Delante del chalet, Max Edgar vomitaba hasta la primera papilla sobre el césped y César Cedillo estaba tan blanco como un fantasma. En la planta baja, Pierson King y Lane Paulson, que hacían lo que podían para consolar al marido, derrumbado en un sillón del cuarto de estar, también parecían tocados, ausentes, estremecidos aún por el horror que habían contemplado.

Ashley Foster estaba en el rellano, tapándose la nariz con un pañuelo. Esperándolo, comprendió Ethan.

La actividad se había concentrado en un pequeño aseo encajonado entre dos habitaciones. Las emanaciones de la muerte procedían de allí sin la menor duda y eran tan intensas que costaba respirar. Con el estómago en la garganta, Ethan hizo un gesto con la cabeza para saludar a su compañera, que le señaló el cuarto de baño con la barbilla. Luego se asomó por el hueco de la puerta. Vio las paredes cubiertas de rastros rosáceos de sangre diluida y la bañera llena de un aguachirle rojo y parduzco del que emergía, aquí y allá, un informe y hormigueante amasijo: carne putrefacta e infestada de gusanos, sin piel.

En el interior, unas voces hablaban en un susurro. Ethan reconoció la de Warden y, para su sorpresa, también la de Ron Mordecai, el dueño de la funeraria.

Dio un paso atrás para volver junto a Ashley.

—¿Qué pinta aquí Mordecai? —le susurró para que no los oyeran.

—Lo ha llamado Warden.

—¿Warden? Creía que lo odiaba…

—Para que veas lo perdido que está…

—¿Quién es la víctima?

—Kate McCarthy. La ha encontrado su marido al volver de viaje. Llevaba tiempo muerta.

—Eso me ha parecido. ¿Se sabe la causa?

—Le han… arrancado la piel. De todo el cuerpo.

—¿Toda la piel?

Ashley asintió.

—No queda casi nada. A su alrededor había decenas de maquinillas de afeitar. Algunos jirones han atascado el desagüe. Ha… perdido la sangre y todo lo demás.

Ashley no necesitó explicarle más: Ethan había comprendido lo principal. Kate McCarthy se había macerado en su propio jugo.

—¿Se ha confirmado su identidad? —preguntó.

—Dado su estado es imposible, pero Kate McCarthy no aparece, y su descripción se corresponde con el cuerpo de la bañera. Caben pocas dudas.

Atraída por los murmullos, la menuda silueta tocada con el sombrero de costumbre apareció en el umbral. El jefe Warden encogió las estrechas hendiduras que le hacían las veces de ojos.

—Cobb, ¿por qué está usted aquí?

—He oído que había agitación en la calle y me he acercado a ver qué pasaba —mintió—. ¿Quiere que acordone el escenario mientras llega el equipo forense?

—No hace falta, no los he llamado.

A Cobb le costó ocultar su sorpresa, incluso en la penumbra del rellano.

—Jefe, los científicos son nece…

—Lo he decidido y se acabó. Usted no ha entrado, así que no sabe nada.

—¡La han desollado viva! De los pies a la cabeza. Nadie se hace eso.

Warden clavó sus descontentas pupilas en Ashley Foster, comprendiendo que era la fuente de la filtración.

—Para ser un policía con experiencia, es usted bastante ingenuo —masculló—. Los perturbados son capaces de cualquier cosa.

—¿Tiene antecedentes psiquiátricos? ¿Ya lo sabe todo sobre la víctima? ¿Tan pronto? Jefe, no podemos excluir que sea un homicidio. No cuesta nada llamar a un equipo técnico que…

Warden se le echó encima con la agilidad de un ave rapaz.

—¡Cobb! Vuelva a llevarme la contraria y lo pongo en la calle en el acto con un expediente que le cerrará las puertas de todos los departamentos de policía del país, ¿entendido? —un brillo salvaje relucía en el fondo de sus ojos. ¿Era la duda? ¿El miedo?—. ¡No va a montar un circo en mi pueblo! —insistió—. ¡Ni usted, ni Chesterton con su panda de pingüinos liberales! ¡Y sí, hacer venir a expertos cuesta dinero! No pienso malgastar nuestro presupuesto en vano. Menos aún para abrir nuestras puertas a extraños.

«Ha perdido el control. Esto es incompetencia».

Pero Ethan retrocedió y guardó silencio. Warden, que lo interpretó como un signo de debilidad, aprovechó para lanzar una orden terminante.

—Vuelva a la oficina, Cobb, no quiero a mis dos tenientes estorbando aquí cuando puede surgir alguna urgencia en el pueblo. Será más útil allí.

Era absolutamente falso, y los tres lo sabían.

Ethan lo miró fijamente unos instantes —era evidente que con algo más que una actitud desafiante: con antipatía, con inquina— y luego se batió en retirada hacia la planta baja, seguido de cerca por Ashley, a la que, ya puesto, Warden también había echado. Los dos agentes se dirigieron hacia el coche del teniente.

—¡Es una falta grave! —bramó Ethan de pronto—. ¡Está tapando lo que probablemente es un asesinato!

Ashley se apresuró a alzar las manos para que bajara la voz.

—¡Aquí no! Te van a oír, sube —dijo empujándolo al interior del viejo 4×4 de la policía—. Está a medio paso de echarte, Ethan.

—No, no lo hará. Sabe que desde dentro puede ejercer presión sobre mí, mientras que si me echa no tendrá ningún control.

—Es el jefe de policía de un pueblo de Nueva Inglaterra. Él manda. Te guste o no, así son las cosas por aquí.

—¿Tanto miedo le da ver aparecer a Chesterton, la policía estatal y los periodistas que está dispuesto a echar tierra a un asesinato? ¿En serio?

—Warden es muy suyo, sí, pero no va a hacer como si no hubiera pasado nada. Por eso estaba ahí Ron Mordecai. Va a investigar. A su manera, a su ritmo, con sus medios. Confía en mí, lo conozco.

Ethan estaba a punto de pegar un puñetazo en el salpicadero para desahogar su rabia, pero consiguió dominarse y se limitó a aferrar el volante.

—Hace lo que le da la gana. Y no me digas que tú tampoco ves que aquí está pasando algo. Lise Roberts y Dwayne Taylor desaparecen de la noche a la mañana. Rick Murphy muere en extrañas circunstancias. Cooper Valdez huye en plena noche y se mata. Y ahora esa chica desollada en su propia bañera. No me vengas con la ley de la fatalidad, tú no. ¿No oyes el tictac encima de nuestras cabezas?

Ashley volvió la vista hacia la calle. Los goterones caían en el parabrisas y deformaban las fachadas como en un cuadro de Dalí en el que las casas resbalaran hasta el asfalto entre relojes gigantes. Su encuentro en el bar los había acercado. En lugar de hacerles sentir incómodos, había abierto una puerta. Estaban empezando a conocerse. El barniz del oficial de policía se agrietaba para dejar ver al hombre que había debajo. En cuanto a las fisuras de Ashley, se parecían demasiado a las suyas para que no se sintiera identificado y quisiera acompañarla. Ambos sabían que jugaban a un juego peligroso. Habían empezado a tocarse. Hacían bromas sobre sus compañeros a sus espaldas. Se barruntaba el patinazo.

—Y según tú, ¿qué pasa? —preguntó Ashley—. ¿Existe un vínculo?

—No lo sé. Pero se acabó la resignación. Voy a investigar un poco más. A espaldas de Warden si es necesario.

Ashley asintió.

—Muy bien. Te ayudaré. ¿Por dónde quieres empezar?

—Vamos a retomarlo todo dando por sentado que hay varias víctimas. Busquemos posibles conexiones entre ellas. Un punto de partida. O semejanzas. Cualquier cosa que pueda dar sentido a todo este embrollo.

—Yo conozco a la gente de aquí. Volveré a hablar con las personas cercanas —propuso la joven.

—Preferiría que primero buscases a los tipos de la Comisión de Comunicaciones que vinieron al pueblo. Cooper Valdez destruyó todo su material antes de huir, y yo oí voces extrañas en su barco, igual que la gente de la emisora. Los de la CFC se presentaron en aquel preciso momento, y yo no creo en las casualidades. Aquí hay gato encerrado. Quiero hablar con ellos.

En la calle, las casas parecían haber perdido sus colores durante el temporal. Mahingan Falls entraba en otra dimensión. Gris e inquietante.