24.
La llamarada recorrió más de cinco metros: un chorro ígneo y recto que envolvió la muñeca, hizo retorcerse el cuerpo de plástico y derritió en pocos segundos el pelo sobre sus hombros, antes de que la cabeza cayera al suelo.
Connor volvió a activar la bomba de su vistoso lanzador de agua. Una llama diminuta seguía crepitando en la punta del cañón.
—Bueno, ¿qué? —preguntó sin inmutarse.
Impresionados, Chad, Owen y Corey miraban boquiabiertos el lanzallamas.
—¿Cómo lo has hecho? —consiguió decir Chad.
—He elegido el modelo más sólido, con un pistón de metal que lanza el chorro bien lejos y con bastante exactitud. Luego, un poco de bricolaje… He desmontado el cuello de un encendedor de cocina (compré uno con un tubo de diez centímetros de largo para que las llamas salieran lo más lejos posible del cañón de plástico, no se fuera a fundir con el calor), he montado el tubo al final del cañón del lanzador de agua, he fijado el mechero debajo con cinta adhesiva… y ya no hay más que llenar de gasolina el depósito.
La muñeca, o lo que quedaba de ella, un amasijo de brazos y piernas retorcidos, rodó por el tronco en el que descansaba.
—Es impresionante —admitió Corey.
—La pena es que el mechero se apaga con bastante facilidad, aunque basta con presionar para volver a encenderlo. Pero en caso de urgencia hay que conservar la sangre fría para acordarse.
—¿Y quieres que quememos el espantapájaros con eso? —preguntó Owen, escéptico.
—¡Vamos a achicharrarle el culo a ese montón de paja!
—¿Y si no prende? A lo mejor es invulnerable al fuego…
—Los trapos arderán, y el sombrero también. ¡Esto fundirá hasta esa calabaza podrida que tiene por cabeza! —exclamó Connor admirando su improvisado lanzallamas.
Chad, por su parte, sonreía de oreja a oreja.
—¡Es genial!
Corey asintió.
—No sé, chicos… —insistió Owen—. Me parece una idea engañosa. Volver allí y meterse en la boca del lobo esperando cargárnoslo… Yo, la verdad, lo encuentro…
—¿Una gilipollez? —propuso Corey.
Owen asintió.
—Me he estado entrenando toda la mañana —replicó Connor—. ¡Doy en el blanco a seis metros! Y si hace falta puedo abrasar todo lo que se mueva sin necesidad de apuntar: ¡aquí dentro hay tres litros de gasolina! ¡Tres litros, joder! ¡Cuando acabe con él parecerá una cerilla en una barbacoa un domingo después del partido!
—Y si el lanzallamas se encasquilla, ¿qué hacemos? ¿Decimos: «Perdone, lo sentimos, ya volveremos otro día…»?
Chad exhibió la pequeña ballesta de fibra de carbono, y la punta de la flecha relució al sol. La había encontrado en el fondo de un armario en la casa: un recuerdo de la época en que su padre quiso impresionarlo llevándolo a practicar tiro al blanco. Lo habían hecho dos fines de semana seguidos, pero como había que salir de Nueva York y adentrarse en un bosque que estaba a más de una hora de camino, pronto perdieron interés; ninguno de los dos tenía ganas ni valor para cazar con ella, y la ballesta acabó en una caja bajo una pila de zapatos, para gran alivio de su madre.
—Voy a hacerle a ese monstruo un segundo ojete —dijo Chad.
Su seguridad hizo retorcerse de risa a Corey y a Connor.
Owen seguía siendo escéptico. No lo veía claro.
Su primo se acercó y le puso la mano en el hombro.
—Una de estas noches volverá. Y Connor tiene razón: no podremos estar siempre alerta. ¿Quieres despertarte con su asqueroso olor en las narices y ver tus tripas enrolladas en sus manos de hierro? No podemos esperar… De hecho, no tenemos elección.
En eso tenía razón, había que reconocerlo. Esperar era demasiado arriesgado. Ya no dormían, se pasaban el día atontados, y como las ojeras no disminuyeran rápidamente, Tom y Olivia acabarían entrometiéndose. Aun así, a Owen no le convencía el método. No estaban lo bastante preparados. Le habría gustado saber a qué se enfrentaban, estudiar sus puntos débiles y equiparse en consecuencia. Solo que era imposible. A falta de algo mejor, Owen se encogió de hombros en señal de rendición y Connor alzó en el aire un puño triunfal.
—¡En marcha! ¡Vamos a cepillarnos al espantajo!
Los cuatro adolescentes habían recorrido el trecho de sendero y después atajado a través del bosque, abriéndose paso entre el denso monte bajo hasta llegar al barranco, que habían atravesado en silencio siguiendo el escuálido riachuelo. Ahora se deslizaban entre árboles y helechos en dirección al lindero del maizal de Taylor. Ya casi estaban.
Chad contemplaba los rayos de sol que caían como velos dorados del dosel vegetal. Al principio, la idea de vengarse le había producido auténtico entusiasmo. La noche que Owen había ido a despertarlo, el espantapájaros le había hecho pasar un miedo de mil demonios. Merecía arder. Luego, a medida que avanzaban, el esfuerzo y el calor habían moderado sus ganas de entrar en acción. Había cambiado hasta el modo en que llevaba la ballesta, primero delante de él, lista para repeler el peligro, luego apuntando al suelo, pendiente como estaba de no resbalar en el musgo que cubría las rocas, y al final, cuando se cansó de sostenerla, colgada a la espalda. Lleno de rabia y heroicidad, Chad se había imaginado el inminente combate una y mil veces, antes de que su mente empezara a divagar y acabara ocupándose de otras cuestiones.
Una de ellas era Gemma.
A Chad no le había gustado lo que había visto el día anterior al final de la película. La salida apresurada de aquel matón y la cara descompuesta de la chica. Incluso pasado un rato, Gemma parecía ausente; a Chad le había dado la impresión de que se encerraba en sí misma, tan adentro que si le hubiesen dicho que iban a buscar drogas no habría reaccionado. ¿Y si hablaba con ella? «¿Para qué?». Gemma tenía diecisiete años, ya era casi una adulta, no necesitaba a un crío como él…
Los arbustos empezaron a ralear y las hileras de maíz ya estaban casi encima. En ese momento, Chad recordó al espantapájaros dando vueltas por el jardín y se estremeció. Volvió a ver sus extraños y bamboleantes andares, los largos dientes de acero que tenía por dedos, su cara absurda, grotesca, y sin embargo aterradora… De pronto cayó en la cuenta del peligro que corrían estando allí y le entraron dudas. La determinación que lo animaba al ponerse en camino se había esfumado. ¿Qué hacían allí?
Un ruido de hojas movidas por una leve brisa le hizo contraerse. Recorrió la maleza con la mirada, inquieto. ¿Realmente era imprescindible meterse ahí? ¿En el territorio del espantapájaros?
Chad echó una ojeada a Owen, que parecía tan nervioso como él. Su primo tenía razón. Debería haberlo escuchado. Owen siempre era más prudente, y muchas veces con motivo. «En realidad, casi todas».
Vale, muy bien. ¿Y ahora qué? No podía rajarse delante de todos. Owen lo seguiría, de eso estaba seguro. Pero Corey se pondría del lado de Connor. Su primo y él quedarían como unos gallinas. Unos perdedores. El curso empezaba en menos de tres semanas y Connor y Corey eran sus únicos amigos; no podían aterrizar en un colegio nuevo sin colegas y con fama de cobardes.
Además, eso no resolvería el problema del espantapájaros.
En ese momento le vinieron a la cabeza sus propias palabras: «¿Quieres despertarte con su asqueroso olor en las narices y ver tus tripas enrolladas en sus manos de hierro? No podemos esperar… De hecho, no tenemos elección».
Había que ir. Gracias a Dios, no era él quien llevaba el lanzallamas. No habría soportado esa responsabilidad: la responsabilidad de sus vidas y de la destrucción del monstruo. Con lo húmedas que tenía las manos, sabía que, si el espantapájaros se presentaba ante ellos, le temblarían de tal modo que sería incapaz de apuntar.
«¡Pero tú tienes la ballesta! ¡Si el lanzallamas falla, serás el último recurso!».
La idea lo aterró. Se descolgó la ballesta de la espalda y la sujetó con las dos manos. Las tenía empapadas. Había un seguro para evitar accidentes, y era necesario presionarlo con el pulgar para soltarlo antes de disparar. No estaba convencido de poder hacer siquiera eso.
Chad le tendió el arma a Corey.
—Toma, cógela.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Pues… no sé… He pensado que no es justo que la tenga yo. Además, no soy muy bueno disparando…
—¿Y lo dices ahora? ¡Yo no me he entrenado! Ni siquiera sé cómo se recar…
—¡Chad, quédatela! —ordenó Connor—. Es tuya. Ya no hay tiempo para eso. Venid, y abrid bien los ojos, no podemos cagarla…
Vieron desaparecer a Connor tras la cortina de tallos y hojas, y los tres se miraron. Chad tuvo la certeza de que en ese momento también Corey lamentaba su decisión. Tenían miedo.
Uno de esos miedos viscerales que hacen que te entren ganas de vomitar, te tiemblen las piernas y comprendas que no se trata de un miedo infundado. Porque el que siente el peligro es el cuerpo. El ser humano es un animal con un instinto de supervivencia hiperdesarrollado durante decenas de miles de años, y la carne y los atavismos ancestrales intentan influir por todos los medios en el cerebro para que obedezca. Por el contrario, las funciones cognitivas de los tres adolescentes llevaban la voz cantante, una voz militar, imperiosa, que conminaba a someterse, a dominar los sentidos, a acallar las emociones. A eso se añadían valores de una profundidad poco habitual en chavales de trece años: honor, solidaridad, valentía…
Ninguno se decidía a abandonar a los demás. Sin embargo, Chad tenía la sensación de que estaba a punto de ocurrir una tragedia, adivinaba el horror que se agazapaba detrás de todas aquellas hileras de maíz, era consciente de que habría que franquearlas una a una, y las veía como otras tantas capas superpuestas de una gigantesca cebolla que habría que pelar paciente y cautelosamente, con los ojos llenos de lágrimas, para llegar a su corazón. La cebolla del terror. Al pensarlo, casi le dio risa, una larga risa histérica, porque todo aquello era ridículo. Aquella imagen, aquel lugar, su presencia allí, la idea misma de un espantapájaros viviente, con las órbitas rebosantes de gusanos, que los esperaba para abrirlos en canal y esparcir sus vísceras por el suelo.
«Va a morir alguien».
Fue un presagio repentino. Lo vio claro como el cristal. ¿Sería él? No lo sabía. Quizá… Si era para salvar a sus amigos, lo aceptaría. No quería, pero lo haría. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Corey suspiró y se lanzó en pos de Connor. Luego Owen y Chad se hicieron un gesto y siguieron su ejemplo.
Las altas y apretadas plantas, alineadas de forma casi perfecta, formaban una muralla. Las hojas se entrecruzaban sobre los surcos e impedían ver más allá de una decena de metros a la redonda.
Connor había desaparecido, solo quedaba el siseo del campo de maíz: miles de gruesas hojas agostadas por el sol que murmuraban suavemente.
—¿Connor? —llamó Chad—. ¿Dónde estás?
Siguió avanzando y apartó la siguiente hilera, acompañado por sus dos amigos. La ballesta pesaba una tonelada en sus manos y el sudor le resbalaba por la espalda.
Desde un lado, una mano lo agarró entre la cortina de hojas y tiró de él.
—Si nos separamos, podemos darnos por muertos —gruñó Connor—. Dos por surco y avanzando todos a la vez, hablando a menudo para saber que la otra pareja sigue ahí. ¿Está claro?
Los demás asintieron, y Chad tomó la delantera mientras le decía a su primo que se pegara a sus talones. En cuanto emprendieron la marcha, oír los pasos de Connor y Corey a su derecha lo tranquilizó. Solo los separaba un fino tabique vegetal, pero el maizal parecía una inmensa trampa. Si el espantapájaros conseguía dispersarlos, acabaría con los cuatro.
«Empecemos por no perdernos —pensó Chad, concentrándose. Tenían que mantenerse en línea recta hacia el sur, en dirección al estanque. Así darían con el mástil del espantapájaros—. ¿Y si ya no está allí? Como al llegar no lo vea subido en los palos, creo que el corazón se me parará de golpe…».
Porque todos sabían lo que eso significaba. Que estaba de caza. En algún lugar a su alrededor. Puede que justo detrás de ellos, en el surco del medio, levantando sus enormes y afiladas manos de acero para…
Chad se volvió, nervioso.
Owen le hizo señas de que todo iba bien. En cualquier caso, en su surco no había nada, que él pudiera ver.
—¿Estás bien? —le preguntó en voz muy baja.
Chad asintió enérgicamente. No quería decepcionar a su primo, ni inquietarlo. El miedo es contagioso, eso se sabe incluso con trece años. Además, Chad se sentía responsable de Owen. Tenían la misma edad, pero asumía que debía comportarse como un hermano mayor y protegerlo, debido a las circunstancias en que Owen había aterrizado en su familia, destrozado, perdido. Chad había tenido un papel fundamental en su integración, incluso para ayudarle a pasar el duelo; era su apoyo, su confidente cuando las cosas no marchaban, aunque había que reconocer que Owen casi nunca hablaba de eso. Aun así, la simple presencia de Chad, día a día, había sido un consuelo. Un anclaje. A veces, un modelo que imitar, cuando Owen era incapaz de reaccionar por sí mismo, cuando ya no tenía fuerzas para reflexionar por propia iniciativa. Hacía lo que hacía Chad. Luego, poco a poco se daba cuenta de lo diferentes que eran, y entonces su instinto y su carácter retomaban las riendas, y volvía a ser Owen, no el Owen anulado por la pena y la pérdida de referentes, sino un Owen con su carga de incertidumbre y tristeza, pero capaz de actuar y pensar.
—Si la cosa se pone fea, quédate detrás de mí, te protegeré —aseguró Chad blandiendo la ballesta.
Owen señaló el carcaj que su primo llevaba sujeto con una correa al muslo derecho, en el que había otras seis flechas en sus respectivos compartimentos, listas para ser colocadas en la guía y disparadas.
—¿No crees que deberíamos haber fundido piezas de plata para hacer puntas?
—¿Por qué?
—Por si acaso. Ya sabes, como con los hombres lobo. Lo único que puede herirlos es la plata.
Chad se encogió de hombros.
—Pero esto es un espantapájaros.
—Sí, pero nunca se sabe, puede que también sirva. He leído que muchos monstruos temen la plata, porque es un metal relacionado con la luna, el astro de la noche, su reino.
—¿Y dónde lo has leído?, ¿en un cómic? Una cosa son los tebeos y otra la realidad. ¡Los monstruos no existen!
—Ah, ¿no?
Chad abrió la boca, pero no se le ocurrió ninguna réplica convincente. Owen tenía razón. Puede que en lo que habían leído desde pequeños hubiera una parte de verdad, después de todo. Las sombras albergaban cosas poco recomendables, a veces espantosas. Los adultos mentían. Los monstruos habitaban este mundo. Ellos lo habían comprobado.
Examinó la punta de metal de la flecha e hizo una mueca. ¿Por qué no se les habría ocurrido antes?
—Silencio, estamos cerca —susurró Connor al otro lado de la hilera de plantas.
Chad intentó tragar saliva, pero tenía la garganta demasiado seca. De buena gana habría hecho un alto para beber de una de las cantimploras, pero eso implicaba quitarse las mochilas y dejar las armas, y, ahora que estaban en el territorio del espantapájaros no era prudente.
—¿Ves algo? —preguntó Owen a su espalda.
Chad se puso de puntillas y apartó las plantas para despejar su campo de visión.
—No, nada.
El sol que los abrasaba desde el límpido cielo era como un solitario proyector enfocado sobre aquella escena, que Chad no sabía si era dramática, terrorífica o heroica, y esa incertidumbre lo angustiaba terriblemente. A su derecha, Connor y Corey seguían caminando; oía los tallos moverse, a veces partirse, y sus cuchicheos.
Desde lo alto debían de ser tan visibles como moscas en un charco de leche, mientras lo agitaban todo a su paso. «Este plan es una porquería. No estamos listos. Vamos a meternos en la boca del lobo sin la menor…».
—¡Lo veo! —exclamó Corey de pronto procurando no alzar la voz—. ¡Está ahí, colgado de los palos!
Chad y Owen empezaron a apartar las plantas a toda prisa, hasta que la siniestra silueta apareció en su cruz, con los brazos caídos y los rastrillos que le servían de manos colgando flojos.
Visto así, parecía Cristo crucificado, pensó Chad. «¡El Anticristo, más bien! —era como si, abandonado por su Padre, Jesús hubiera estado pudriéndose allí mucho tiempo y su cabeza inflada, a punto de explotar, se hubiera vuelto naranja—. ¡Como levante su asqueroso cabezón, me meo encima!». Pese a la luz cegadora, Chad lo miraba sin parpadear, esperando que cobrara vida, se sacudiera y blandiera sus garras mientras vomitaba gruesos gusanos. Pero no pasaba nada. Chad se había hecho a la idea de que el monstruo estaría esperándolos, impaciente por vérselas con aquellos críos del demonio… Pero no iba a ser tan sencillo. En la vida, las cosas nunca ocurrían según lo previsto, siempre había un contratiempo, una decepción, un problema, era inevitable.
—Ahora o nunca —murmuró Connor armando su lanzallamas y encendiendo el mechero delante del tubo metálico que había añadido a su juguete con cola y cinta adhesiva.
Se deslizó entre los tallos procurando hacer el menor ruido posible. Corey se volvió hacia Chad agitando la mano para que siguiera a Connor con la ballesta, y este obedeció de mala gana.
Medían cada paso conteniendo la respiración, con la frente cubierta de sudor y el corazón latiéndoles cada vez más rápido a medida que se acercaban. El sol les quemaba la piel. No había un solo pájaro, no se oía ningún sonido, por lejano que fuera, ni un coche, ni un avión… Nada más que ellos y el crujido de las hojas apergaminadas. Y unas interminables hileras de plantas de maíz más altas que un hombre, plantas y más plantas, hasta el infinito.
«La cebolla del terror… Ya hemos llegado. Al centro».
Chad se acordó del seguro de la ballesta y lo quitó. Ahora estaba preparado. Tenía las manos empapadas, así que empuñó el arma con fuerza tratando de no poner el índice en el gatillo, sabía que con la tensión podía apretarlo sin querer, y solo les faltaba herirse entre ellos. Abrió la boca para tomar aliento. Hacía mucho calor, se estaba ahogando.
Connor estaba justo delante de él, un poco a su izquierda en ese momento, los otros dos les pisaban los talones.
Ya no podían ver los palos del espantapájaros, a menos que se pusieran de puntillas y apartaran los tallos, pero ahora eso era lo de menos: sabían que estaban cerca.
El peligro no se hallaba donde esperaban encontrarlo, sino detrás, donde de repente algo tapó el sol con su sombra y casi chocó con Corey, que tropezó y cayó de espaldas, con la cara desencajada por el terror.
Chad sintió la presencia en el momento en que Corey caía, y al instante se giró en redondo. Connor fue aún más rápido en volverse, y también en disparar. Un delgado chorro de fuego atravesó el maizal, abrasó las plantas a su paso y erró el blanco por menos de un metro.
—¡JODER! —gritó el intruso—. ¿ESTÁIS ZUMBADOS?
Un pelirrojo desgreñado de menos de veinte años, con unos vaqueros cortos, una camiseta sucia y botas de goma, los miraba con los ojos desorbitados. Las hojas ardían entre Connor y él, soltando llamitas y un humo acre. Fue en ese instante cuando vieron que el chico llevaba una escopeta de caza en las manos.
—¿Qué coño hacéis en nuestros campos? —ladró agitando el arma—. ¿Y qué demonios es eso? ¿Habéis venido a pegarle fuego a todo? ¿Es eso? ¿Os parece divertido? ¡No me habéis achicharrado la jeta de milagro, joder!
Connor, comprendiendo que había estado a punto de dejar a un ser humano carbonizado, se quedó blanco. Chad se aferraba a su ballesta, consciente de que, incluso si se hubiera tratado del espantapájaros, la sorpresa y el miedo le habrían impedido disparar.
—¿Qué, ya no te parece tan divertido? —preguntó el pelirrojo apuntando la escopeta hacia Connor.
Contra todo pronóstico, quien más sereno se mostró fue Owen.
—Lo sentimos mucho, no ha sido a propósito… —dijo.
El cañón se movió en su dirección.
—¿Venir a mis tierras con un puto lanzallamas? ¿No ha sido a propósito? ¿Me tomáis por idiota? —Corey, todavía en el suelo, gateó de espaldas para alejarse—. ¿Y tú adónde vas? ¿Creéis que podéis achicharrarme el trasero y largaros como si nada?
Hizo chasquear la lengua contra el paladar varias veces a modo de negación. Su cara, granujienta y poco agraciada, estaba roja de ira.
—Eres Dwayne Taylor, ¿verdad? —dijo Connor, reaccionando al fin—. Perdona, te juro que no quería…
Taylor levantó la escopeta, la amartilló y le apuntó.
—Me debes un tiro —dijo fríamente—. Me has disparado y has fallado. Ahora me toca a mí. Reza para que también falle.