26.
Dwayne Taylor, con el blanco de los ojos brillante, las comisuras de los labios llenas de pegajosa baba y la escopeta en las manos, lista para escupir muerte, parecía presa de una fiebre que lo emborrachaba.
—No, no lo hagas… —suplicó Connor—. Lo siento mu…
—¡Solo queríamos quemar el espantapájaros! —confesó Owen.
El rostro de Taylor se ensombreció.
—¿El espantapájaros? ¿Por qué?
—¿Lo… lo hizo tu padre? —le preguntó Connor.
Taylor no respondió. Sus diminutos ojos volaban de un chico a otro con una extraña curiosidad.
—No nos vas a creer —dijo Owen—, pero tu espantapájaros ha intentado matarnos. Es la verdad.
Connor, que se temía lo peor, levantó la mano libre en son de paz y farfulló unas cuantas frases para intentar solucionar las cosas. Taylor dejó de apuntarle y se apoyó la escopeta en el hombro.
—Entonces, ¿vosotros también lo habéis visto? —exclamó para gran sorpresa de los cuatro chicos.
De repente parecía sumido en el estupor. El estupor de un chico que aún no tenía veinte años, vivía en una granja, había presenciado algo que no podía contar sin que lo tomaran por loco y al fin encontraba unos oídos comprensivos. El peso que lo aplastaba se desprendió de él y su mirada se iluminó poco a poco con un destello de esperanza.
—¿Te persigue como a nosotros? —le preguntó Owen, asombrado.
—No. No me he acercado a él. Fue una noche. Me di cuenta de que no estaba en los palos. Y el lunes pasado, al amanecer, lo vi regresar a través del maizal. Creí que me había vuelto majareta… Estuve a punto de acercarme con el móvil, para grabarlo, pero, no sé por qué, sentí que era mejor que no me viese. Esa cosa es…
—Mala —completó Owen.
Dwayne asintió.
—Lo hizo tu padre, ¿no? —insistió Connor.
—Sí.
—¿Tu viejo practica magia negra?
—¿Qué? ¡Menuda ocurrencia! ¡No, claro que no!
—Entonces ¿cómo explicas que el espantapájaros esté poseído por un espíritu maligno?
—¿Y cómo sabéis que es un espíritu? Puede que simplemente se haya… despertado.
—Sí, o se le ha metido un extraterrestre por el culo… —rezongó Corey, sin atreverse a reír.
—Mi padre hace unos cuantos todos los años, y nunca había pasado nada. Coloca tres o cuatro en distintos puntos de la granja y…
Taylor no acabó la frase. Un silbido metálico, seguido de un choque blando y húmedo, lo interrumpió.
El rastrillo acababa de surgir a través de la cortina de maíz, justo a su derecha, y su camiseta se abrió en jirones horizontales mientras una mancha oscura empezaba a extenderse por ella. Enseguida sus entrañas se derramaron ante él, como si su propio vientre vomitara todo lo que contenía, intestinos, órganos y ríos de sangre, que cayeron sobre sus piernas y en la tierra agrietada, a sus pies.
Nadie fue capaz de moverse.
El espantapájaros apareció delante de Taylor y azotó el aire con el brazo.
La mandíbula inferior del joven salió volando y su lengua se agitó en el aire como una gran babosa presa de convulsiones.
El olor rancio a carne podrida y orina de gato se extendió de golpe, envolviendo a los adolescentes, atrapándolos en su repugnante sudario, inmovilizando a cada uno de ellos todavía más.
El terror había dilatado las pupilas de Dwayne. Chad nunca había visto unos ojos parecidos. Ese fue el detonante, lo que despertó su instinto de supervivencia. No quería tener la mirada de Taylor. Nunca.
Volvió la ballesta hacia la cabeza del espantapájaros y apretó el gatillo. La cuerda soltó un chasquido y la flecha atravesó la calabaza de parte a parte.
—¡CORREEEEEEED! —gritó.
Chad vio gusanos amarillos que salían retorciéndose del agujero que acababa de abrir y aterrizaban a los pies del monstruo. Tuvo la certeza de que se arrastrarían hasta él y, si conseguían introducirse entre su ropa, le perforarían la piel con sus rosáceas mandíbulas y devorarían su carne para penetrar en su interior, excavar un nido y seguir comiendo y comiendo hasta engordar, engordar, engordar… y hacer estallar lo que quedara de él.
Dwayne Taylor hizo un ruido seco y blando al caer en tierra, lo que arrancó a Chad de su pesadilla. El espantapájaros se había vuelto hacia él. El chico podía percibir su furia, salvaje y aviesa.
Un ejército de gusanos cayó de su torcida boca.
Esta vez, Chad reunió la energía necesaria y echó a correr con toda la fuerza de sus piernas. Huía a toda velocidad, sin ni siquiera ser consciente de que sus amigos hacían lo mismo.
Las hojas le azotaban las mejillas y le arañaban los brazos, pero a Chad, que oía el acero cortando el aire a su espalda, le daba igual. Galopaba, y si hubiera podido volar lo habría hecho, porque tenía la sensación de que sus pies apenas rozaban el suelo. Saltó al siguiente surco, y luego al otro, esperando haber tomado la dirección correcta para volver al bosque. No era una idea muy meditada, pero, en su pánico, fue incapaz de razonar de otro modo y siguió corriendo para regresar a casa, por lejos que estuviera.
Las hojas crujían a su alrededor, y en medio de aquel estrépito seco ya no sabía qué sonidos se debían a su paso o al de sus amigos, o si era el espantapájaros que los perseguía. Atravesaba cada muro de plantas con rabia y miedo, rebasándolas a tal velocidad que no le daba tiempo a protegerse con las manos. En aquel torbellino de sol, sombras, tallos, sudor y sangre, se percató de que seguía empuñando la ballesta. No había tenido tiempo de recargarla. ¿Para qué? ¡Le había dado al espantapájaros en toda la cabeza y ni se había inmutado! Owen tenía razón: se necesitaban puntas de plata. Estaban listos…
La abominable silueta surgió a su derecha, con sus cuchillas a guisa de dedos reluciendo al sol de agosto, impacientes por embadurnarse con sus fluidos. Corría en paralelo a él.
Su grotesca cara se iba acercando lentamente.
Siguieron atravesando las cortinas de maíz.
Las malignas cuencas del espantapájaros lo miraban, y en sus tinieblas interiores Chad distinguió un resplandor apenas visible. Una luz negra. Una energía más que una fuente de luz. Un movimiento. Antiguo. Implacable. Era eso lo que animaba a la criatura. Un poder primitivo.
Cuando comprendió que, fascinado por lo que veía, había empezado a correr más despacio, era demasiado tarde.
El espantapájaros estaba encima de él.
Curiosamente, Chad no tuvo miedo de sus afilados dedos, que se alzaron para rebanarle el pescuezo, pero se estremeció ante la visión de los gusanos que asomaban por el borde de la boca abierta, a punto de saltar a la suya y a sus fosas nasales.
El sol desapareció.
El olor se hizo insoportable, y Chad eructó violentamente.
Un surtidor ígneo iluminó el aire entre el espantapájaros y el muchacho, y las llamas envolvieron uno de los brazos del monstruo, que retrocedió, mientras un grito horrible sacudía el maizal, un estridente alarido que ascendía de muy lejos, de las profundidades de la bestia. Chad creyó que se quedaría sordo para el resto de su vida.
Connor volvió a cargar el lanzallamas y escupió otro chorro de fuego.
Owen agarró a su primo del cuello de la camiseta y tiró tan fuerte de él que casi lo hizo caer. Chad reaccionó y echó a correr de nuevo.
Cuando quiso darse cuenta de lo que había ocurrido se abría paso entre la maleza sin dejar de acelerar. Corey iba un poco más adelante, con las manos llenas de piedras, lanzándolas con todas sus fuerzas en dirección a la amenaza que chillaba detrás de ellos. Echando un rápido vistazo a su espalda, Chad se aseguró de que Connor, con el rostro congestionado, cerraba la marcha. Veinte metros más atrás, el espantapájaros seguía destrozando el maizal. No se rendía.
Chad no estaba seguro de poder mantener aquel ritmo mucho tiempo, y menos a través del bosque. Pero era demasiado tarde para cambiar de dirección, así que procuró respirar lo mejor que pudo, mientras corría al pie de una empinada colina.
El barranco era su única esperanza de llegar a casa, porque no habrían podido mantener esa velocidad por las escarpadas laderas del Cinturón. Corey se había dado cuenta y los guiaba, marcando con los brazos el agotador ritmo de la huida, con la boca deformada por el esfuerzo para tragar la mayor cantidad posible de oxígeno en cada inspiración.
El espantapájaros ya no gritaba, pero lo que brotaba de sus entrañas era aún más aterrador. Un gruñido cavernoso de dolor y furia. Sin duda Connor le había herido con el lanzallamas, pero en esos momentos Chad no estaba seguro de que eso fuera una buena noticia. El monstruo los perseguía con un empeño que parecía implacable. No pararía hasta obtener venganza.
Los primeros árboles del bosque se perfilaron por fin ante los ojos de los chicos, y eso les devolvió la esperanza. El espantapájaros no ganaba terreno, pero tampoco lo perdía.
Cuando se sumergieron en la sombra del follaje, Chad vio que Corey reducía la velocidad para recoger más piedras.
—¡No! ¡Eso no sirve de nada! ¡Corre!
El mayor de los chicos dudó antes de imitarlo, esquivando los helechos y las zarzas.
El aire empezaba a quemarles los pulmones, el sudor los cegaba y sentían cómo los músculos de las piernas se les agarrotaban cada vez más.
Chad visualizó el trecho que aún tenían que recorrer y supo que era imposible. Los adultos ni siquiera sabrían dónde buscarlos. Probablemente nunca encontrarían sus cuerpos.
El bosque se los tragó, el terreno empezó a descender y, a uno y otro lados, se alzaron las paredes de roca. Estaban en el barranco.
Todavía.
Aquella sería su tumba.
Owen tropezó, y Chad se detuvo para ayudarlo a levantarse. Al echar un vistazo para ver dónde estaban sus amigos, Corey resbaló en el musgo y cayó al suelo de espaldas.
Connor corrió hacia él con la mano tendida y la cabeza vuelta hacia el peligro que los perseguía.
—¡Deprisa, está ahí! —resolló.
Pero Corey no conseguía levantarse. Estaba exhausto. Al límite de sus fuerzas.
Chad se dio cuenta de que ya no tenía la ballesta. Debía de haberla soltado cuando el espantapájaros había estado a punto de cortarle el cuello. Su primer impulso fue coger una de las flechas del carcaj que llevaba sujeto al muslo y volverse para lanzarla. Era la absurda ocurrencia de un niño con el cerebro oscurecido por el esfuerzo y el raciocinio anulado por el miedo.
La saeta de carbono pasó lejos del espantapájaros, que también había reducido la velocidad y estaba empezando a zigzaguear. Chad tardó en comprender lo que veía; de hecho, tenía la sensación de que el monstruo estaba… borracho.
—¿Qué… qué le pasa? —preguntó entre dos bocanadas de aire caliente.
Los estragos del fuego, que seguían crepitando en su hombro, no eran lo bastante importantes para que de pronto empezara a hacer eses, pensaba Chad. No, pasaba algo más.
El espantapájaros tenía problemas. Se tambaleaba de un modo extraño.
«Ha perdido el control…».
De pronto dio media vuelta y se agarró a una rama para no caerse. Metro a metro, se hizo evidente que recobraba la estabilidad a medida que se alejaba.
Connor echó a correr hacia él entre los gritos histéricos de sus amigos.
—Pero ¿qué haces?
—¡No!
—¡Déjate de bromas! ¡Se está recuperando!
Pero Connor no los escuchó. Siguió corriendo y, cuando estuvo a menos de cinco metros del espantapájaros, apretó el gatillo de su lanzallamas de plástico. Un chorro de líquido roció la espalda del monstruo, que se volvió. Bajo el cañón, el mechero se había apagado.
—¡Por el amor de Dios, Connor! ¡Vuelve! —gritó Chad.
El mayor de la pandilla trataba de encender el mechero mientras el espantapájaros se aproximaba con paso vacilante. Levantó una de sus zarpas.
La llamita brotó, y Connor bombeó para recargar su lanzallamas de plástico.
Esta vez el chorro incandescente alcanzó en pleno pecho al espantajo, que empezó a arder. Nuevo bombeo. Nuevo disparo. Acertó a la calabaza, que tenía la cavidad de la boca llena de gasolina.
El espantapájaros se retorcía y se agarraba a los troncos para no caer. Estaba a menos de tres metros de Connor, que no retrocedió, decidido a vaciar el resto del depósito en lo que rápidamente se convirtió en una pira andante. La camisa de cuadros y el peto vaquero llameaban, sus miembros se encogían, la calabaza explotó por un lado y un gran pedazo se desprendió. Empezaba a parecerse a un malvavisco a la brasa. Los rastrillos, sin fuerza ya para golpear, se soltaron de las muñecas y chocaron contra el suelo envueltos en chispas.
El monstruo hizo un amago de fuga, pero se desplomó. Las llamitas siguieron danzando y chisporroteando sobre su cuerpo unos instantes.
Cuando Connor se volvió hacia sus amigos, pudo leer la admiración en sus miradas.
—Esa basura estaba al límite de sus fuerzas —dijo con la voz todavía ronca por la carrera—. Había que aprovechar.
—Joder, Connor… —murmuró Corey—. ¡Te lo has cargado!
En el silencio atónito que siguió, aprovecharon para recuperar el aliento. El mundo daba vueltas a su alrededor, mientras empezaban a ser realmente conscientes de lo que acababan de vivir. El espectro de la muerte y el terror se difuminaban. Chad volvió a ver los ojos desorbitados de Dwayne Taylor, sus vísceras desparramándose por el suelo y su lengua agitándose en el aire. Sintió náuseas y apoyó las manos en las rodillas.
Owen lo sujetó por la manga, aunque él también seguía en estado de shock.
—Tenemos que decírselo a nuestros padres —murmuró Chad cuando fue capaz de hablar—. Hay un muerto en el maizal.
—¿Y qué les decimos? —replicó Connor—, ¿que lo ha matado un espantapájaros? ¿Sabes lo que pasará? En el mejor de los casos, nos meterán en el manicomio, y en el peor, nos acusarán del asesinato.
—¡No, claro que no! No teníamos armas y…
—Ah, ¿no? —respondió Connor levantando el lanzador de agua y señalando el carcaj en el muslo de Chad.
—No lo hemos matado con eso…
—Da igual. Nadie nos creerá.
Se miraron unos a otros. El rojo de sus mejillas contrastaba con la palidez del resto de su cara, y estaban empapados en sudor, muertos de sed, exhaustos y angustiados. Connor sacó el móvil del bolsillo y se encogió de hombros.
—Además, no hay cobertura.
—Entonces tenemos tiempo para tomar una decisión mientras volvemos —sugirió Corey.
—Y para pensar en lo que ha pasado —dijo Owen con una expresión reconcentrada.
Connor hizo una mueca.
—¿Qué quieres decir? Todos sabemos lo que ha…
—Este sitio tiene algo peculiar —respondió Owen con tanta seguridad que todos callaron, intrigados—. Ya habéis visto cómo ha reaccionado el espantapájaros.
—Como si estuviera trompa —dijo Chad.
—Como si tuviera miedo.
Connor no disimuló su escepticismo.
—Se había quedado sin fuerzas —dijo.
—Ya no se enfrentaba a nosotros, sino a algo en su interior. Creo que luchaba con alguna cosa, chicos —insistió Owen—. Una fuerza invisible, que se ha interpuesto entre él y nosotros —miró a sus amigos uno tras otro y añadió—: No estamos solos.