59.

En la pantalla del móvil volvió a aparecer el nombre de Gemma Duff. Era al menos la tercera vez que lo llamaba desde la noche anterior. Ethan imaginaba que quería pedirle noticias. También ella debía de estar hundida, después del episodio del túnel, pero ahora no podía atenderla. Tenía cosas más urgentes que hacer.

Aparcó casi al final de la carretera, apenas un camino pavimentado en algunos tramos, dada su estrechez en las curvas más sinuosas. La peligrosa vía serpenteaba a lo largo de la ladera occidental del monte Wendy, casi hasta la cima. La ayuda de Ashley Foster había sido crucial para localizarla, puesto que no aparecía en ningún mapa del GPS y había que dar un largo rodeo desde los campos de los Taylor para llegar allí. Una simple pista asfaltada, una senda de mantenimiento sin señalización. Era lunes por la mañana, un día tranquilo, pero no habían visto un alma en todo el trayecto. Nadie se aventuraba por allí.

Sin embargo, la vista de Mahingan Falls desde aquella altura merecía la pena. El cinturón de montañas boscosas que, como una enorme herradura, rodeaba el pueblo hasta la orilla del océano era más visible que desde ningún otro lugar. Mahingan Head y su faro remataban aquella lengua de tierra con su abrupto espolón.

—¿Qué buscamos esta vez? —preguntó Ashley poniéndose las gafas de sol.

Ethan alzó la cabeza hacia la gruesa antena de acero erizada de parabólicas.

—Para ser sincero, no lo sé con exactitud. Cualquier cosa que nos parezca fuera de lugar.

Ashley lo detuvo agarrándolo de la mano.

—No insisto porque tenías razón en lo de Dwayne Taylor, pero tarde o temprano necesitaré respuestas.

Ethan asintió. Ashley le mostraba una fidelidad a toda prueba y una confianza no menos estimable; lo seguía ciegamente, pero si no le enseñaba las cartas no podría pedirle que siguiera haciéndolo. Se lo contaría todo ese mismo día. Le daba igual que lo tomara por un loco.

Subieron los últimos cincuenta metros que los separaban de la base de la antena.

Ethan echó un vistazo al oeste y al sur y vio los extensos maizales, y más allá, la diminuta casa de los Taylor. Imaginó su dolor, ahora que lo sabían. El jefe Warden en persona se había hecho cargo de la investigación. Esta vez haría intervenir a la oficina del fiscal del distrito: ya no podía evitarlo. Las cosas iban a cambiar. Más medios. Y también más presión. El rastreo de la zona donde se había hallado el cadáver de Dwayne se había prolongado hasta el anochecer, y a Ethan le había aliviado saber, al volver a casa, que no se había encontrado el menor indicio del espantapájaros. Había estado a punto de ir a quemar el resto de los que Angus Taylor había admitido haber hecho, pero le había dado miedo provocar una reacción en cadena que no pudiera controlar, y se había abstenido.

En la verja que encuadraba el pie de la antena, unos letreros con la leyenda PROHIBIDO ENTRAR y la imagen de un hombre electrocutado advertían del peligro.

—¿Seguro que es una buena idea? —le preguntó Ashley.

Ethan se había esperado encontrar un lugar más accesible, sin especial protección, pero reparó en que el ancho mástil metálico también tenía una puerta provista de cerradura. La antena, de unos tres metros de diámetro al nivel del suelo, se hacía más fina gradualmente a lo largo de sus más de treinta metros de altura.

Masculló un juramento y volvió al coche a por una palanca que, una vez de vuelta junto a la valla, arrojó al otro lado.

—No parece electrificada —dijo Ashley.

—¡Eso espero! —respondió Ethan agarrándose a la verja con las dos manos.

Un poco de esfuerzo para trepar, unos cuantos equilibrios en lo alto, y saltó con agilidad al otro lado, donde recogió la palanca.

—¡Hasta ahora, todo bien! —dijo sin volverse.

Mientras Ethan luchaba con la puerta para forzarla, Ashley escaló la verja a su vez y llegó junto a él en el momento en que la cerradura saltaba. La sargento desenvainó la linterna que llevaba en el cinturón e iluminó el interior de la antena. Una sala de máquinas con las paredes de acero atestadas de paneles de fusibles, cables y tomas de todo tipo. Nada más, aparte de un ligero zumbido eléctrico.

—No tengo ni idea de electricidad —confesó Ashley.

—Yo tampoco, pero buscamos un aparato que parezca fuera de lugar, o trazas de que alguien ha manipulado recientemente todo este… tinglado.

Entraron y examinaron cada conducción eléctrica y cada arqueta, estudiando las conexiones y dando golpecitos en los cajetines de las tomas, hasta que Ethan se detuvo ante un gran armario metálico señalizado con un triángulo amarillo recorrido por un rayo.

—Muy mala idea —le advirtió su compañera.

—No he venido aquí para nada.

Ethan manipuló la cerradura con precaución y abrió la puerta. El zumbido se intensificó. Vieron lo que parecía un gran transformador con dos asas y tres botones. Tras un rápido vistazo, Ethan concluyó que nadie había tocado aquello en mucho tiempo.

Volvieron a salir haciendo muecas ante la cegadora luz del sol.

—¿Una explicación? —se atrevió a preguntar Ashley, pese a la cara de decepción de su compañero.

—Pensé que podían haber pirateado la antena…

—¿Quién?

—Quizá los falsos agentes de la CFC. No se me ocurre nadie más.

—¿Con qué fin? ¿Realizar escuchas ilegales?

Ethan se encogió de hombros.

—Está claro que me he equivocado. ¿No has sabido nada de esos fulanos?

—Nada, imposible dar con ellos. De todas formas, si vuelven por aquí, con todas las campanillas que he puesto, puedes estar seguro de que me enteraré antes de que lleguen al centro del pueblo.

En la jerga policial, «poner campanillas» significaba alertar a los soplones y a todas las personas posibles para que informaran cuando apareciera un individuo al que se buscaba o se produjera determinado hecho.

En ese momento Ethan levantó la cabeza y se dio cuenta de que a lo largo de la antena ascendía una escalerilla que llevaba a las plataformas de las parabólicas más grandes, junto a las hileras de tubos que servían de repetidores para las señales telefónicas. Le tendió la palanca a Ashley y, sin decir palabra, inició la subida.

—Te estás arriesgando mucho, Ethan…

Pero ya no la escuchaba. Subió tramo a tramo, inspeccionando atentamente cada rellano, hasta convertirse en una pequeña silueta al viento en las alturas.

Ashley agitó un brazo en su dirección. Ethan, ensimismado con el paisaje, no la vio.

Se sentía frustrado. Sin embargo, estaba convencido de que su teoría era acertada.

Volvió a bajar lentamente. Cuando llegó junto a la joven estaba empapado en sudor.

—No lo entiendo —masculló.

—Una pista falsa. Suele pasar. Volvamos, te invito a un café helado, tienes pinta de necesitarlo.

Emprendieron el camino de regreso circulando a poca velocidad: la pendiente era pronunciada y las curvas, cerradas. En la radio, Bruce Springsteen cantaba a los obreros de América, mientras Ethan se reponía de la escalada.

Ashley se había quedado pensativa. No obstante, fue ella la que ordenó parar el vehículo señalando el tramo de calzada que tenían justo delante.

—Huellas de frenada —dijo, y se bajó.

En efecto, dos marcas oscuras trazaban una trayectoria que se desviaba de la ruta. Aunque parecían tatuadas en el asfalto, habían empezado a difuminarse y no tardarían en borrarse del todo, lo que explicaba que no las hubieran visto al subir. Ashley las siguió hasta el arcén y se metió en la cuneta, entre tierra y matojos, para asomarse al borde del recodo que formaba la carretera en ese punto. Un precipicio cubierto de arbustos y brezos descendía hasta el bosque.

—¡Buena vista! —la felicitó Ethan—. El vehículo cayó justo por aquí.

—¿Estás seguro? Yo no veo nada…

—Troncos partidos aquí y allá y vegetación arrancada… Hay que bajar.

La pared no era vertical. La abundancia de rocas y oquedades permitía aventurarse a bajar sin equipo especial, a condición de estar atento. Ethan tomó la delantera.

Tardaron diez minutos en alcanzar el fondo y el lindero del bosque, y apenas treinta segundos en localizar el vehículo accidentado, pese a los helechos que habían amontonado encima para ocultarlo.

Era una furgoneta. Había ardido por completo. La pintura se había derretido y había dejado al descubierto una estructura cenicienta salpicada de residuos negros.

Ethan la rodeó deslizándose entre zarzas, montículos arcillosos y troncos, mientras Ashley hacía otro tanto en sentido inverso. Se juntaron ante la abertura correspondiente al copiloto, cuya puerta había desaparecido, probablemente arrancada durante la caída.

—No encontraremos nada. Han hecho limpieza.

—Ya lo he visto. Las matrículas han desaparecido.

Ethan entró en la cabina y olfateó el aire.

—Huele a amoníaco. Son profesionales. No querían correr riesgos: lo que el fuego respetó, lo destruyó el detergente.

—¿Los tipos que se hacen pasar por agentes de la CFC?

—Casi seguro. Esto es lo que buscaban. Fíjate, ahí había un cuerpo —dijo Ethan señalando lo que quedaba del asiento del conductor.

No estaba tan dañado como lo demás. Una masa de cierto tamaño había protegido el cuero parcialmente.

—¿Se lo llevaron?

—Supongo. Como todo lo que pudiera haber en la parte de atrás. Está vacía.

Ethan volvió a salir limpiándose la nariz.

—Esos malnacidos no dejaron nada al azar.

—Esto empieza a no gustarme, Ethan. Ahora quiero saber. ¿Quiénes son esos tipos a los que buscamos? ¿Espías del Gobierno o qué?

—Francamente, no lo sé.

—Desde ayer tengo la sensación de que estás ausente, de que te preocupa algo. ¿No crees que ha llegado el momento de que me cuentes más cosas?

—¿Crees en los fantasmas?

—¡Hablo en serio, quiero saber en qué mierda nos hemos metido!

Ethan escupió al suelo. Tenía un regusto a hollín en la boca.

—Para ser honesto contigo, ni yo mismo estoy seguro de saberlo, aunque empiezo a tener una hipótesis.

Su móvil empezó a vibrar.

Otra vez Gemma Duff.

Volvió a guardárselo en el bolsillo. No era el momento. También él estaba perdido y asustado por lo que habían visto, pero, sintiéndolo mucho, Gemma tendría que esperar.

Se volvió hacia Ashley. Un surtido de pájaros trinaba a su alrededor, y el tibio sol de septiembre bañaba la vegetación, todavía exuberante. Todo era calma y serenidad.

Menos la furgoneta carbonizada.

Los dos policías se miraban.

—¿Hasta qué punto confías en mí? —preguntó Ethan.