50.

El ser humano no tenía cabida allí.

Era lo que parecía clamar la naturaleza alrededor de la carretera por la que circulaban Olivia y Tom. Bordeaban estrechas y profundas gargantas en las que la luz del sol llegaba a duras penas hasta los cursos de agua que serpenteaban por su fondo, los bosques se volvían asfixiantes, los árboles crispaban sus raíces sobre rocas o montículos rodeados de zarzas como si fueran viejas garras, y las montañas que las dominaban aparecían intermitentemente a través de los escasos claros, irguiendo sus calvas y escarpadas cimas sobre abruptas pendientes. No obstante, aquí y allá, como para demostrar que antaño un puñado de inconscientes había frecuentado aquellos parajes, en las grisáceas laderas se alzaban antiguos dólmenes o túmulos olvidados que, vistos desde abajo, se transformaban en vagos puntos negros. Pero la historia no había conservado recuerdo alguno de esos hombres y sus motivaciones. Porque ningún camino atravesaba aquellos territorios primitivos, aparte de la estrecha y peligrosa carretera, con sus traicioneras curvas, que esquivaban en el último momento frondosos despeñaderos cuyo fondo permanecía invisible.

Varias veces Olivia apoyó la mano en el salpicadero mientras Tom frenaba in extremis. Aun así, se dejaron adelantar por una ruidosa camioneta que exhibía en el parachoques posterior una pegatina con la leyenda «Nacido en Arkham, inmune al miedo».

—Esa gente está enferma —gruñó Olivia—. De todas formas, hay que estarlo para vivir en un agujero como este.

—Has sido tú la que te has empeñado en que viniéramos.

En el asiento trasero, Roy McDermott, su anciano vecino, se inclinó hacia la madre de familia para tranquilizarla con unas palmaditas en el hombro.

La revelación de Lena Morgan respecto a la casa en que vivía Anita Rosenberg había originado en Olivia una necesidad imperiosa de confirmación. No había hecho falta buscar mucho para descubrir el rastro de Willem DeBerg, de profesión hostelero, apodado (más tarde, en realidad) el Carnicero y condenado a la horca entre 1698 y 1704 por el asesinato de al menos tres personas, cuyos vestidos y joyas habían sido hallados entre sus pertenencias. En realidad, se le habían atribuido una veintena de desapariciones, pero no se había encontrado ningún otro cuerpo, lo cual hizo correr los rumores más disparatados sobre la probable receta de su famoso «estofado casero». Y como había afirmado Lena Morgan con su irritante frivolidad, su hostal se había erigido exactamente donde vivía Anita Rosenberg. La coincidencia no solo era sospechosa; a la luz del resto de elementos reunidos por Tom, resultaba casi alarmante. Una voz de hombre que hablaba el inglés en uso en esa época había ordenado a Anita Rosenberg que lo escuchara poco antes de que la mujer se pegara un tiro en la cabeza.

Olivia quería desentrañar el misterio de su propia casa. Si unos fantasmas capaces de desencadenar pulsiones de muerte se estaban despertando en Mahingan Falls, no podía permitir que sus hijos y su marido siguieran durmiendo bajo el techo de un edificio maldito, o lo que quiera que la Granja hubiera acabado siendo con el paso del tiempo. Tom había mencionado a la superviviente de la última tragedia ocurrida en su casa, y Olivia había insistido en ir a verla. Había bastado con telefonear a Roy McDermott para que el anciano se ofreciera a organizarlo todo. Como de costumbre, su vecino no se había mostrado sorprendido; más bien parecía llevar tiempo esperando esa llamada.

Habían dejado a Zoey con los Dodenberg, el técnico de sonido de la emisora y su mujer, a la que le encantaban los bebés. Jane se había arrojado sobre la niña con el ansia de una alcohólica tras días de abstinencia.

Arkham surgió detrás de un pico gris con los flancos esmaltados de temerarios arbustos, después de más de una hora de viaje. Rodeada por todas partes de inhóspitas montañas, se agazapaba junto al río Miskatonic, que había dado su nombre a la universidad, principal atractivo de la ciudad y única explicación de su supervivencia pese al aislamiento. Roy los guio por calles jalonadas de casas antiguas e iglesias con campanarios puntiagudos, por las que se orientaba con facilidad, aunque no les dio ninguna explicación sobre su familiaridad con ellas. No se veía el menor rasgo de modernidad. Arkham se había detenido a principios del siglo XX y parecía incapaz de seguir evolucionando, prisionera de una época.

—Y de su mentalidad —añadió Roy torciendo el gesto—. Ahora a la derecha. Cogemos Peabody Avenue y enseguida estamos.

El psiquiátrico había sido relegado a los márgenes de la civilización. Al norte de la ciudad, una imponente verja, incrustada en un sólido muro, dejaba las cosas claras: allí no se podía entrar ni salir sin la debida autorización. La gran mole de ladrillo rojo que destacaba al fondo del pequeño parque, con sus ventanas provistas de barrotes y sus puertas reforzadas, tampoco daba la bienvenida a los visitantes. No obstante, Tom pudo aparcar en el recinto del hospital, tras lo cual se presentaron en la recepción que tampoco parecía haber cambiado en al menos cien años. La pintura de los pasillos alicatados se desconchaba, y al ver que hasta los fluorescentes estaban protegidos por rejillas, a Tom se le encogió el corazón. En el aire flotaba un olor a detergente y a medicamentos.

Roy dijo ser un familiar de Miranda Blaine, dejó su documento de identidad y firmó en un libro de registro. Parecía acostumbrado a hacerlo. Luego, los guiaron a través del siniestro dédalo y les hicieron cruzar dos pesadas rejas de seguridad con cerraduras dignas de una cárcel, cuya apertura iba acompañada de atemorizadores timbrazos.

—¿Realmente son necesarias tantas medidas de seguridad? —preguntó Tom, sorprendido.

La enfermera le lanzó una mirada desdeñosa.

—¿Conoce a Hannibal Lecter, el personaje de la novela? Bueno, pues el individuo que lo inspiró, el auténtico Hannibal, vive aquí. Así que yo diría que son necesarias, a no ser que le apetezca darse de narices con él y acabar en su estómago. Alojamos a media docena de sujetos de ese estilo. Por suerte, la señora Blaine es tranquila, para variar. Por eso a ella se la puede visitar y a los otros no.

De repente, un grito rabioso sonó a lo lejos. Otro agudo, enloquecido, le respondió. Su potencia y su absoluta falta de pudor los hacían aún más terribles. Berridos de adulto que sugerían la pérdida de facultades mentales con el mero sonido de las voces, rabiosas, espeluznantes, casi bestiales.

Olivia se agarró a la mano de su marido.

Pasaron ante una ancha escalera que se hundía en las profundidades del manicomio entre paredes marrones iluminadas por luces amarillentas, y Tom se estremeció. No sabía por qué, pero no le gustaba aquella escalera, al pie de la cual creyó distinguir fugazmente sombras que se agitaban. Pero se tranquilizó al comprender que no bajarían, puesto que la enfermera se detuvo ante una puerta y, tras echar un vistazo al otro lado por la mirilla practicada a media altura, sacó un manojo de llaves, abrió y los invitó a pasar.

En el comedor había dos hileras paralelas de mesas, con las sillas atornilladas al suelo, y absolutamente nada más. El olor a cocina industrial impregnaba toda la sala.

Una mujer vestida con una bata y unos pantalones verde agua los esperaba sentada ante una mesa con los brazos caídos. El cabello blanco, el rostro apergaminado por el tiempo y la desgracia, la mirada perdida.

—Como puede ver, no ha evolucionado desde la última vez, señor McDermott. ¿Quiere que llame a un médico para que le informe?

—Si no ha habido cambios, no los moleste. Gracias.

—Les dejo. Volveré dentro de media hora.

Tom observaba a Roy. No se esperaba que entre Miranda Blaine y él hubiera tanta familiaridad.

La enfermera cerró la puerta de golpe y el ruido de la llave en la cerradura les recordó que no tenían libertad de movimiento entre aquellas cuatro paredes.

—Vengo una o dos veces al año —confesó Roy—. Al parecer, soy el único que lo hace. Pueden llamarlo compasión; para mí, es humanidad. Si estuviera en su lugar, me gustaría que alguien hiciera lo mismo.

Roy les había ocultado muchas cosas desde que habían llegado al pueblo, pero su intención nunca había sido engañar, sino proteger. Tom ya no estaba molesto con el anciano, sabía por qué se había comportado así, era evidente, e incluso le daba pena imaginarlo cargando con todos esos secretos desde hacía tantos años, acudiendo allí cada seis meses solo para dar un poco de calor a aquella mujer a la que apenas había tratado durante cinco o seis años, antes de asistir a su lento derrumbe tras la muerte de su hija y, luego, de su marido… Tom se preguntó de pronto si no habría sido Roy quien la había internado. ¿Existía un ingreso automático en instituciones especializadas para personas en su situación? Por supuesto. La sociedad no podía dejarlas en la cuneta para que murieran abandonadas… Pero con el camino que llevaba el país, Tom ya no estaba seguro de nada.

Olivia iba a acercarse a Miranda Blaine, pero Roy la retuvo sujetándola por el brazo.

—Ya se lo he advertido —dijo en voz muy baja—. No habla, pero vaya poco a poco con ella. La vida la ha golpeado con dureza. Parece que ya no esté en este mundo, pero sé que en el fondo una parte de ella escucha. Si no, nos habría dejado hace mucho tiempo.

El anciano manifestaba un instinto protector hacia ella casi enternecedor.

Olivia se acercó a la mesa, pero no se sentó frente a la mujer, sino a su lado.

—Buenos días, señora Blaine. Me llamo Olivia Spencer. ¿Me permite que la llame Miranda?

Los largos y cepillados cabellos blancos de la anciana le caían a ambos lados de la cara. Olivia se inclinó hacia ella para ver mejor sus facciones. Miraba fijamente un punto indeterminado al otro lado de la mesa, con los agrietados labios apenas entreabiertos.

—¿La cuidan bien aquí? —le preguntó Olivia—. Veo que la han peinado… —le cogió con delicadeza la mano que descansaba en la silla y la estrechó en la suya. Tenía la palma áspera—. Me ha parecido entender que ya no puede arreglarse usted misma… Si me lo permite, voy a ayudarla un poco. Tiene las manos secas —Olivia sacó de su bolso un tubo de crema hidratante, le puso una pizca en los dedos a la anciana y se la extendió masajeándole la mano con suavidad—. Roy nos ha hablado de usted. Me apena que solo venga a verla él. Nosotros somos sus vecinos. Vivimos en la misma casa en la que vivió usted —estudiaba atentamente las reacciones de Miranda Blaine, pero no percibió ningún cambio—. Mi marido y yo tuvimos un auténtico flechazo con la Granja. Supongo que a usted le pasaría lo mismo cuando se instaló en ella… No recuerdo cuándo fue…, ¿a principios de los ochenta?

Nada. Ni un parpadeo. Ni un temblor.

Olivia empezó a hablarle de su familia, miembro a miembro, y de cómo se aclimataban a la región. Luego cambió de lado para ponerle crema en la otra mano, no sin antes apartarle algunos mechones y sujetárselos detrás de la oreja. Así podía verla bien. Sus largas y profundas arrugas, el óvalo del rostro, deformado por el paso de los años, la plasticidad de la piel, destruida por la vejez…

Tom asistía al monólogo de su mujer un poco apartado, junto a Roy. Sabía que había pocas esperanzas, pese a la insistencia de Olivia en venir. «Una madre que siente que otra está en peligro puede acabar reaccionando», había repetido varias veces, como para convencerse a sí misma.

—Miranda —dijo Olivia con dulzura—, necesito su ayuda. Mi familia y yo nos debatimos en un mar de dudas horribles. No sabemos qué pasa, si estamos perdiendo el juicio y estropeándolo todo con nuestra casa o si realmente esconde algo. Sabe a qué me refiero, ¿verdad? —Olivia no advirtió nada. Ni la menor reacción—. Es importante, Miranda. Mis tres hijos viven bajo ese techo con nosotros. No quiero que les pase nada malo. ¿Me comprende? —Olivia le acariciaba la mano—. Sé la tragedia que vivió usted. Como madre, solo puedo imaginar el abismo que se abrió bajo sus pies. Lo siento mucho, Miranda. Me gustaría ser capaz de ayudarla, pero no puedo cambiar nada de lo ocurrido. Ningún padre debería perder a un hijo, ninguno. Y después, su marido… Imagino que debió de hundirse en el fondo de sí misma, donde sigue aún en estos momentos, refugiada, rechazando ese horror, como última protección para mantenerse con vida. Me lo imagino y lo comprendo. Pero la necesito, Miranda. Apelo a la madre que es usted —Olivia se inclinó hacia ella un poco más. Ahora sus caras casi se rozaban—. ¿Sintió usted una presencia en la casa cuando vivía en ella? —le preguntó en un susurro—. ¿Puede ser que…, de alguna manera…, usted sospechara algo distinto a lo que se dijo? Pienso en su hija y en su marido, y me pregunto…, ¿sospechaba usted otra cosa, Miranda?, ¿que una fuerza, fuera la que fuese, podía haberlos…, ya sabe…, empujado a hacer lo que hicieron? Una presencia ajena a su familia, pero que habitaba entre esas paredes —Miranda no se movió—. Soy una madre preocupada. Necesito su ayuda —insistió Olivia—. Por eso he venido. Vivimos en la misma casa y… han pasado cosas que nos hacen dudar. Ya no sé qué hacer. ¿Debo proteger a los míos? ¿Estoy loca?

Tom se preguntaba si merecía la pena reavivar todas aquellas atrocidades en la mente de la pobre mujer. Pero ¿qué más podían hacer? Si aquello no la hacía reaccionar, nada lo conseguiría jamás.

Se oyó la llave girando en la cerradura, y en la puerta apareció un individuo barbudo con unas gafas rectangulares.

—Soy el doctor Abbott —dijo presentándose a Tom antes de saludar a Roy—. Me he enterado de que habían venido a ver a la señora Blaine. Es muy amable de su parte. Está muy sola.

Obligado por las mentiras de Roy, Tom tuvo que inventarse otra.

—No somos familia directa, pero lo hacemos encantados.

—Es un caso difícil —dijo Abbott como si la paciente no estuviera delante—. Ninguna respuesta a ninguno de los estímulos posibles. No tenemos esperanzas de que la situación cambie en el futuro. Lleva más de treinta años así. El hecho de que aún viva es un milagro en sí mismo.

—Su historia es terrible —admitió Tom—. Ha sufrido mucho.

—Familia disfuncional, abuso paterno, suicidios encadenados… Todas las causas están a la vista, pero por desgracia las respuestas pertenecen en parte a la señora Blaine, y dejó de querer buscarlas hace mucho tiempo.

Tom se volvió de espaldas a la anciana y su mujer y bajó la voz.

—¿Abuso paterno? ¿Eso es lo que empujó a la niña a matarse?

—¿No lo sabía? No desvelo ningún secreto. En su día, incluso la prensa local lo sugirió de forma algo menos que velada. Sí, violaba a su hija. Ignoro si la señora Blaine estaba al corriente. Como ve, nunca he podido conseguir la menor reacción de su parte, como tampoco lo consiguieron mis predecesores.

Tom tuvo un sentimiento extraño y contradictorio. Le asqueaba imaginar la relación incestuosa del padre con la hija, y al mismo tiempo esa explicación, totalmente racional y suficiente para justificar los suicidios de ambos y el desmoronamiento mental de la madre, le producía alivio. Así pues, Jenifael Achak y sus fantasmas no tenían nada que ver con aquello. «Salvo que se trate de algo aún más siniestro… ¿Y si el espíritu de la bruja hubiera corrompido el alma del padre de familia hasta meterle en la cabeza ideas horribles?».

Tom nunca había sentido la menor influencia externa en sus pensamientos, ni la más mínima inclinación anormal que pudiera haberlo asustado. Aquella hipótesis no se tenía en pie.

Miró a su mujer, que seguía insistiendo, y suspiró. ¿Habían ido hasta allí para nada?

Por su parte, Olivia había repetido cada frase varias veces, en un intento de alcanzar lo que quedaba de sensibilidad en las profundidades de aquel envoltorio carnal carente de emociones. En vano.

Acabó desistiendo, y le dio las gracias a Miranda Blaine, que miraba el vacío frente a ella.

De pronto, los ojos de la enferma se deslizaron en sus órbitas. Sin que ninguna otra parte de su cuerpo se moviera, se volvieron lentamente en dirección a Olivia hasta clavarse en ella, inmóviles en el ángulo izquierdo de sus párpados.

Olivia se quedó boquiabierta.

Dos cuentas negras brillaban ante ella, parcialmente ocultas por el perfil del rostro.

—¿Miranda? —murmuró.

Pero la mujer no dijo nada ni hizo el menor movimiento, y al cabo de unos instantes sus pupilas volvieran a su posición inicial.

Olivia dudó sobre si alertar al personal médico, pero algo en la intensidad del acto de la anciana la contuvo. Era un secreto entre ellas. Entre dos madres.

Miranda Blaine era incapaz de hablar. Nunca volvería a subir a la superficie, se había hundido demasiado hondo en sus propios abismos para poder hacerlo. La muerte de su cuerpo sería su única salida.

Pero algo en el ámbito de los reflejos había reaccionado. Esa parte instintiva del cerebro era la que le había respondido, comprendió Olivia. Y para que se activara de aquel modo había hecho falta algo importante. Una información terrible. Vital.

Lo que quedaba de Miranda Blaine en este mundo no podía haber sido más claro con Olivia.

La ponía en guardia.