Beatriz Teresa Borges tuvo más suerte que Egta y su familia.

Supe de la presente experiencia por Beatriz Margarita, hija de Beatriz Teresa. Después tuve la fortuna de conversar con la protagonista. La conversación, como suele ser mi costumbre, fue grabada.

Y no es casualidad que el caso de Beatriz Teresa haya quedado para el final de Estoy bien. El lector —lo sé— descubrirá el por qué…

He aquí, sintetizado, el diálogo con la señora Borges:

—Mi ex marido, Orangel, murió el 7 de septiembre de 1988 en Europa. Fue diplomático. Nos divorciamos en 1978, pero nos llevábamos bien. Meses antes de fallecer me visitó. Yo había vuelto a casarme. Creo que sabía que su final estaba cercano. Me pidió perdón. Yo también le rogué que perdonara mis defectos. Pues bien, en abril de 1989, siete meses después de su muerte, tuve una experiencia muy extraña…

Fui todo oídos.

—Me encontraba en casa, al norte de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana. Era por la tarde. Había terminado de almorzar y me senté en la sala.

—¿Te encontrabas sola?

—Sí. Estaba empezando a coser…

—¿Recuerdas si había animales en la casa?

—No los había… Y, de pronto, sentí algo raro.

Beatriz Teresa buscó las palabras.

—No es fácil de explicar. Fue como un imán. Algo me obligó a mirar hacia la pared de enfrente. Entonces vi una luz… Era muy bonita… Estaba a cosa de 1,70 metros del suelo… Permanecía junto a una lámpara de pie, cerca de la esquina del salón.

—¿Algo te obligó a mirar? ¿Puedes concretar?

—Fue como si me llamaran… Pero allí no había nadie. Miré a mi alrededor y hacia las ventanas. No vi nada, salvo la luz del rincón.

—¿Llevabas gafas?

—No.

La mujer continuó:

—Y en ese lugar, donde se hallaba la luz, empezó a formarse una niebla. Era blanca… Quedé desconcertada, pero me sentía inexplicablemente tranquila… Miré sin saber qué hacer… Era una niebla que se formaba de dentro hacia afuera… Se expandía… Y fue tomando consistencia…

—¿Tenías miedo?

—No. Estaba en paz y fascinada al mismo tiempo. Y pensé: «Algo bueno va a pasar».

—¿Y la luz?

—Seguía allí, sobre la pared, muy cerca del rincón.

—¿Podrías describirla?

—No tengo palabras. No era una luz que yo conociera. Era brillante y transparente… Tenía cierta semejanza con la luz que uno ve a través de las nubes…

—¿Hacía daño a los ojos?

—No, para nada. Al contrario. Era muy agradable.

—¿Estaba encendida la lámpara de pie?

—No.

—¿Entraba luz por las ventanas?

—Sí, mucha… Y me pregunté: «¿Qué es eso?»… No sabía qué pensar… Entonces, antes de que acertara a reaccionar, la niebla se fue convirtiendo en una persona…

Beatriz Teresa me miró y, supongo, esperó una reacción de escepticismo. No fue así. Y la mujer prosiguió, más tranquila:

—Se formaron los rasgos de mi ex marido… Arrancó por la cabeza y continuó hasta la cintura.

—¿Y de cintura hacia abajo?

—Niebla y luz, pero muy concentradas.

—¿Cómo supiste que era Orangel?

La pregunta era estúpida, pero tenía que hacerla.

—Viví con él muchos años. Lo conocía al detalle. La imagen se presentó como cubierta con un velo, pero se distinguían las facciones… Y empezó a hablar…

—Un momento —la interrumpí de nuevo—. ¿Cuánto tiempo pudo pasar desde que viste la luz hasta que se formó la figura?

Calculó y declaró con seguridad:

—Un minuto, aproximadamente.

—¿Cuál era su aspecto?

—Aparentaba cuarenta o cuarenta y cinco años, no más… Él murió a los setenta y uno… Se veía bien… Muy contento… Parecía en plenitud de facultades… Tenía todo el cabello y bien negro…

—¿Afeitado?

—Perfectamente.

—¿Hubo algo que te llamara la atención?

—Dos cosas: el lunar que presentaba en la mejilla derecha ya no estaba. Y segundo: la piel era más clara de lo normal.

—¿Observaste la dentadura?

—No me fijé, la verdad… Cuando hablaba no movía los labios, aunque yo escuchaba a la perfección.

—¿Sonreía?

—Sí, todo el tiempo. Era una sonrisa pícara.

—No entiendo…

—Era como si lo supiera todo…

—¿Y la ropa?

—Traía una guayabera de manga corta.

—¿Movió los brazos al hablar?

—No.

Y Beatriz Teresa se centró en lo más importante: el mensaje.

—Solicitó que prestara atención.

—¿En qué idioma?

—Español.

La animé a seguir.

—No tengo mucho tiempo —dijo—. Vengo porque quiero decirte algo muy importante… Alguien tiene que ir a Venezuela para resolver asuntos pendientes… Hay dinero en el banco que yo fui acumulando… Son ahorros que pertenecen a mis hijos… Yo me sacrifiqué y quiero que lo tengan… Beatriz o Alberto o tú deben ir… Pero no lo dejen…

Beatriz Teresa matizó:

—Las palabras son aproximadas. Hace mucho que pasó. No las recuerdo exactamente…

Y añadió:

—Después me dio el nombre del banco, en Caracas, el número de la cuenta, y el nombre de la señorita que lo había atendido en vida. Por último —antes de desaparecer— manifestó: «No estén tristes… Estoy bien… Dile a Beatriz que no llore… Nos volveremos a encontrar».

—¿Cómo desapareció?

—Fue reduciéndose y concentrándose hacia el interior, muy despacio… Y quedó una luz, como cuando se apagaban los televisores antiguos… Era muy bonita; vertical y estrecha como un cigarrillo… Y desapareció.

—¿Era su voz?

—Sí, y conservaba el acento venezolano, inconfundible.

Beatriz Teresa volvió a matizar:

—Pero era la voz que tenía cuando joven. La oía con eco, como cuando se habla en una habitación vacía.

—¿Cómo era el tono?

—Percibí cierta urgencia, como si estuviera apurado.

—Dices que no movía los labios…

—No, pero la voz sonaba cercana.

—¿La oías en tu cabeza?

—Entraba por los oídos. De eso estoy segura… Era una voz muy próxima.

—¿Cuánto duró la visión?

—Tres minutos, más o menos.

—¿Apreciaste algo anormal en los muebles?

Beatriz Teresa no entendió. Y aclaré:

—¿Manchas en el suelo o en la pared?

—La pantalla de la lámpara de pie apareció quemada. Y uno de los cuadros empezó a perder colorido.

—¿Dónde estaba el cuadro?

—Detrás de la lámpara; a cosa de un metro de la visión. Era un óleo. El azul se desvaneció.

Lamentablemente no he podido analizar ninguna de las dos piezas.

Y seguí preguntando:

—¿Orangel era religioso?

—A su manera…

—¿Le tenía miedo a la muerte?

—Sí.

Y Beatriz Teresa recordó algo:

—Al desaparecer, el salón se llenó de un olor muy particular… Era la colonia que utilizaba habitualmente mi ex marido… Era muy especial para eso: mezclaba Jean Marie Farina y otra de Dior… Era una fragancia inconfundible.

Y, durante horas, Beatriz Teresa se sintió desconcertada.

—Pensé que eran imaginaciones mías… No podía conciliar el sueño. El «mensaje» regresaba una y otra vez… Finalmente llamé a mi hija Beatriz y le conté lo que había visto.

En esos momentos —según Beatriz Margarita—, al oír lo sucedido, le temblaron las piernas. Ella sí creyó a su madre, y desde el primer instante.

—Y terminé haciendo averiguaciones —añadió Beatriz Teresa—. El banco en cuestión existía. Me trasladé a Caracas y hablé con la señorita que había mencionado Orangel en la aparición. Ella no sabía que estaba muerto y confirmó la existencia de la cuenta.

En la familia nadie sabía nada de dicha cuenta. Revolvieron Roma con Santiago, pero la cuenta no apareció en ningún papel.

—Mi padre —aclaró Beatriz Margarita— era el patrón de la familia. Era el único que sabía de los dineros y de las cuentas. Nunca habló de ese banco, en Caracas.

Y el asunto quedó en manos de Gustavo Matheus, abogado y primo hermano de Orangel.

Viajé a Venezuela y me entrevisté con Gustavo.

Era un hombre afable y práctico.

Me entregó la documentación y quedé tan asombrado como él y como la familia del diplomático. Allí leí el poder notarial otorgado por Beatriz Margarita (27 de junio de 1989) a su madre. Allí aparecían los certificados de defunción de Orangel, las gestiones efectuadas con el banco de Venezuela, el número de la cuenta «secreta» y el importe acumulado: casi trescientos mil dólares. La suma fue pagada el 7 de enero de 1991, según consta en el expediente número 1.012 del banco.

Curioso. La aparición de Orangel se registró cuando el bolívar se hallaba en uno de sus peores momentos. El control de cambio, respecto al dólar, en abril de 1989, estaba a 37,40. Ese año, la devaluación de la moneda venezolana fue del 15 por ciento, con una inflación del 81 por ciento.

Pero, como decía mi abuela, la contrabandista, bien está lo que bien acaba…

Estoy bien
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