8.
La pólvora le irritaba la nariz.
Ethan Cobb se quitó el casco de protección auditiva y recogió los casquillos esparcidos por la hierba a su alrededor, decepcionado. Una mala sesión de tiro. No estaba lo bastante concentrado: tenía demasiadas cosas en la cabeza. Pero eso no era excusa. El día que se viera obligado a sacar el arma para usarla, puede que no tuviera una segunda oportunidad. Necesitaba mejorar.
«Lo ideal sería no tener que emplearla nunca, claro. Si me fui de Filadelfia fue precisamente para evitar esas situaciones…».
Su marcha no había tenido nada que ver con eso, lo sabía, y meneó la cabeza, irritado. Debía adelantarse a los acontecimientos. Ser profesional también era prepararse, solo por si acaso…
El ruido de un motor le hizo volverse, y vio el Chevrolet Malibu rojo de Ashley Foster que se detenía en la pista de tierra en medio de una nube de polvo. Aconsejado por uno de sus hombres, Ethan había buscado una zona apartada del bosque. Mientras la sargento bajaba del vehículo, recogió el improvisado blanco y la saludó con la mano. Foster iba de paisano, con vaqueros y camisa de cuadros, como una cow-girl. Tenía apenas treinta años, el dinamismo de una gran deportista y la determinación de una campeona, pero la mirada demasiado dulce para resultar creíble hasta el final, en opinión de Ethan. Era una buena chica llena de empatía, una policía competente para el día a día, pero se las daba de dura para hacerse respetar, pensando, tal vez con razón, que su físico de actriz la obligaba a cargar las tintas para que la tomaran en serio. A Ethan le caía bien.
—Teniente, ¿sabe que hay una galería de tiro en Salem? —le preguntó la joven acercándose—. Estamos autorizados a usarla…
—No tengo tiempo para ir tan lejos. Esto está bien.
—¿Falta de práctica?
—Falta de puntería —respondió Ethan con una mueca juguetona.
—Cedillo me ha dicho que quería verme… No andaba lejos de aquí, pero esta mañana no estoy de servicio, es el sargento Paulson quien…
—Lo sé, pero Paulson es un capullo.
Ashley echó la cabeza hacia atrás, como si acabara de abofetearla.
—No confío en él —se corrigió Ethan.
La mirada de la sargento le decía que estaba a punto de contestarle pero no se atrevía, encerrada como estaba en su estricto papel. Ethan se masajeó la barbilla mientras pensaba rápidamente. No había previsto abordar el tema ese día, pero la ocasión se prestaba a ello, así que se lanzó.
—¿Puedo ser directo con usted, Foster? Suelte lastre. Al menos conmigo, puede usted quitarse la máscara de dura. Sé de lo que es capaz, no tiene que demostrarme nada. Cuando necesite decirme algo, suéltelo, sin tapujos. A veces soy un cabeza dura, y no es mi único defecto, pero concédame eso.
Ashley enarcó las cejas, sorprendida. Sus grandes ojos de color avellana captaban toda la luz del mediodía, y durante un segundo Ethan la encontró realmente magnífica, con los mechones castaños que se habían escapado de su cola de caballo agitándose levemente con la brisa. Se recuperó de inmediato, desviando la mirada hacia el bosque circundante. Desde su primer encuentro, había quedado prendado de ella, como la mayoría de sus compañeros, pero enseguida había echado el freno. Siete años de vida en común con una poli de Filadelfia lo habían vacunado contra ese tipo de relaciones, tanto más en un pueblo como Mahingan Falls, donde estaban todos constantemente juntos. La alianza de plata de Ashley captó la luz del sol y relució como para provocarlo. «Compañera y casada, un cóctel explosivo. Prefiero tomarme un trago de nitroglicerina y bailar toda la noche…».
—Yo… De acuerdo, teniente —balbuceó Ashley antes de recuperar parte de su aplomo—. En fin…, sí, Paulson es un capullo, no voy a negarlo. Y también un chivato: se lo cuenta todo al jefe Warden, para ganar puntos. Y todo es todo, incluso lo que no tiene que ver con el servicio.
—Ya me parecía… Por eso hago todo lo posible para tenerla en mis turnos. ¿No lo había notado?
Ashley bajó la mirada, apurada.
—Pues… sí.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Desde que empecé. Seis años de servicio.
—Conoce a todo el mundo, ¿no?
—Más o menos.
—Si quisiera que examinaran un cuerpo sin tener que pasar por la oficina del forense de Salem o Boston, ¿a quién podría acudir en la zona?
—El procedimiento es enviarlo al anatómico forense de Boston.
—Y lo que yo le pregunto es si hay alguien competente cerca, de forma que el asunto no salga del condado, para tenerlo bajo control.
—Se necesitaría la aprobación del jefe Warden.
Ethan esbozó una sonrisa amarga.
—Eso es justo lo que querría evitar —admitió—. Como su segundo, en su ausencia puedo firmar autorizaciones, incluso excepcionales.
Ashley, nerviosa, se mordisqueó el labio inferior. Olía bien; a Ethan le llegaba su perfume, ligeramente alimonado. «Estás demasiado cerca. En cuanto puedas, da un paso atrás, con disimulo, para no ofenderla».
—Ron Mordecai podría hacerlo.
—¿El de la funeraria? No, necesito a un profesional —Ethan arrugó la nariz, indeciso, antes de precisar—: Quiero una autopsia, no un examen general.
—Mordecai es médico de formación. Fue forense en Indiana cuando era joven, tiene toda la instalación necesaria en el sótano, donde prepara los cuerpos. Y…
La siguiente frase murió en sus labios.
—¿Y? —la animó Ethan.
—No le cae muy bien el jefe Warden. Un viejo asunto familiar.
Ethan agradeció la información. La agente había comprendido. Ethan había dudado mucho antes de tomar aquella decisión. Había acabado conociendo a Warden y sus posturas intransigentes; su autoritarismo militar no toleraba el menor desacuerdo, y menos aún la insubordinación. El teniente no le había hablado del asunto para no arriesgarse a que dijera que no. Cuando ya fuera demasiado tarde, alegaría que había actuado creyendo que hacía bien, se haría el tonto. Era peligroso, el jefe podía torpedearlo, incluso despedirlo.
—Gracias, Foster.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Catorce meses.
—Bueno, supongo que ya se habrá dado cuenta, pero ponerse al jefe en contra es una mala idea.
—Lo sé, sargento.
—¿Puedo serle franca?
—Es lo que le he pedido.
—O es usted un suicida o tiene un buen motivo para arriesgarse a contrariar a Warden.
Ethan echó un rápido vistazo a la bandada de estorninos que pasaban chillando sobre sus cabezas.
—Sé que corren rumores sobre mí —dijo—. No los escuche.
—Su vida no es asunto mío.
Cuando quiso darse cuenta, Ethan había posado una mano amistosa en el brazo de Ashley.
—Algún día, en un bar, si bebemos lo suficiente, se lo contaré. Pero puedo asegurarle algo: no soy un poli suicida ni un cabeza hueca. Eso sí, cuando lo creo necesario, llego hasta el final. Confíe en mí.
—Todos venimos o volvemos a Mahingan Falls por una buena razón.
—¡Pues ya me dirá cuál es la suya!
—Muy sencillo: nací aquí. Dígame, en cuanto a la autopsia, ¿puedo saber de qué se trata?
Ethan la miró fijamente, y su rostro se ensombreció.
—Es por Rick Murphy.
—He oído que estaba muy desfigurado. Le cayó encima una losa de hormigón, ¿no?
—Aparentemente.
—¿Por qué una autopsia? Si hay alguna duda, el propio jefe Warden la autorizará.
—Murió por aplastamiento. Creo que sobre eso todo el mundo está de acuerdo.
—¿Entonces? ¿Por qué someter el cuerpo del pobre Murphy a una carnicería, si no hay ninguna duda? Un simple análisis de sangre, una muestra de pelo y, en todo caso, un examen toxicológico pueden clarificar ciertos puntos, si es eso lo que le preocupa.
—Empieza usted a razonar como Warden.
Ashley pareció tomárselo a mal. Ethan se mordió el interior de la mejilla, no encontraba palabras para justificarse sin mentir.
—¿Cree en el instinto profesional? —preguntó al fin.
Ashley lo estudió unos segundos antes de responder.
—Precisamente el cuerpo de Murphy está en el depósito de Mordecai, la única instalación refrigerada del pueblo. Pero antes de nada, si piensa saltarse los procedimientos normales, debería hablar con Nicole, la mujer de Murphy: la lía en cuanto puede, así que más vale cubrirse las espaldas. Colocarse en el punto de mira del jefe, aún; pero no puede ponerse al pueblo en contra.
—Empiezo a comprender cómo funcionan las cosas por aquí. He ido a verla esta mañana. Está de acuerdo.
Ashley asintió con una media sonrisa.
—A veces Mordecai es un poco cerrado. Hay que saber manejarlo. Voy con usted.
Ethan iba a oponerse, pero como la joven se dirigía ya hacia su coche y las palabras no le venían a los labios espontáneamente, se limitó a suspirar.
Ron Mordecai parecía un personaje de película. Un malo, sin duda, con el largo pelo gris sujeto con una cinta de seda azul, las gafas de montura fina colocadas en la punta de la nariz, una delgadez que acentuaba aún más las numerosas arrugas de su rostro y una actitud de permanente desgana. Sin embargo, no tenía rival a la hora de adecentar un cuerpo. No solo conseguía devolver un poco de firmeza a la carne flácida, un color natural a la piel y casi un aspecto de vida al cadáver, sino que lo hacía respetando la apariencia del sujeto cuando estaba vivo. Cuántos tanatoprácticos, con la mejor intención, traicionaban el aspecto real del difunto… Mordecai seguía las curvas, alisaba la textura, recorría las cavidades con su talento y una foto del muerto colocada junto a él, hasta devolver a sus «huéspedes», como los llamaba él, la densidad de entre un diez y un quince por ciento que se había evaporado con el alma.
Su funeraria se encontraba en Beacon Hill, en una vieja casa neogótica cuya piedra se disgregaba y a la que le faltaban numerosas tejas, pero rodeada de cuidado césped y bonitos arriates de flores.
Recibió al teniente Cobb y a la sargento Foster en su despacho, donde abundaba el cuero y olía a cera, detrás del enorme salón en el que se exhibían los ataúdes, y los escuchó con atención, sobre todo cuando Ashley Foster precisó tímidamente que agradecerían su discreción, en particular en lo tocante al jefe Warden.
—¡Ah! —graznó al instante—. En otras palabras, ¡me están pidiendo que le gaste una jugarreta al maldito Lee J. Warden!
Temiendo perder el control de la situación, Ethan se apresuró a aclarar:
—Por supuesto, es algo totalmente legal. Yo firmaré los documentos autorizándole a realizar la autopsia y…
—¿Hay alguna posibilidad de que Warden se entere?
Ethan asintió con la cabeza, compungido.
—No puedo mentirle: acabará sabiéndolo.
—¡Entonces, cuenten conmigo! Solo de imaginarme la cara de tonto que se le quedará cuando sepa que fui yo quien hizo la autopsia a sus espaldas, me froto las manos por anticipado… —Ashley le lanzó a Ethan una mirada de complicidad—. ¿Cuándo quieren que empiece? —preguntó Mordecai.
—Cuanto antes, mejor. Supongo que los días de diario estará usted ocupado, pero tal vez el próximo fin de se…
—¿Qué tal esta noche?
Un enorme ascensor llevaba al sótano de la funeraria. En el pasillo central, las paredes estaban pintadas de un tono púrpura casi negro; las lámparas, colgadas del techo a intervalos regulares, se reflejaban en el desgastado linóleo, tan viejo probablemente como el propio Mordecai, y el aire acondicionado y las cámaras refrigeradas producían un zumbido constante. Aquello estaba fresco todo el año, como un sudario al contacto con la piel. Un frío mortuorio. En mitad del largo corredor, una puerta doble daba acceso a la sala principal, perfectamente iluminada por una lámpara cialítica instalada en el centro del techo, sobre una larga mesa de acero inoxidable provista de un canalillo central y un sumidero en un extremo. A un lado había un carrito con instrumentos de disección, pinzas y separadores quirúrgicos.
Ron Mordecai le tendió a Ethan un par de gruesos guantes azules.
—Tenga, va usted a ayudarme —le dijo señalando la funda blanca que envolvía el cadáver sobre una camilla rodante.
Mordecai tiró de la cremallera para dejar el cuerpo al descubierto y le indicó por señas que lo cogiera de las axilas para trasladarlo a la mesa de autopsias.
Rick Murphy, vestido todavía con el mono gris, apareció bajo la implacable luz, y los dos hombres lo depositaron entre resoplidos en la superficie de acero. Los muertos parecían pesar el doble que los vivos, pensó Ethan Cobb. No era la primera vez que tenía esa sensación.
Ashley Foster entreabrió la boca, estupefacta.
No estaba segura de reconocer a Rick Murphy. Podía adivinar que era él por la ropa y el cabello, pero, en cuanto a lo demás, le resultaba imposible ser categórica.
El fontanero tenía la cara hundida en la caja craneal, convertida en una cavidad de carne, piel y sangre coagulada. La mandíbula inferior, desencajada, mostraba la reluciente dentadura. Aquello ya no era un ser humano, sino el grotesco resultado de un experimento aberrante. La pelvis formaba un ángulo absurdo y perturbador, las caderas estaban descoyuntadas hasta sobresalir bajo el ombligo; la columna vertebral, partida. La pierna izquierda colgaba floja, anormalmente larga respecto a la derecha; la tela del mono estaba hecha jirones en varios sitios, el zapato ausente, el pie reducido a un muñón sanguinolento.
Hasta Mordecai se ensombreció. Estaba habituado a trabajar con cuerpos muy deteriorados: viejos solitarios hallados en avanzado estado de descomposición e infestados de larvas varios días después de su muerte; maridos desesperados que se habían destrozado la cara con una escopeta de perdigones; o ahogados hinchados y medio devorados por los cangrejos. Pero en todos los casos se trataba de algo lógico, fruto de una acción letal fácilmente identificable. Lo perturbador de Rick Murphy era su estado general.
Un olor ferruginoso, mezclado con el de la putrefacción, ácido y agresivo, se desprendía del cadáver.
Ethan señaló la pelvis, que presentaba una desviación de noventa grados.
—¿La caída de la losa pudo causar esto?
Mordecai se inclinó sobre el cuerpo, y tras examinar las caderas se encogió de hombros.
—Al parecer, sí —dijo al fin, y cogió del carrito una pinza de acero, que utilizó para retirar cuidadosamente los jirones de tela alrededor de la pierna izquierda—. ¿No se les ocurrió recoger el pie?
—No lo encontramos.
Los ojos azules de Mordecai miraron fijamente a Ethan por encima de las gafas.
—¿Cómo que no lo encontraron?
—Aquello es muy estrecho y está lleno de escombros. No pudimos despejarlo todo perfectamente, solo lo suficiente para sacar el cuerpo.
—No pueden dejarse un trozo, teniente, lo sabe, ¿no?
—Estuvimos allí más de seis horas —intentó justificarse Ethan—. Pero me aseguraré de que la familia reciba el cuerpo íntegro.
—Con este calor, sus hombres no tendrán más que guiarse por el olor —dijo Mordecai reanudando el examen. Ethan se acercó y se inclinó a su vez. El tanatopráctico observaba las numerosas laceraciones que presentaba la pantorrilla—. Esto, en cambio, no es obra del hormigón. Arañazos. Profundos.
Ethan se volvió hacia Ashley, que se aproximó, interesada.
—¿Ratas? —sugirió.
—No, a no ser que hayan comido hormonas de crecimiento durante varias generaciones. Los rasguños son demasiado anchos y profundos. Ni siquiera un gato tiene las garras tan grandes como para producir estas heridas.
—¿Entonces? —insistió la sargento.
Mordecai la miró de arriba abajo, irritado.
—No lo sé, soy médico, no zoólogo. ¿Un mapache gigante? ¿Un zorro descomunal? ¡Yo qué sé!
Ethan señaló el cuello del difunto.
—Cuando lo sacamos, vi rasguños similares a la altura de la garganta.
Mordecai los examinó y asintió. Luego señaló el borde del labio inferior. Estaba destrozado y le faltaba un trozo.
—Efectivamente, y de paso se le comieron un pedazo.
—Los animales salvajes de la zona no atacan al ser humano para alimentarse —dijo Ashley, desconcertada—, salvo cuando no es más que una carroña. Pero al pobre Murphy no le dio tiempo a descomponerse…
Mordecai meneó la cabeza en señal de desacuerdo.
—Miren la herida. Ha sangrado mucho, lo que significa que aún estaba vivo cuando ocurrió, el corazón seguía bombeando y la sangre manó con más abundancia que en una herida post mortem.
—¿Vivo? —murmuró Ashley, sobrecogida.
—Las marcas de la pierna izquierda son similares. Sí, no sé con qué se topó, pero al animalito no le gustó que lo molestaran.
Ashley se volvió hacia su superior.
—¿Encontraron alguna madriguera?
—Había restos de animales, roedores principalmente. No me imagino a un mapache haciendo esto.
—No se ofenda, teniente, pero usted es de ciudad. Yo he crecido aquí y he visto mapaches llevándose gallinas. Pero a un hombre no, nunca. Un coyote acorralado con sus crías, o si tiene la rabia, quizá podría hacer esos destrozos, pero tampoco. No es una buena noticia… Hay que avisar a las autoridades sanitarias, una epidemia de rabia puede tener consecuencias desastrosas si no la atajamos rápidamente.
Ethan parecía escéptico, pero no dijo nada. Señaló las manos de Rick Murphy.
—También muestra las mismas heridas en los dedos.
Mordecai levantó el índice izquierdo con las pinzas para inspeccionar la palma de la mano. Al igual que la derecha, estaba cubierta de sangre seca y surcada de cortes; le faltaban dos falanges, que dejaban asomar un trozo de hueso.
—El dedo corazón está mordisqueado en un par de puntos. El trozo que falta pudo ser devorado; no hay indicios de aplastamiento, sino bordes cortados limpiamente.
Las uñas estaban rotas, despegadas de la carne en algunos casos, y dos faltaban totalmente. Mordecai cogió una que había sido arrancada y estaba levantada como el capó de un coche. Tiró de ella y la mano se agitó debajo blandamente.
—Lamento comunicarles que es probable que no estuviera muerto cuando la losa le cayó encima. Se debatió para salir de debajo. Hasta arrancarse las uñas.
Ethan no dijo nada. Se limitó a enderezar el cuerpo y cruzar los brazos sobre el pecho con una expresión pensativa.
Mordecai arrojó las pinzas a una bandeja de acero inoxidable haciéndolas tintinear. Después se apoderó de un escalpelo cuyo filo relució a la cruda luz de la lámpara quirúrgica.
—Teniente, va usted a ayudarme a desnudarlo. Luego iniciaremos la disección.
Ashley inhaló el aire fresco a pleno pulmón mientras se alejaban de la funeraria hacia la claridad de las viejas farolas y de la luna, alta sobre el faro de Mahingan Head.
—Me ha pedido que sea franca con usted, teniente —dijo—, así que permítame decirle que en mi opinión ha sido un error imponerle esto al pobre Rick Murphy, y de paso a nosotros. Un examen general, externo, nos habría proporcionado la misma información. Vaya preparando su defensa para cuando se entere el jefe Warden, porque puede que pase un mal rato… —Ethan siguió avanzando hacia su coche con paso vivo. Estaba absorto en sus pensamientos—. Si me dice cómo puedo serle útil —añadió Ashley—, le apoyaré.
Ethan se detuvo en medio de la silenciosa calle y se volvió hacia ella.
—Hay algo que no encaja —dijo—. ¿Un animal rabioso sorprendió a Murphy en la cámara de aislamiento? ¿Lo atacó, él se defendió, y eso provocó la caída de la losa?
—Estaba muy agrietada, lo dijo usted mismo.
—El problema no es ese. Murphy no se arrancó las uñas tratando de salir de debajo de los escombros. Murió de inmediato.
—Eso no es lo que parece haber dicho Morde…
—Bob McFarlane es categórico: no hubo más que un «¡bum!». La losa cedió de golpe. ¿Ha visto la cara y la pelvis de Murphy? No pudo sobrevivir a eso.
Ashley Foster intuía que Cobb no se lo estaba diciendo todo. Esperó a que se decidiera a hacerlo sin dejar de mirarlo.
—¿Para qué necesitaba la autopsia? —insistió—. ¿Qué vio?
Ethan se enfrentó a los grandes ojos de la sargento.
—Fue una impresión general —dijo al fin—. El estado del cuerpo y… En las paredes había marcas de más de un metro y medio de longitud, finas y paralelas. En una de ellas encontré una uña de Murphy. Lo arrastraron por la cámara, y él se resistió hasta destrozarse los dedos. ¿De veras cree que un coyote puede tener tanta fuerza?
Era evidente que él no, así que Ashley le preguntó:
—¿Acaso piensa usted que no estaba solo bajo la casa de los MacFarlane? Quiero decir, ¿que había alguien más?
Ethan la miró a su vez.
—En ese agujero ocurrió algo que se nos escapa.
—¿Y cómo lo averiguamos?
Ethan hizo un gesto con la cabeza que significaba que estaba claro.
—Volviendo allí.