42.

La untuosa crema rebosaba entre las capas de hojaldre mientras la cobertura de chocolate se fundía con el calor y empapaba toda la tarta. El azúcar, pegajoso y crujiente, la hacía brillar.

Owen veía la imagen una y otra vez. No entendía cómo le había dado por comerse un trozo en el desayuno. Un antojo matutino extraño en él. Recordaba que, durante una visita al psiquiatra tras la muerte de sus padres, había oído a una señora decirle a su hijo obeso en la sala de espera que a veces uno comía para «llenarse de algo distinto a la comida». Desde entonces había pensado en ello muchas veces. ¿De qué podías llenarte cuando te comías dos perritos calientes, un helado y unas galletas, más que de un montón de productos químicos más o menos perjudiciales? (De eso estaba al corriente, porque Olivia no paraba de refunfuñar sobre el asunto). Después, esa primavera, todavía en Manhattan, los Spencer lo habían apuntado a una escuela de kárate con el argumento de que tenía que cansarse y «desahogarse», y allí había conocido a Ben Mulligan. Ben estaba gordo. No tanto como el chico de la consulta, que tenía tetas, pero lo bastante para preguntarse cómo se las arreglaría para aguantar una hora completa de movimientos ágiles y rápidos. Pero Ben le ponía unas ganas y un brío sorprendentes. Al acabar, se acercó a Owen para presentarse (los dos eran nuevos y habían aparecido al final de la temporada) y no tardó en confesarle que hacía kárate para perder peso. «Como para compensar, ¿sabes? —le explicó con su acento un poco afectado de Long Island—. No me siento lo bastante querido, así que, a falta de amor, me atiborro de azúcar —añadió—. ¿Quieres que seamos amigos?». ¿Cómo iba a negarse? Owen no quería tener un suicidio alimenticio en su conciencia, de modo que aceptó, aunque dejó el kárate después de cinco lecciones, es decir, tres antes que Ben Mulligan, al que no volvió a ver. Pero aquello le enseñó una cosa: a veces, en la vida, cuando deseabas algo inalcanzable, te llenabas de otra cosa para sustituirlo.

Y eso era lo que había hecho él esa mañana al comerse un pedazo enorme de aquella tarta demasiado rica en calorías. Tom la había traído la tarde anterior a la vuelta de su paseo por la playa con la intención de dar una sorpresa a los niños, que como habían cenado una hora antes apenas la tocaron. Tom hacía eso a menudo, actuar por impulso, obedeciendo a sus ideas, a veces absurdas, sin preguntarse realmente si eran apropiadas.

Pero entonces, ¿qué trataba de compensar él engullendo todo ese azúcar? ¿El amor, como Ben? Tom, y sobre todo Olivia, no le regateaban atenciones ni mimos, y Owen sentía que eran sinceros, así que no se trataba de eso. Aun así, echaba muchísimo de menos a sus padres, sus verdaderos padres, sabía que su duelo no terminaría del todo jamás, lo que en su opinión era normal. Pero no tenía la sensación de que ese fuera el motivo de su bulimia. Él estaba delgado, casi en exceso; aquello no podía hacerle daño si no lo repetía demasiado a menudo. Pero se daba perfecta cuenta de que era un extraño síntoma que había que estudiar.

Mientras pensaba en todo eso, en la sofocante aula la señorita Horllow daba su clase de matemáticas con un tono monocorde.

Owen no estaba relajado, como suele suceder en verano cuando todo o casi todo va bien, incluso tras la vuelta al cole. Esta, siempre desagradable, se hacía más llevadera por la curiosidad de conocer el nuevo centro y la tranquilidad que suponía para él y para Chad contar con el respaldo de Corey y de Connor. Pero Owen no estaba ni eufórico ni entusiasmado, como cabía esperar de alguien de su edad, y no tardó en identificar el motivo de su malestar.

«Basta de engañarse. Este verano no ha sido normal. Para ninguno de nosotros».

Su mirada vagó hacia la ventana y la carretera flanqueada de álamos que bordeaba el estadio. Más allá de las altas graderías, detrás del campo de fútbol, se veían grupos de árboles achaparrados, densos arbustos y, al fondo, los campos de béisbol.

«Dwayne Taylor nunca más volverá a jugar ni al fútbol ni al béisbol».

Como en un fogonazo, Owen volvió a presenciar el brutal asesinato de Dwayne: sus tripas, relucientes de sangre, cayéndole sobre las piernas; su mandíbula inferior, arrancada de cuajo por la zarpa de acero, y, después, la espantosa fetidez del espantapájaros. Aquel repugnante hedor a putrefacción y a pis de gato.

Eso era lo que le angustiaba, hasta el punto de necesitar compensarlo. Había comido para no pensar, para sentirse bien, para sentirse vivo, a diferencia de Dwayne Taylor.

Le entraron náuseas y se agarró al pupitre esperando que se le pasaran, mientras el aula giraba a su alrededor.

Levantó la mano para ir al lavabo, y al ver que estaba pálido, la señorita Horllow no puso inconveniente. Chad, preocupado, le propuso acompañarlo, pero Owen rechazó el ofrecimiento. No le apetecía que lo oyeran echar las tripas en el retrete.

Por fortuna, se acordaba de dónde estaban los lavabos más cercanos, así que echó a andar a grandes zancadas por el pasillo desierto. De las otras clases le llegaban murmullos amortiguados, mientras avanzaba por el gastado linóleo a la luz de los fluorescentes, preguntándose cuál sería la de Gemma. La quería mucho. No como Connor, que siempre estaba hablando de sus «melones», sino con un cariño… sincero, desprovisto de cualquier atracción física. «Como a una hermana mayor», se dijo. Aunque últimamente estaba un poco rara. La noche anterior, incluso le había pedido a Tom que la acompañara hasta su coche, y eso que lo tenía aparcado justo delante de la casa.

Empujó la puerta del aseo de los chicos y corrió a vomitar, pero no le salió nada. Andar lo había aliviado un poco. Tenía que dejar de pensar en aquella tarta empalagosa y, sobre todo, en la sangrienta muerte de Dwayne Taylor.

Esperó un poco para estar seguro, pero acabó por incorporarse y fue a lavarse las manos. Mientras caía el agua, le pareció oír una voz sibilante, bastante lejana, que lo llamaba. Cerró el grifo y aguzó el oído.

Le llegó el débil zumbido de un extractor de aire, poco más.

Se acercó al secador de manos.

—Owen…

El chico dio un respingo y miró a su alrededor para asegurarse de que estaba completamente solo. «¡En una de las cabinas!». Todas las puertas estaban cerradas; el peso o el equilibrio, no lo sabía, las mantenían así. Y todas tenían el indicador del pestillo en verde, así que nadie lo había echado. «Quién será el imbécil que se divierte haciendo esto…». Owen, que apenas conocía a nadie en el colegio, pensó en Connor. Era típico de él.

—Connor, eres un capullo —dijo empujando la primera puerta.

Nadie.

Hizo lo mismo con la segunda, con idéntico resultado. Quedaban cuatro.

—¡Owen!

El adolescente se volvió hacia la derecha y luego hacia la izquierda. La voz, siseante y lejana, parecía llegar hasta él después de haber recorrido un largo y estrecho pasadizo.

«No, no sale de las cabinas, viene de más lejos…».

Pero no se le ocurría de dónde podía proceder. Nada se correspondía físicamente con lo que sus sentidos deducían. Había otra puerta, pero tenía un letrero que decía: SIN SALIDA-PROHIBIDO, y era evidente que se trataba de un acceso de servicio, o quizá de un simple armario.

Owen se fijó en un plano de evacuación colgado de la pared. De un rápido vistazo, comprobó que la puerta daba a una escalera. No estaba seguro de entenderlo, pero supuso que llevaba al sótano del colegio. «Nada que ver».

Se volvió hacia la hilera de lavabos. La llamada había resonado un poco, como amplificada por un eco metálico. ¿Y si…? Se acercó lentamente. «Es imposible…».

Se acercó a un lavabo y se inclinó para examinar el desagüe. Un tubo gris y negro que se hundía en la oscuridad.

—Owen…

El chico lanzó un grito de sorpresa.

No cabía duda. La voz venía de ahí, del fondo de la tubería. Una llamada débil, casi un murmullo cantarín. Pero Owen estaba convencido: el individuo que sabía su nombre se encontraba en algún lugar debajo de él, al nivel del conducto de evacuación.

En ese momento percibió un ruido, un chasquido lejano acompañado de un roce que provenía del otro lado de la puerta de servicio. Chac. Chac. Chac.

Un sonido regular y pesado.

«¡Alguien subiendo unos peldaños!».

Allí detrás había una escalera, Owen lo había visto en el plano, y el ruido hacía pensar en unas gruesas suelas reforzadas que crujían y se arrastraban en cada escalón.

Chac. Chac.

Se acercaba.

La voz que lo llamaba no era en absoluto amenazadora, pero Owen sentía que no debía quedarse allí. Su instinto le decía que se largara. Quien lo estaba buscando no era normal.

No era el espantapájaros, pero tenía su misma naturaleza.

Chac. Chac. Chac.

Los pasos en la escalera se estaban acercando a la puerta.

Un resoplido, una especie de larga expiración ascendió por el conducto del lavabo.

Chac. Chac.

Owen estaba petrificado por el miedo. Sabía, en lo más profundo de su ser, que no debía perder más tiempo, que le urgía huir, que era cuestión de vida o muerte, pero el cuerpo se negaba a obedecerle. La maneta de la puerta tembló y empezó a descender lentamente.

Fue el detonante. Ver materializarse el peligro le provocó una descarga de adrenalina que lo hizo reaccionar y echar a correr hacia la salida.

Chac.

El último paso. La cosa había llegado a lo alto de la escalera. La maneta seguía bajando. Si la puerta se abría antes de que Owen hubiera salido, sería demasiado tarde. Se abalanzó sobre el batiente y cayó de bruces en el suelo del ancho pasillo que llevaba a las aulas. En el cuarto de baño, los resoplidos en las cañerías aumentaron. Luego, la puerta de servicio se abrió y los fluorescentes crepitaron y explotaron uno tras otro. Pero Owen ya estaba de pie, corriendo tan rápido como podía.

Todas las puertas de las cabinas traquetearon violentamente, presas de un frenesí rabioso, y esta vez Owen supo que su perseguidor había salido al pasillo, detrás de él.

Los fluorescentes parpadearon en el techo.

Owen veía su aula al fondo. No sabía si le serviría como protección, pero quería llegar hasta allí y buscar refugio entre sus compañeros, donde tendría alguna posibilidad de que aquella cosa no lo atrapara, porque no se atrevería a mostrarse a plena luz delante de todo el mundo, no, no estaba preparada.

Al menos, Owen se aferraba a esa esperanza.

Ahora, detrás de él todo el pasillo estaba sumido en la oscuridad, que avanzaba rápidamente, a punto de darle alcance.

Con la mano extendida hacia la puerta del aula, Owen hizo un último esfuerzo. Ya casi estaba.

Un zumbido formidable le pisaba los talones, haciendo vibrar las taquillas a su paso.

Owen sintió que podía conseguirlo. Sus músculos tiraban de él. Alargó los dedos en dirección a la puerta.

La presencia lo alcanzó en ese preciso instante.

A Owen apenas le dio tiempo de forcejear con el pomo y abalanzarse en el aula, donde cayó de bruces ante los pupitres cuan largo era, resbalando casi hasta los pies de la señorita Horllow, que se interrumpió, atónita.

Tras un breve instante de silencio. Luego, todos los alumnos se echaron a reír.

Todos menos Chad, que vio el terror pintado en la cara de su primo.