46.
El océano hacía rodar sus olas incansablemente y dejaba en la tibia playa su ofrenda de espuma y algas. Había gente paseando y unos pocos valientes bañándose en las frías aguas o tomando el sol en bañador sobre una toalla. Gemma caminaba con los zapatos en la mano y el viento arrojándole el pelo a un lado de la cara. A su lado iba Adam Lear, con su mochila a la espalda y la de Gemma —que había insistido en llevar hasta que ella había cedido— colgada del hombro.
La chica volvió a consultar el reloj.
—¿Tienes prisa? —le preguntó Adam.
—Debería estar en casa de los Spencer dentro de cuarenta minutos.
Adam parecía decepcionado.
—¡Ah, sí, lo había olvidado! Creía que después de lo que ha pasado en la radio no te necesitarían durante un tiempo.
—Al contrario, tienen montones de cosas que solucionar. Yo me ocupo de la niña, y eso les da un par de horas de respiro. De todas formas, aún faltan treinta y cinco minutos… —le recordó Gemma con una sonrisa que esperaba no fuera demasiado tonta.
—Es verdad. ¡Ven, vamos a sentarnos en las rocas! Me gusta la vista que hay desde allí: el acantilado con el faro, el horizonte de olas…
«El horizonte de olas… Encima habla como un poeta». Gemma comprendió que se estaba poniendo demasiado sensiblera, casi cursi. Para compensar, procuró anteponer la razón a sus emociones, y al hacerlo, sus auténticos problemas volvieron a la superficie. Echó un vistazo a su espalda y luego en dirección al largo paseo asfaltado paralelo a la playa.
—Puedes relajarte, ya lo he comprobado, no está —dijo Adam con tono protector.
Gemma se lo había contado todo. Bueno, casi todo. Lo que Derek Cox le había hecho en el cine, no. Sobre eso había sido vaga: se había limitado a decir que la había molestado. «¡Al señor Armstead le encantaría oír un ejemplo tan claro de eufemismo en la clase de lengua!». Gemma aún no estaba preparada para asumir el papel de víctima de una agresión sexual. La mera expresión le desagradaba. No quería que hablaran de ella en esos términos, y menos Adam. Eso nunca. No obstante, le había explicado la situación en que se encontraría si intentaba verse con ella en público. Derek Cox podía enterarse, y a saber cómo reaccionaría. Después de que Chad lo hubiera sorprendido delante de su casa, Gemma no paraba de hacerse preguntas al respecto. ¿Estaba allí por ella o para vengarse de Olivia por la humillación que le había hecho sufrir? Gemma no se atrevía a comentar el asunto con su jefa; apenas se había repuesto de lo que Olivia le había hecho a Derek a la salida del trabajo —aunque en el fondo le había gustado—, y temía una nueva reacción espectacular. «¡Puede que eso lo calmara de una vez por todas!».
Pero con un espécimen como él, cualquiera sabía.
Gemma se había enterado de lo del suicidio en directo en el programa de Olivia la misma noche en que había ocurrido. Por eso no había querido hablar con ella, pero no podía seguir callando. Si Derek pensaba vengarse, Olivia tenía que estar sobre aviso.
«No la atacará a ella directamente, la emprenderá con su coche o con la fachada de la casa. Es un animal, pero también un cobarde —eso no cambiaba nada. Gemma se juró que esa misma tarde, en cuanto llegara, lo soltaría todo—. De todas maneras, lo más probable es que vaya a por mí».
Lo había visto esa misma mañana en un pasillo del instituto. La miraba fríamente, como si no quedara una pizca de vida dentro de él. Eso le había provocado escalofríos. A la hora de la comida, había corrido a buscar a Adam para llevárselo hasta una mesa apartada, y todo había salido en un torrente inagotable.
Llegaron junto a un grupo de rocas pulidas por siglos de mareas, justo al pie de la estructura de madera que sostenía el Paseo, a diez metros por encima de sus cabezas. Adam dejó las mochilas en el suelo y se sentó en una de las más grandes, frente al mar. Gemma lo imitó tras lanzar una mirada recelosa a la oscuridad que reinaba en aquel laberinto de vigas y puntales. «La oscuridad de las películas de terror. La oscuridad en la que se ocultan los monstruos». De pronto se imaginó a un payaso de sonrisa malévola y ojos de loco, que salía de ella sosteniendo un manojo de globos llenos de sangre de niños muertos. Luego, a una silueta oscura cubierta con una horrible máscara blanca que empuñaba un afilado y reluciente cuchillo. Y por último, unas alas enormes que se desplegaban lenta y silenciosamente mientras una masa informe se dirigía hacia ellos, iluminando las tinieblas con sus pupilas de fuego, como un demonio hambriento.
Gemma tenía la carne de gallina. Aquel asunto de Derek Cox la estaba volviendo loca. ¡Ahora tenía pesadillas incluso despierta!
—No sé qué hacer —le dijo a Adam—. Esto de Derek no puede seguir así.
—Ignóralo, es lo mejor.
—No me apetece tener que esconderme o mirar atrás constantemente cuando salgo. Me está dando dolor de estómago.
—Yo podría ir a verlo y…
—¡Ni se te ocurra! Sabes muy bien cómo acabaría eso.
—No lo digo para agobiarte, pero salir contigo ya me ha puesto en su punto de mira. Y si no es él, Tyler Buckinson o Jamie Jacobs acabarán echándoseme encima en su nombre.
De pronto, un sentimiento de culpa invadió a Gemma, y en su pecho se formó un gran sollozo. La chica apretó los dientes y consiguió ahogarlo en el último momento, pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Adam se dio cuenta enseguida.
—¡No, por favor! No lo decía para entristecerte… Lo siento mucho…
Con un gesto instintivo, la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Gemma se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.
—Perdona —murmuró enjugándose la mejilla.
Con la otra mano, Adam le cogió por la barbilla para que lo mirara. Sus caras casi se rozaban.
—Conozco a esos tres bestias desde que era un crío. Este mediodía, cuando me lo has contado todo, he comprendido lo que significaba continuar con nuestra relación. Pero me da igual. Quiero que estemos juntos, ¿sabes? Y ni Derek, ni Tyler ni Jamie podrán impedírmelo.
Relación. Juntos. Las palabras de Adam resonaban en la mente de Gemma y absorbían como esponjas toda su frustración, su cólera y su pena. Adam Lear la estrechaba en sus brazos, eso sí que era real. Vio sus carnosos y suaves labios muy cerca de los suyos. Pese al aire salino, casi podía percibir su olor. Sus sienes palpitaban. Sus ojos la miraban. Era un instante terrible y mágico a la vez. Lleno de deseo y de pudor, de incertidumbre y de posibilidades. Una fragilidad adolescente teñía tanto su relación física como sus emociones, mucho antes de que el paso del tiempo y las rutinas de la edad adulta hicieran perder su autenticidad a un beso, ese acto que ahora era emocionante, que exigía valentía, causaba turbación, desencadenaba tempestades hormonales y era el preámbulo de eventualidades tan inquietantes como embriagadoras. Gemma conquistó el espacio que los separaba con un pequeño impulso de apenas unos cuantos músculos de la nuca, que sin embargo requirió librar muchas batallas interiores, y cuando los labios de Adam entraron en contacto con los suyos, el mundo entero desapareció, y con él hasta el último de sus temores.
Una voluptuosa tibieza la embriagó y la transportó hasta el umbral de su propio cuerpo, hasta el punto de fusión entre ella y él. Incluso el tiempo se diluyó hasta fundirse con el rumor de los flujos y reflujos del océano, los lejanos gritos de los niños y los chillidos de las gaviotas, que se borraron bajo el fragor de ese beso. Y sin embargo, más tarde Gemma recordaría cada detalle, cada sonido, cada sensación de su piel, desde la brisa y los escalofríos hasta los latidos de su corazón. Una instantánea de la felicidad.
Cuando se apartaron el uno del otro, Gemma tenía las mejillas encendidas, el corazón derramado por la playa y las piernas tan flojas como si fueran de gelatina. Casi temblaba.
Adam apoyó los codos en las rodillas y, con la cara entre las manos, la contempló con los ojos brillantes.
—Si me regalas más besos como este —murmuró—, estoy dispuesto a enfrentarme a todos los tiranos del planeta.
La imagen de Derek Cox y sus dos acólitos devolvió a Gemma a la realidad. Imaginó lo que podrían hacerle a Adam, y toda su euforia se esfumó.
—Hay que encontrar una solución —dijo fríamente—. Antes de que esto acabe mal.
Adam le acarició la mano e intentó mostrarse lo más tranquilizador que pudo, pero Gemma adivinó que también él dudaba.
Cuando se separaron, en el aparcamiento de detrás de la farmacia de Main Street, se dieron un último beso al que les costó poner fin. Luego Gemma subió a su viejo Datsun para poner rumbo a los Tres Callejones.
Olivia y Tom no estaban en casa. Se habían llevado a Zoey y le habían dejado una nota pidiéndole que vigilara a Owen y a Chad.
Apenas puso el pie en la terraza posterior, de donde le llegaban las voces de los adolescentes, tuvo la impresión de que los papeles se habían invertido. La esperaban. Más que mirarla, la escrutaban. Y Chad y Owen no estaban solos; los acompañaba Corey y, lo que era más sorprendente, también Connor, el coleccionista de gorras, que esta vez había elegido una roja.
—Tenemos que hablar —dijo Chad con un semblante muy serio.
Connor le acercó a Gemma una de las sillas de plástico.
—Siéntate.
—¿Qué pasa? —preguntó ella alarmada.
Todos se volvieron hacia Corey, que se balanceaba de un pie al otro.
—Muy bien, me toca, así que… —comenzó en voz muy baja, y se aclaró la garganta—. Vale… Gem, esto es superimportante.
—Y serio —añadió Chad.
—¡Cállate! —le ordenó Connor—. Hemos quedado en que se lo diría Corey.
—¿Que me diría qué? Me estáis asustando. Ha habido… ¿Es mamá? ¿Es eso? ¡Oh, Dios mío!
—No, no tiene nada que ver con eso —respondió Corey—. Es… Tienes que prometernos que nos escucharás hasta el final, que no dirás que estamos locos ni gritarás o llorarás. No es broma. ¡Ya me gustaría! Pero no, es muy grave.
—Gravísimo —no pudo evitar comentar Chad entre dientes.
Connor insistió en que se sentara, y Gemma acabó obedeciendo.
Como habían convenido entre los cuatro, Corey le relató al completo sus aventuras desde la primera aparición del espantapájaros hasta las últimas conclusiones a las que habían llegado, y cada uno acabó añadiendo sus precisiones, de manera que al cabo de media hora estaban todos hablando al mismo tiempo y a toda velocidad.
Cuando ya no hubo nada que añadir, se quedaron mirando a Gemma a la espera de la sentencia. Estaban preparados para varias reacciones posibles, y para cada una de ellas tenían listos los correspondientes argumentos, uno de los cuales consistía en arrastrarla a través del bosque hasta los restos del espantapájaros. Pero no se esperaban lo que sucedió a continuación.
—Llevadme hasta el cuerpo de Dwayne Taylor.
Los chicos intercambiaron miradas de pánico.
—No, no puede ser —aseguró Owen.
—¡Demasiado peligroso! —alegó Corey.
—Si siguiera habiendo peligro en los campos, a la familia Taylor ya le habría pasado algo —argumentó la chica.
—¡Por eso estamos seguros de que es Eddy Hardy! ¡Solo ataca a los niños! Eran sus víctimas favoritas. No los adultos.
—Entonces, puedo ir.
—Bueno…, tú no eres del todo adulta —objetó Chad.
—¿Quieres comprobarlo? —contestó Gemma sacando pecho.
Chad se puso rojo como un tomate y se encogió en la silla.
—No, Gem —insistió su hermano—. Lo de ahí arriba no mola, créeme.
—Además, tendríamos que acordarnos de dónde fue exactamente —añadió Owen—, y en el maizal es complicado. No es buena idea quedarse mucho rato. Todo lo que te hemos contado es verdad, tienes que confiar en nosotros.
—Chicos, ¿os dais cuenta de que me pedís que me trague una historia de monstruos, fantasmas y no sé qué más, sin la menor prueba?
—Eddy Hardy existió realmente y vivía en la granja de los Taylor —repuso Owen—. Eso puedes comprobarlo.
—¡El cuerpo del espantapájaros sí lo puedes ver! —exclamó Chad.
—¿Un viejo peto quemado? ¡Menuda prueba!
—¡Todo es verdad, demonios! —gruñó Connor, que empezaba a enfadarse—. ¿Lo veis, chicos? Ya os había avisado: esto no funciona, no está de nuestro lado.
Gemma se dio cuenta de que no bromeaban, al contrario, no recordaba haberlos visto tan serios nunca, salvo el día siguiente de la muerte de Smaug. Y, tratándose de un tema tan fantástico, le chocaba en adolescentes de su edad.
—¿Por qué yo?
Los chicos volvieron a mirarse.
—Porque confiamos en ti —respondió al fin Chad.
—Y porque tenemos un plan —añadió Connor.
—¿Vuestra idea de bajar al subsuelo del pueblo? Es peligroso.
—Menos que esperar a que esa basura venga a arrancarnos los brazos mientras dormimos.
—¡Os perderéis!
—¡Qué va! ¡Si hasta hemos conseguido una copia de los planos en el ayuntamiento! —exclamó Owen con orgullo.
—Por favor, Gem —le suplicó Corey.
En los ojos de su hermano había algo más que desamparo: había miedo. Gemma no recordaba haberlo visto nunca en ese estado. Todos parecían igual de febriles. No le tomaban el pelo, estaba claro.
—¿Cómo puedo ayudaros con vuestro absurdo plan?
Connor le dio un golpe en la espalda a Chad con aire triunfal.
—Aclárate —se burló Chad por lo bajo—. Hace un momento opinabas que no funcionaría con ella.
—¡No he dicho que estuviera de acuerdo! —se apresuró a precisar Gemma.
Corey se le arrojó al cuello.
—¡Sabía que podíamos contar contigo!
—¡Eh!, acabo de decir…
—Necesitamos tiempo —dijo Chad—. No podemos hacerlo un día de clase, así que iremos el sábado, cuando supuestamente estamos contigo.
Gemma sacudió la cabeza, tajante.
—¡Ni lo soñéis! Yo no encubro una estupidez así.
—¡Pero, Gem, acabas de decir que nos ayudarías!
—No, estoy abierta a participar.
—Si me sacan las tripas mientras duermo, ¿crees que te lo perdonarás?
—Corey, nadie va a…
—¡Tenemos que actuar! —gritó Connor enfadándose de verdad—. ¡Si no nos adelantamos a esa cosa, nos encontrará ella primero!
Los otros tres adolescentes volvieron a la carga, y un diluvio de súplicas y protestas llovió sobre la chica, que tuvo que agitar las manos con vehemencia para hacerlos callar.
—¡Vale, vale, de acuerdo! ¡Parad! ¡Os ayudaré! Pero no bajaréis a esos túneles sin mí. Si de verdad queréis hacerlo, será conmigo o de ninguna manera.
—¿Y Zoey? El sábado también tienes que cuidarla a ella… —le recordó Chad—. ¿O es que vamos a llevarla con nosotros?
—Ya encontraré una solución.
—Entonces, ¿de acuerdo? —preguntó Owen—. ¿Nos crees?
—Yo no he dicho eso. Pero… de acuerdo con lo del sábado.
Un grito de victoria unió a los cuatro chicos, que se felicitaban por su éxito, hasta que comprendieron lo que implicaba y recuperaron la seriedad.
Mientras tanto, Gemma estaba abstraída.
Absorta en su propio plan.