El 24 de febrero de 1997 fue una fecha especialmente dolorosa para la familia Arriaga, de Maracaibo (Venezuela).
Esa tarde, Orlando, uno de los hijos, de treinta y siete años de edad, falleció en accidente de tránsito. Con él murieron Dulce, su esposa, Oriana, de tres años, y Manuel Orlando, de siete, sus hijos.
Pocos días después del entierro, una de las hermanas de Orlando —Milagro de Luz— tuvo un sueño. Esto fue lo que me contó:
Vi a mi hermano al lado de la cama… A mi izquierda… Estaba de pie…
Presentaba el mismo aspecto que cuando murió…
Y me dijo:
—¡Ey!, dile a mami y a papi que estoy bien.
Y yo pregunté en el sueño:
—¿Dónde estás?
Él respondió:
—Aquí, con ustedes…
Y volví a preguntar:
—¿Qué haces?
—Yo no sé qué estoy haciendo aquí —contestó.
Mis padres estaban muy angustiados… El golpe fue terrible… Yo sé que él, Orlando, quiso consolarlos… Por eso dijo que estaba bien…
Y añadió algo que me dejó de una pieza: «Yo no sé qué haces con ese huevón…».
Se refería a mi antiguo novio. Nos habíamos reconciliado a raíz de la muerte de Orlando… Él me ayudó en el papeleo y en los trámites del entierro…
«¡Es una basura!», añadió. Y tenía toda la razón…
Ahí terminó el sueño.
Pero la experiencia más dramática, sin duda, la vivió Flor, hermana también de Orlando.
La entrevisté el 2 de diciembre de 2012, en Miami (USA).
—Sucedió al año de la muerte de mi hermano. Estábamos en Maracaibo. Llegamos a la casa hacia las siete de la tarde, más o menos. Cenamos a eso de las ocho y subimos a la primera planta. Allí permanecimos un rato, viendo la televisión. Después nos fuimos a la cama.
Flor hablaba de su marido y de los dos hijos pequeños; uno tenía seis años y el otro estaba recién nacido.
—Entonces, de madrugada, escuché silbar. Acto seguido llamaron a la puerta.
Flor aclaró:
—Mi hermano Orlando tenía una forma peculiar de llamar a la puerta. Primero silbaba, muy fuerte; después golpeaba la madera con los nudillos. Nunca pulsaba el timbre.
—¿Cómo golpeaba la puerta?
—Utilizaba siempre la misma secuencia: «ta-ta-ta… tatá». Tres o cuatro golpes espaciados y dos o tres más seguidos.
—¿Repitió la llamada?
—Sólo la escuché una vez… Y, medio dormida, salté de la cama y me dirigí hacia la puerta principal. Pensé que era Orlando.
—¿Se despertó tu marido o alguno de tus hijos?
—No, dormían profundamente.
—¿Encendiste la luz?
—No, gracias a Dios… Y pensé, mientras bajaba las escaleras: «¿Qué querrá Orlando a estas horas?»… De repente me di cuenta: ¡Orlando está muerto! Entonces, a punto de abrir la puerta, pensé: «César, mi otro hermano, no puede ser. Él no sabe silbar…».
»Fue cuestión de segundos. En eso me llegó un intenso olor a gas…
»¡Dios Mío!
»Salí corriendo hacia la cocina y, efectivamente, la llave del horno estaba abierta.
»Abrí las ventanas… El olor era muy intenso… Subí a los dormitorios, abrí el balcón y desperté a Mario y a los niños… El gas no había llegado aún a esa planta…
»Estaba muy asustada. Afortunadamente no pasó nada.
—¿Estás segura de que oíste el silbido y el repiqueteo sobre la madera de la puerta?
—Totalmente. Por eso me levanté.
—¿Llegaste a abrir la puerta?
—Después sí. Allí, claro, no había nadie.
En opinión de Flor, Orlando les salvó la vida.
—Pudimos morir intoxicados, o algo peor…
—¿Quién pudo dejar abierta la llave del gas?
—No lo recuerdo. Quizá fui yo. La del horno estaba medio estropeada…
La casa de Flor se levantaba en una urbanización cerrada, con guardias de seguridad. Los visitantes tenían que ser autorizados. Por supuesto, nadie entró a esas horas en dicha zona residencial.