5.
La radio chisporroteaba, y la voz del locutor de la WGIR se apagó y, al cabo de unos momentos, volvió a oírse. Rick Murphy se inclinó sobre el volante de la furgoneta para echar un vistazo maquinal al Cordón, en lo alto de la montaña bañada por el sol, que empezaba a ocultarse tras ella. Era una estupidez, no había ningún motivo para que la antena se cayera, pero Rick hacía lo mismo siempre que los aparatos —la radio o el móvil— funcionaban mal. No era el único en Mahingan Falls que tenía esa costumbre. Toqueteó el mando de la radio para conseguir una señal más clara y aprovechó para subir un poco el aire acondicionado. Se había pasado casi toda la mañana sudando, y le daba un poco de vergüenza presentarse ante los clientes en esas condiciones. Los días se sucedían y se confundían: largos, calurosos y aburridos. Necesitaba descansar.
¡Quién le mandaría cambiar las vacaciones con Roy Hughes! Siempre iba a Vermont a mediados de julio para reunirse con su cuñado en la cabaña familiar, a orillas del lago, pero esta vez no había sabido decir que no. Roy le había tocado la fibra sensible. Eran dos fontaneros para todo el pueblo, no podían dejar la faena en pleno verano, no era responsable, y se arriesgaban a abrirle las puertas a la competencia de Rockport o Manchester. Una muy mala idea, había insistido Roy. Tenían que organizarse, no como en años anteriores. Y Rick se había dejado convencer tontamente. Así que Roy y su mujer se iban en el mejor momento, a caballo entre julio y agosto, y le dejaban la última quincena de las vacaciones, cuando la gente estaría de regreso para preparar la vuelta al trabajo, o sea cuando la actividad se reactivaría. Mientras tanto, Rick tenía que chuparse las urgencias y los turistas con casa alquilada, siempre con prisas, rara vez amables. Y encima Nicole estaba de morros. Lo llamaba inútil, apocado, calzonazos y otras lindezas igual de humillantes. No era de extrañar que luego él no tuviera ganas de hacerle el amor. También le echaba en cara eso. Que no lo hicieran más a menudo, que no le diera «un repaso en condiciones», como era su obligación de marido. En la cama, Rick nunca parecía estar a la altura, se sentía torpe, seguramente mal equipado, sobre todo si tenía que creer lo que había visto en las películas porno. Y claro, los insultos no hacían más que empeorar las cosas. Rick se preguntó cómo saldría de aquel mal paso mientras giraba hacia el camino de tierra de los McFarlane, sus últimos clientes del día. Luego podría volver a casa y tomarse una cerveza bien fría.
El viejo Bob McFarlane lo esperaba en la escalera del porche, con su enorme máscara de apicultor en la mano. Rick cerró de un golpe la puerta de la furgoneta y echó un vistazo aprensivo a los cajones de madera que zumbaban en el claro, a unos veinte metros de distancia.
—Siguen sin ser malas —rezongó McFarlane.
Rick barrió el aire con un gesto de la mano.
—No entiendo cómo alguien puede tener esos bichos en su casa, y menos aún que le gusten.
—Un día te llevaré a que abras una colmena y veas la magia de esas maravillosas criaturas…
—¡Cuando tú te metas conmigo debajo de tu maldita choza! ¿Qué, ha vuelto a reventar?
—Casi no hay presión, como la última vez.
—Ya te lo advertí: la electrolisis se come las cañerías de cobre. Tarde o temprano habrá que cambiarlo todo, si no cada vez será peor.
—Cuando me toque la lotería. Mientras tanto he cerrado la llave de paso para que puedas echar un vistazo sin tener que chapotear.
—Con este calor no me vendría mal un baño. Voy a coger la caja de herramientas, tú ve abriéndome la reja.
Entre la galería que rodeaba la casa y el suelo había una cámara sanitaria de menos de un metro de altura, cerrada con un enrejado de listones para impedir que los animales se metieran en ella. El viejo Bob mantenía abierta la roñosa reja que hacía las veces de puerta para que el fontanero pudiera deslizarse dentro a rastras. Rick encendió la linterna frontal, se la sujetó a la cabeza e inició la exploración.
Allí abajo no entraba el sol, así que se estaba más fresco. Sosteniendo la caja de herramientas con una mano, Rick empezó a reptar por la agrietada tierra. Se escurrió entre el armazón de madera que sostenía el suelo de la galería, hasta llegar a los pilares de hormigón que soportaban el peso de la casa. La oscuridad reinaba como dueña y señora en aquel territorio de arañas, gusanos e insectos quitinosos, a los que Rick habría sido totalmente incapaz de dar nombre. Estaba acostumbrado a ese tipo de actividad; en su oficio, más valía no asustarse por unas cuantas sabandijas peludas. Prefería aquello al hedor de las fosas sépticas rebosantes o el acre tufo de las enormes calderas industriales.
Rick se detuvo un instante. Hablando de olores, le llegaba uno apestoso. A putrefacción.
—¡Bob! ¿Me oyes? —gritó—. ¡Aquí abajo tienes algún animal muerto!
La voz del viejo McFarlane le llegó muy débil, como si estuviera en la otra punta de un pasillo interminable.
—¡Ya me parecía a mí! Llevaba tiempo oyendo arañar. ¡Espero que no sean ratas!
—¡De todas formas, tal como huele, estarán muertas!
Sus palabras resonaban a su alrededor, como si rebotaran en los grises pilares. La débil pincelada de luz le mostraba el lugar con rápidos trazos casi monocromos.
«¡Y pensar que podría estar pescando truchas tan ricamente a la sombra de un abeto! Maldito Roy… —Rick se dijo que, en aquel asunto, el idiota era él, por haber aceptado tan fácilmente, y sintió una punzada en el corazón. Estaba harto de hacer siempre el primo—. ¡Eso me pasa por ser demasiado bueno!».
Ahora ya no cabía ninguna duda, por allí había un animal muerto: la podredumbre le llenaba las fosas nasales con su mezcla de densa acidez y olor a óxido, más agria que un cuenco de leche cortada en plena canícula. Rick gateó unos metros más para acercarse a una pared y, contorsionándose, giró hacia la izquierda. Casi había llegado al centro: ya no podía oír al viejo McFarlane y menos aún percibir la más mínima partícula de luz. Lo malo sería volver. Con lo estrecho que era aquello, no podría dar media vuelta; tendría que retroceder arrastrándose interminable y agotadoramente. ¡Hoy sí que se había ganado una ducha bien fría!
El suelo estaba húmedo: se acercaba al escape. En el sitio de siempre, la salida de la caldera. Distinguía varios tubos de cobre sujetos a una losa de cemento, sobre su cabeza. Ya casi estaba.
El olor a podrido se hizo insoportable, y Rick metió la mano bajo el mono, tiró del cuello de la camiseta y se la colocó sobre la cara a modo de máscara, reteniéndola con la nariz. Estaba sudando a mares.
Sus dedos se sumergieron en un charco. Ya lo tenía.
Una especie de rumor líquido apenas perceptible le hizo detenerse.
La linterna iluminó sus manos, teñidas de rojo.
Sangre. Le empapaba las palmas.
«Pero ¿qué carajo…?».
Se irguió sobre los codos para aumentar el alcance del haz de la linterna y vio el amasijo de carne, vísceras y pelo nadando en un encharcamiento carmesí, justo delante de él.
Decenas de larvas se agitaban en medio de aquel festín, produciendo el extraño murmullo líquido que acababa de oír. El cadáver era demasiado grande para pertenecer a una rata. Debía de tratarse de un perro, o un coyote. Rick había visto un reportaje en el canal regional en el que se aseguraba que el estado de Massachusetts estaba ahora infestado de coyotes.
«No puede ser… Tenía que tocarme a mí».
No veía modo de sortearlo; tendría que pasar justo por encima, haciendo ridículos y repugnantes equilibrios.
«¡Bob, el enrejado tiene un agujero! ¡Esto no tardará en convertirse en un nido de inmundicias! Tendrás que ocuparte de tu choza, porque yo ya no puedo más…».
Rick se enderezó como pudo entre los tabiques de hormigón, dispuesto a iniciar su maniobra de elusión, pero en ese instante percibió un movimiento detrás de él. Se detuvo y aguzó el oído.
Alguien se aproximaba por detrás.
—¿Bob? ¿Qué coño haces ahí? ¡Estás un poco mayorcito para estas gilipolleces! ¡Déjame trabajar, para eso me pagas!
Pero el viejo McFarlane no respondió.
Rick suspiró. Tenía calor, le dolía todo el cuerpo, estaba en una postura muy incómoda en un agujero más que estrecho para su gusto, en medio de un hedor insoportable… Solo le faltaba tener que evacuar a un anciano de su cámara de aislamiento a causa de un desmayo.
—¡Bob, sal de ahí de una vez!
McFarlane seguía mudo. Se limitaba a acercarse sin cesar.
«¡Está en forma el muy…!».
De pronto, Rick empezó a dudar. Fuera quien fuese, se movía deprisa. No tardaría en llegar a la intersección, a poca distancia de sus pies. Sin que supiera por qué, el corazón se le aceleró y su respiración se hizo más entrecortada.
—¿Bob? ¿Eres tú?
Había algo extraño en el modo de reptar de quienquiera que se estuviese acercando. Una especie de… determinación, pensó Rick. Implacable, a la manera de esos depredadores que se abalanzan de golpe sobre su presa, como surgidos de la nada, con las fauces abiertas, para apoderarse de ella, arrancarla del suelo con una violencia inaudita y llevársela a su cubil…
«Estoy empezando a disparatar. No es más que…».
¿Quién? ¿Qué? Rick no tenía la menor idea. Le costaba mantener el equilibrio; le dolían los músculos. Miró hacia abajo, al montón de inmundos restos que se estremecían y emponzoñaban el aire.
El intruso estaba casi allí, podía oírlo arrastrarse a toda velocidad para alcanzarlo.
Y por primera vez en muchos años, Rick Murphy sintió algo que creía que nunca volvería a sentir, una emoción primitiva, escondida en las profundidades de su ser: un miedo infantil. Era estúpido, pensó para tranquilizarse, se había metido en centenares de cámaras sanitarias parecidas a aquella, incluso más angostas, se había deslizado entre cucarachas y arañas que le corrían por el cuerpo sin preocuparse de ellas, había visto muchos cadáveres de mamíferos, sobre todo cazando con su padre y su hermano, no había ningún motivo para tener miedo, y sin embargo eso era lo que empezaba a apoderarse de él: un miedo cerval.
Dobló el cuello para iluminar con la linterna su cuerpo, sus zapatos y lo que había más allá, en el túnel por el que había venido.
De la intersección, que estaba a menos de dos metros, brotó una bocanada de polvo, y una pequeña nube llenó el espacio.
La linterna de Rick empezó a chisporrotear y parpadeó.
«¡Ahora no, no es el momento!».
La luz se apagó al instante. Rick estaba en la oscuridad más absoluta, acosado por el hormigueo de los gusanos debajo de él, los rozamientos de una presencia que casi había llegado a la altura de sus pies y los frenéticos latidos de su corazón, que le resonaban en los oídos.
El intruso estaba allí, acababa de desembocar en el mismo tramo que él, podía notar su presencia.
—¿Bo… Bob? —preguntó con voz febril.
El ruido recomenzó. Aquello se arrastraba directo hacia él.
Rick sacudió la cabeza, era completamente absurdo. Se apresuró a pasar por encima del cadáver en descomposición, quería salir de allí, era lo único que importaba.
Algo se cerró sobre su tobillo, un puño de acero que lo inmovilizó de inmediato. El terror invadió a Rick. Lo que lo sujetaba tenía una fuerza prodigiosa, podía sentirlo. La presión aumentó hasta el punto de morderle la carne y amenazar con partirle los huesos. Rick soltó un grito de dolor e intentó tirar de la pierna.
Algo lo aspiró, su cara cayó sobre la carroña cubierta de larvas, y Rick se vio arrastrado sin poder hacer nada.
Otro pensamiento infantil le llenó la cabeza.
«¡No dejes que esa cosa te lleve a su madriguera! ¡No, no dejes que te lleve allí! ¡Te devorará!».
Rick ni siquiera se dio cuenta de que estaba chillando. Se debatió y se arrancó varias uñas tratando en vano de agarrarse a las paredes lisas. Succionado por no sabía quién o qué, se deslizaba por el suelo. Metros y más metros. Cada centímetro que cedía lo alejaba un poco más de la vida, y lo sabía.
Bob McFarlane se había sentado en la escalinata que subía al porche y esperaba. Había puesto té helado en el frigorífico, ya solo faltaba que Murphy saliera de allá abajo, de allí a un cuarto de hora si todo iba bien, y podrían ir a sentarse en el balancín y negociar el precio. McFarlane siempre lo negociaba, era cuestión de principios.
El anciano vio que tenía una hinchazón entre el pulgar y el índice. Otra picadura de abeja. Esa, ni siquiera la había notado. Se acercó la mano a los cansados ojos para asegurarse de que el aguijón no seguía dentro.
De pronto levantó la cabeza. Le había parecido oír gritar. Un grito lejano, ahogado.
Se levantó y se inclinó hacia el hueco de debajo del porche.
—¿Va todo bien ahí dentro? —preguntó lo bastante alto para que se le pudiera oír en el laberinto de pilares de hormigón—. ¿Rick? ¿Estás bien?
Otro sonido distante, como un chillido, llegó hasta él, sin que supiera cómo interpretarlo. Sus oídos ya no eran los de antes, aunque se negara a equiparlos con uno de esos intrusivos aparatos que intentaban colarles a todos los mayores de setenta años, como él.
—Qué, Rick, ¿lo has encontrado?
No hubo respuesta. O mejor dicho, sí: una sucesión de curiosos gañidos, que McFarlane no comprendía. Rick debía de estar bajo el centro de la casa. McFarlane se apresuró a subir la escalera, recorrió el pasillo y entró en la cocina, donde se arrodilló con dificultad agarrándose a la encimera. Rick debía de estar justo debajo, o no muy lejos.
De las entrañas del edificio se alzó un grito, ahogado por la capa de hormigón. Tan estremecedor que hizo erizarse el vello y los cabellos del viejo Bob. Luego se repitió, una y otra vez.
Tras unos instantes de estupor, Bob McFarlane se puso a dar vueltas sobre sí mismo en busca de una idea, de un objeto, lo que fuera, con tal de poder utilizarlo para hacer algo. Pero no encontró nada.
En ese momento reparó en la rejilla de ventilación, justo encima del zócalo. Se acercó gateando, la agarró y tiró de ella con todas sus fuerzas. Allí los gritos eran más potentes. Subían de los cimientos de la casa, no muy lejos de donde estaba.
McFarlane se hizo una herida en el dedo con la rosca de un tornillo, y la sangre empezó a gotear sobre el entablado. Le traía sin cuidado, lo que quería era encontrar el modo de detener aquellos chillidos insoportables. Si seguían, se volvería loco.
Los chillidos de un bebé al que están mutilando.
Un ser humano que grita como un bebé mientras lo despedazan.