76.

La horda de rabiosas Eco se deslizaba pendiente abajo, directa hacia la furgoneta donde se encontraban Ethan, Tom y Owen. Tal como atestiguaban los inmundos restos de Alec Orlacher y su guardaespaldas, los inhibidores del interior no bastarían para detener semejante oleada.

Tom echó un vistazo al precipicio. Intentar bajar por allí implicaba una muerte segura. Correr tampoco les permitiría escapar, en vista de la rapidez con que se desplazaban las Eco.

Solo quedaba la lucha.

Desesperada.

Habían pecado de ingenuos. Creer que bastaba con subir a la cima del monte Wendy para solucionar el problema…

Un ejército de monstruos pululaba bajo el Cordón, santuario de su venida a la tierra. Allí era donde se había abierto la grieta entre los dos planos paralelos, allí era donde, aprovechando la potencia que les había proporcionado una tecnología instalada en secreto por OCP, aquel enjambre se había congregado para tomar posesión de la señal emitida desde la gigantesca antena.

De todas las señales, en realidad. Saltando de una a otra.

Sí, pensó Tom con amarga ironía, habría bastado con llegar a la cima, entrar en el Cordón y arrancarlo todo para privarlas de su energía, para darles con la puerta en las narices. Solo que no era tan fácil penetrar en el interior de una colmena.

Habían sido tan ingenuos…

Y lo iban a pagar caro.

Tom puso sus manos sobre los hombros de Owen y lo apretó contra sí para evitarle ver la muerte que se cernía sobre ellos.

—¡Hay que encender una hoguera! —exclamó el adolescente, lleno de esperanza—. ¡No les gusta el fuego, puede que eso las aleje de momento!

—No tenemos combustible ni tampoco tiempo…

—¡A la furgoneta! —ordenó Ethan—. ¡Sube, Owen!

—Los vehículos no funcionan, Ethan.

Pero el teniente empujó bruscamente a Tom y a su sobrino hasta la parte delantera del vehículo y lanzó literalmente al chico al asiento del copiloto.

Ahora las Eco solo estaban a treinta metros.

—Ayúdeme a orientarla hacia la pendiente —le pidió Ethan.

Tom comprendió lo que pretendía hacer. Era una locura, pero no tenían otra opción, así que el padre de familia apoyó las dos manos contra el marco de la puerta y empujó con todas sus fuerzas.

Al otro lado, Ethan hizo girar el volante para volver las ruedas en la dirección adecuada y empujó a su vez.

Las Eco rugían, cada vez más cerca.

La furgoneta se movió, al principio solo unos centímetros, y luego, cuando los dos hombres hicieron el máximo esfuerzo, giró lo suficiente para empezar a rodar cuesta abajo.

Ethan y Tom saltaron al interior.

Vieron las sombras agrandarse en los retrovisores.

Aquello no iba a bastar. Aún iban muy despacio.

—¿El motor no debería arrancar yendo cuesta abajo? —preguntó Tom angustiado.

Ethan hizo girar la llave varias veces y golpeó el salpicadero. Pero nada funcionaba.

—¡Demasiada electrónica! ¡Está muerto!

Las ruedas se adherían al asfalto y la gravedad succionaba el peso con creciente avidez.

Una Eco tomó la delantera y se abalanzó al interior de la furgoneta con tal ímpetu que los restos de las dos víctimas salpicaron las paredes.

Tom le arrancó el inhibidor del cinturón a Ethan y, en un acto desesperado, se lo arrojó al monstruo, que explotó en un sinfín de partículas oscuras.

La inclinación seguía haciéndoles acelerar.

Una segunda Eco consiguió imitar a su compañera, pero corrió la misma suerte, esta vez al chocar contra los inhibidores de la estantería. Si las criaturas no atacaban todas a la vez, no conseguirían atravesar la barrera.

Por fin, la jauría perdió terreno. Ahora la furgoneta corría a una velocidad poco prudente, llevada por su propia inercia. Ethan conocía la carretera, la había recorrido no hacía mucho, pero no recordaba las curvas con exactitud y la primera lo cogió desprevenido. Levantaron una nube de polvo y pasaron rozando el precipicio antes de volver a la calzada.

Tom no le pidió que frenara —la ausencia de motor no les dejaba elección—, pero apretó a Owen contra sí.

Aún podía distinguir el séquito de sombras que seguía su estela.

La pendiente hacía subir la aguja de la velocidad. Peligrosamente.

Otro viraje estuvo a punto de lanzarlos al vacío, y esta vez Ethan no tuvo más remedio que hacer chirriar los frenos para salvar sus vidas.

Y el tobogán mortal se prolongaba.

Sus perseguidoras habían desaparecido.

—Ya no las veo —anunció Tom.

—Eso no significa que no sigan ahí. Si nos detenemos, podemos darnos por muertos.

—Ethan, mi mujer y mis hijos están en el pueblo, a merced de esas cosas. Tengo que cortar la señal.

El policía apretaba los dientes.

—¿Cree que no lo sé? ¿Cuánta gente morirá si no lo conseguimos? Pero ¿qué podemos hacer? ¿Cómo piensa llegar al Cordón? Esta es la única ladera accesible, y están por todas partes. ¡Con inhibidores o sin ellos, no tenemos ninguna posibilidad!

Tom asintió, pero era incapaz de resignarse.

Tenía los ojos empañados.

—Déjeme en el arcén. Tengo que intentarlo. No puedo abandonarlos.

—Usted sabe que es un suicidio. Es imposible.

Tom apretó el puño sobre el salpicadero y se limpió la sangre del labio. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Owen le enjugó una con el dorso de la mano.

—Entonces, pasemos al plan B —dijo.

—No hay plan B —replicó Ethan secamente.

—Yo tengo uno. ¡Por eso quería venir! Descienda hasta el maizal, lo más cerca posible del centro del campo. Desde allí solo tendremos que andar quinientos o seiscientos metros para llegar al transformador.

—¿De qué hablas? —le preguntó Tom.

—Un día, en el barranco, vi unas torres eléctricas oxidadas. Corey me explicó que hace tiempo soterraron las líneas eléctricas del pueblo. Y que todas parten de ahí, no muy lejos de la casa de los Taylor.

—¡Tiene razón! —exclamó Ethan—. ¡Dios mío! ¡Si interrumpimos el suministro eléctrico, lo paramos todo! ¡Incluido el Cordón!

Tom no se lo podía creer.

—¿Por qué no lo has dicho antes?

Owen tragó saliva con dificultad y apuntó con el dedo hacia la oscuridad del llano.

—Porque hay que atravesar el maizal, y sé lo que anda merodeando por allí.