34.

Nunca había visto a un hombre con tantas pelotas. Y aún menos a una mujer. La vulgaridad de la imagen, impropia de Gemma, era proporcional a su asombro.

No se lo podía creer, ni siquiera tres días después.

Cuando Olivia había vuelto a ponerse al volante tras amedrentar a Derek Cox con la ayuda de una pistola de clavos neumática, habían recorrido dos kilómetros sin abrir la boca, hasta detenerse en la cuneta. Olivia temblaba. De la cabeza a los pies. Eso había impresionado a Gemma tanto como su demostración de fuerza unos minutos antes. Ver cómo la señora de la casa, tan segura de sí misma, tan decidida en todo lo que hacía —«¡Incluido apuntar con un arma a la entrepierna de Derek Cox, madre de Dios!»—, de pronto se ponía a temblar, era suficiente para que cundiera el pánico. Gemma había vivido aquel mal trago de principio a fin: mientras le daba a Olivia la dirección de Derek y la del lugar donde trabajaba; mientras iban en coche a su casa y comprobaban que no estaba; mientras recorrían las secciones de The Home Depot para que Olivia comprara la clavadora; y, por último, durante la confrontación. Solo de pensarlo se le ponía la carne de gallina. ¿Cómo iba a imaginar que una mujer tan amable, tan elegante, tan refinada, pudiera transformarse en una despiadada guerrera? Gemma había creído entrever las primeras muestras de su temperamento combativo cuando las expulsaron de la comisaría, pero no sospechaba hasta dónde podía llegar. Ver temblar a Olivia en el coche, y oírla hiperventilar mientras apretaba el volante hasta enrojecerse las palmas de las manos, la había tranquilizado una vez superada la angustia inicial. Olivia era capaz de meterse en el papel de mala si la obligaban a hacerlo, pero con un esfuerzo espantoso, incluso para ella misma. La sarta de juramentos que vino a continuación sorprendió a Gemma, aunque acabó por hacerla reír.

Con la cabeza echada hacia atrás en el asiento, Olivia exhaló un prolongado suspiro y miró a su pasajera.

—¿Te encuentras bien?

Gemma asintió.

—Estoy loca —afirmó Olivia—. Completamente loca. Lo sé.

En la carretera, los vehículos pasaban junto a ellas, haciendo vibrar el suyo.

—¿Podemos ir a la cárcel por lo que acabamos de hacer? —preguntó Gemma.

—Para empezar, tú no has hecho nada. Si Derek pone una denuncia, me declararé la única responsable. Contrataré al mejor abogado de Massachusetts para demostrar que si la policía hubiera intervenido, tal como pedimos cuando era justo y necesario, no habríamos tenido que llegar tan lejos. El incompetente de Warden pensará en lo que le ocurrirá a su reputación si el asunto trasciende y comprenderá que es preferible quitarse de encima a Cox. Pero Derek no dirá nada. Que lo que le ha pasado se hiciera público heriría demasiado su orgullo.

—Yo preferiría que no se enterara nadie…

Olivia miró el paisaje unos instantes antes de responder.

—Gemma, es importante que ese cerdo sepa que no puede salirse con la suya, sobre todo cuando los polis no se inmutan. Y… para ti, lo es el hecho de que te pida disculpas, aunque eso no cambie lo que te hizo.

—No estoy segura de que haya comprendido realmente lo que le ha dicho.

—Puede, pero lo recordará.

Olivia le acarició la mejilla con el dorso de la mano. Un gesto cariñoso que su madre ya no tenía nunca con ella, o raras veces. La reconfortó y acabó de confirmarle la enorme bondad de su jefa.

—Gracias, Olivia.

La mujer le respondió con una sonrisa, y soltó lentamente el aire una vez más.

—¡Es lo más emocionante y terrorífico que he hecho en muchos años! —confesó—. No… no me reconocía, estaba como poseída por la rabia contra ese cerdo. ¡He perdido la chaveta! Madre de Dios…

Y en ese instante de incertidumbre, cuando ninguna de ellas sabía si debía tener miedo o alegrarse, se echaron a reír, sin poder parar.

Las últimas palabras de Olivia, frente a la casa de Gemma, fueron para hacerle una petición.

—Gemma, prométeme que no les contarás nada de esto a los chicos, ni tampoco a Tom, ¿de acuerdo?

—Cuente conmigo —respondió Gemma. Y entonces, justo antes de cerrar la portezuela del coche, murmuró—: Creía que el señor Spencer y usted se lo contaban todo… Por lo menos, lo importante.

—Sí, pero hay que elegir el momento. Lo sabrá cuando ya no haya motivos para preocuparse.

—Entonces, ¿los hay?

Olivia la miró afectuosamente.

—No, creo que Cox ha aprendido la lección.

Pero Gemma adivinó que mentía. No podían saberlo. Derek Cox era imprevisible, aunque no cabía duda de que se había llevado un susto de muerte.

Tres días después, la vida parecía haber retomado su curso normal. Ningún policía se había presentado ni en casa de los Spencer ni en la de Gemma. Derek Cox no había dado señales de vida y Olivia se comportaba como la mujer alegre y afectuosa que siempre había sido. Gemma se sentía sucia —eso tampoco había variado— y se estremecía cada vez que pensaba en aquella mano sudada y brutal que se abría paso bajo el elástico de sus bragas como una repugnante araña. Pero algo había cambiado. El telón de fondo de su mente. La herida la hacía sufrir, pero había una pizca de calor. La esperanza. Y las ganas. Se curaría. La cicatriz en el corazón le quedaría para siempre. Pero Derek había tenido que enfrentarse a sus actos, y aunque no hubieran podido hacerle entender que era culpable, ella había leído en sus ojos que aquello ya no le parecía una insignificancia, y sabía que había pasado miedo. Mucho miedo. Al menos tanto como ella. Extraña ley del talión, que extendía un bálsamo vengador sobre su llaga para sanarla. Gemma se sentía capaz de salir adelante. No le daría a aquel bestia el gusto de destruir lo que quedaba de su adolescencia. Bastante daño le había infligido ya.

La chica estaba de pie en medio del salón de los Spencer. Con toda la familia ausente, repartida por los cuatro rincones del pueblo por diversos motivos, a excepción de la pequeña Zoey, que dormía la siesta en el piso de arriba.

Pese a la fuerte lluvia y la tierra empapada, la aureola gris en la hierba seguía señalando el lugar de la terrible inmolación. Se negaba a desaparecer. El recuerdo obligó a Gemma a tragar saliva y a retroceder para sentarse en el sofá. Pobre animal. Al día siguiente los chicos parecían fantasmas, pero, curiosamente, no tardaron en recuperar cierta energía, y ahora se pasaban el tiempo fuera en compañía de Connor y de Corey. Para su hermano también había sido una prueba horrible. Aunque el perro no era suyo, verlo suicidarse de un modo tan espantoso no podía por menos que traumatizarlo. Ella se había encerrado en sus problemas, y ahora se sentía mal por no haber estado más solícita y pendiente de él. Se juró que lo remediaría esa misma noche, aunque no sabía cómo. ¿Preparándole su cena favorita, maíz tostado y tiras de carne seca con salsa teriyaki Jack Link’s, que luego le provocaba eructos durante horas? O simplemente intentando hablar con él…

Gemma empezó a hojear distraídamente una revista femenina olvidada en la mesita baja.

El chillido de Zoey la sobresaltó tanto que casi se cayó del sofá. Con el corazón en un puño, corrió escaleras arriba y avanzó por el pasillo, sin dejar de oír a la pequeña, que chillaba como si se la estuvieran comiendo viva. Pero al llegar a la esquina comprendió su error.

Estaba tan absorta en sus problemas que había olvidado las consignas de Olivia. Sumergida en sus cavilaciones, había actuado de manera mecánica, sin pensar. Y había acostado a Zoey en su antigua habitación. Olivia le había repetido varias veces que Tom había llevado una cama plegable para bebés a la antecámara del dormitorio matrimonial, pero ella lo había olvidado. Un problema con… «¡Las ratas! Eso es lo que ha dicho, que en la habitación de Zoey había ratas… ¡Oh, Dios mío!».

Aterrada, Gemma empujó la puerta entreabierta y vio a Zoey apretujada contra el cabecero, con la cara cubierta de lágrimas y congestionada por el miedo, agitando un dedito en dirección al pie de la cama.

—¡Brillan! ¡Brillan! —exclamó en cuanto vio a su niñera.

Gemma la cogió en brazos y la estrechó contra su pecho.

—Lo siento, cariño, lo siento… He olvidado que ya no duermes la siesta aquí. Perdona. Cálmate…

—¡Brillan, brillan, Ema!

Gemma se volvió hacia el punto que señalaba la pequeña y vio que la manta con la que la había tapado cuando se había dormido estaba apelotonada sobre la moqueta. Cuando se agachó para recogerla, la niña se tensó en sus brazos.

—No pasa nada, estoy aquí, ¿de acuerdo?

—Brillan…

La habitación no estaba demasiado oscura. Gemma había corrido las cortinas sin cerrarlas del todo, y la mortecina luz de primera hora de la tarde se filtraba en el cuarto, junto con el monótono repiqueteo de la lluvia. ¿Qué podía haber brillado y asustado a la pequeña de ese modo? Gemma buscó un juguete con la mirada, pero no vio ninguno eléctrico o que se iluminara. «Una pesadilla, seguro…».

Al ir a dejar la manta en la cama se dio cuenta del estropicio. Estaba desgarrada por el borde como si le hubieran asestado dentelladas del tamaño de una pelota de golf. «Parecen…».

Gemma se irguió, intranquila.

Eran mordiscos.

«¡Si hay ratas de esas dimensiones en la casa, dimito esta misma noche!».

Zoey se había calmado, apenas hipaba de vez en cuando, pero sus manitas se aferraban a Gemma como si le fuera la vida en ello.

—Brillan —dijo más tranquila, mirando la manta.

Gemma creyó comprender entonces.

—¿Chillan? ¿Es eso?

La niña asintió enérgicamente.

«Oh, Dios mío… ¡Las ha oído!».

Giró sobre sí misma en busca de los odiosos roedores, temiendo que un grueso cuerpo peludo se deslizara entre sus tobillos chillando con furia. Nada. Solo juguetes por todas partes.

Seguía sosteniendo el borde mordisqueado de la manta. ¿Podía una rata hacer algo así? ¿En serio? Parecía más bien la boca de un niño… Esos bichos debían de haberse atiborrado de maíz tratado con hormonas de crecimiento. Los Taylor lo cultivaban, todo el mundo lo sabía. Estaban en guerra con los Johnson, que los acusaban de haber contaminado sus campos con transgénicos y otras porquerías. De ahí a suponer que unas ratas de campo crecieran hasta ese punto… Gemma no se lo podía creer.

Olivia la iba a matar. Habría podido ocurrir una desgracia. La niña podría haber perdido un dedo. Gemma se imaginó yendo a buscarla una hora más tarde y encontrando unas ratas enormes que le devoraban los ojos y le roían los huesos de las manos y los pies, mientras, dentro de su tierno vientre, uno de aquellos monstruos se daba un atracón con vísceras de bebé. Solo de pensarlo se le revolvió el estómago. Tenía demasiada imaginación.

Dejó la manta en el suelo y retrocedió.

—No le diremos nada a mamá, ¿de acuerdo? He hecho una tontería, no debería haberme equivocado de cama, pero no volverá a ocurrir, te lo prometo. Por esta vez haremos como si no hubiera pasado nada, ¿vale?

—Vale —respondió la niña sin acabar de comprender.

Gemma salió al pasillo con Zoey en brazos y cerró la puerta tras de sí.

A su espalda, el rostro de una muñeca se hundió de pronto, antes de que una fuerza invisible le arrancara los brazos y las piernas, como si un niño enrabietado la hubiera emprendido con ella.

Un niño malo.