70.

Ron Mordecai había hecho un buen trabajo. Una filigrana funeraria.

Las mejillas de la señora Costello habían recuperado el color; bajo los párpados, unas finas gasas habían sustituido los globos oculares; y en el interior de los pómulos, el algodón le había devuelto al rostro un poco de materia, contrarrestando la flacidez causada por la deshidratación y la pérdida total de tono muscular.

Al fin y al cabo, Elvira Costello llevaba cinco días muerta. ¿Qué tono muscular podía esperarse? En su cuerpo había tanta firmeza como en un cuenco de leche.

Pero a Ron Mordecai se le daban bien las mujeres. Una pizca de rímel, un toque de carmín, un poco de colorete, y ya no faltaba más que acabar de vestirla y peinarla. Su familia tendría la sensación de que estaba dormida. Ron, sin embargo, sabía que allí dentro ya no dormía nada. Ni un corazón al ralentí ni unos órganos bañados en sus fluidos habituales, tan solo un cóctel de productos químicos biocidas y fijadores destinados a conservar todo aquello, a retrasar al máximo el proceso de descomposición —los orificios taponados, la sangre aspirada por las máquinas—, para que la señora Costello pudiera decir adiós a sus allegados y recibir su último homenaje.

Ron no hacía milagros, se limitaba a demorar lo inevitable. Nadie escapa a la muerte, pero un buen tanatopráctico puede negociar con ella, aunque no sea más que el derecho a mantener las apariencias momentáneamente.

Se quitó los guantes de látex, que restallaron en el aire, y los arrojó al contenedor de residuos biológicos. Por esa tarde ya había trabajado bastante. Quería leer el periódico en la cama, nada más.

Se volvió de espaldas a la mesa de trabajo. Y en ese preciso instante todas las lámparas estallaron.

Pasada la sorpresa, empezó a buscar a tientas el mechero en el carrito con ruedas, hasta que recordó que lo había dejado en su despacho, en la planta de arriba. Qué mala pata… Daba igual que el grupo electrógeno de emergencia se pusiera en marcha; con las bombillas destrozadas no serviría de nada. Pero conocía el edificio como la palma de su mano, así que no le costaría mucho subir. Entonces le vino a la mente el bolígrafo luminoso que le había regalado su nieto Steven. Lo utilizaba para tomar notas; tenía que estar en la camilla, a los pies de la señora Costello.

Consiguió encontrarlo a tientas y, con una presión, encendió la punta, que difundió una débil claridad blancuzca.

La suficiente para distinguir el camino. Perfecto.

Por desgracia, Ron Mordecai no vio que el torso de Elvira Costello se incorporaba detrás de él. Tampoco oyó sus párpados, que, pese al punto de cola todavía húmeda que acababa de aplicarles, se abrieron y dejaron caer las gasas al suelo. Un espeso líquido amarillento asomó entre los labios de la difunta, e instantes después empezó a brotar de su boca, cada vez de forma más abundante.

Ron alzó el bolígrafo en el aire para iluminarse.

Elvira Costello se inclinó hacia delante y, con un movimiento inesperadamente rápido, saltó sobre su presa. Los hilos de sutura se rompieron y dejaron al descubierto sus grisáceos dientes.

Ron se había pasado media hora pintándole primorosamente las uñas antes de darse cuenta de que el rojo no coincidía con el del pintalabios, que hacía juego con el vestido, y como el meticuloso profesional que era, había vuelto a empezar de cero.

Esas mismas uñas le arrancaron un ojo, y acto seguido se hundieron en su boca y comenzaron a tirar del interior de la mejilla una y otra vez, en medio de un silencio escalofriante, interrumpido por los gemidos de Ron Mordecai.

Las comisuras de los labios del anciano cedieron y se rasgaron casi hasta las orejas.

El resto fue todavía peor.