En enero de 1983, un joven al que llamaré IJ, de veintitrés años, se suicidó en una pequeña localidad de Colombia.
Beatriz Merly, sobrina de IJ, tenía entonces ocho años.
La niña se preguntó muchas veces: «¿Por qué lo hizo? Era un muchacho guapo, con futuro… Era brillante… Tenía una bebé… ¿Por qué?».
No obtuvo respuesta a su pregunta hasta mayo de 1993.
—Desde que se suicidó —manifestó Beatriz— yo sentía que veía a mi tío en la casa. Entraba y salía de los cuartos. Pero sólo veía las piernas.
Y un buen día, en la casa de una amiga, en Cali, mientras estudiaban, alguien —medio en broma— sugirió que jugaran a la ouija. Eran cinco chicas.
—Dicho y hecho. Improvisamos un «tablero», a base de papel, y dibujamos los números y las letras… Recuerdo que pintamos también un sol y una luna… Debajo de la mesa colocamos un vaso, con agua… Cuando nos sentamos alrededor de la ouija yo tenía las mismas preguntas en la cabeza: «¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se suicidó?».
»Mis amigas preguntaron tonterías. Yo permanecí en silencio. La moneda que utilizamos se movía sin descanso. Nadie la tocaba.
»Finalmente no pregunté por mi tío.
Beatriz tenía entonces dieciocho años.
Y regresó a su casa con una idea: la ouija podía ser el instrumento para averiguar la verdad.
—En la familia corrían rumores sobre el motivo del suicidio de IJ… Decían que la esposa tenía un amante… Le echaban la culpa de la muerte de mi tío…
Y esa misma semana, Beatriz comentó con su madre el asunto de la ouija.
—Le pedía que asistiera a una sesión y que verificase las respuestas. Ella conocía mejor que yo a IJ y disponía de informaciones a las que yo no tenía acceso.
La madre aceptó y una tarde, a eso de las 14 horas, se sentaron en torno a otro improvisado «tablero» de papel.
—Éramos tres: mi madre, un amigo y yo… Invocamos a un espíritu y se presentó una señora… Dio su nombre. Mi madre dijo que la conocía… Era una vecina que —según mi mamá— la arropaba cuando su madre (mi abuela) intentaba pegarle… Yo no sabía quién era… La mujer murió cuando yo era un bebé…
Entonces sucedió algo desconcertante.
—La moneda dejó de moverse y se presentó un espíritu burlón… Puso la mano en mi brazo izquierdo y me quemó, dejando la huella de los dedos… Paramos un momento… La quemadura me dolía… Después continuamos e invocamos al espíritu de IJ… ¡Y se presentó!… Hablaba como lo hacía él en vida… Utilizaba una jerga especial… Mi madre lo recordaba perfectamente… Y se asustó…
Beatriz, entonces, empezó a formular preguntas.
—Era yo quien anotaba las respuestas —matizó la muchacha—. Y pregunté por qué se suicidó.
La respuesta fue inmediata: «El papá (ya muerto) se le aparecía y le pedía que se fuera con él».
Quedé perplejo, pero continué escuchando a Beatriz.
—Mi madre sí sabía de esta circunstancia. Yo no estaba enterada…
»También pregunté por el asunto del supuesto amante. La contestación nos dejó helados: dijo que sí, que era cierto, y dio nombre y apellidos… La esposa, como ya te conté, fue responsabilizada del suicidio y apartada de la familia… Ella tomó a su hija y desapareció… También nos dio otra información: acudió a la ferretería, compró lo necesario para ahorcarse pero, en el último momento, se arrepintió… Trató de aferrarse a la cuerda y se desnucó.
Beatriz interrogó a IJ sobre su abuela, fallecida en 1992.
«La vieja está bien», respondió el supuesto espíritu.
—Era su forma de hablar —añadió Beatriz—. Mi madre, a esas alturas de la sesión, estaba convencida. Era él.
A partir de esos momentos, Beatriz centró las preguntas en el «más allá».
—Quería saberlo todo…
—¿Y qué respondió?
—Lo primero que dijo es que no repitiera la sesión de ouija.
—¿Por qué?
—Afirmó que la ouija es una especie de «portal» que comunica con otra dimensión y que el ser humano no está preparado para eso. Dijo, textualmente, «que Dios no nos había dado el conocimiento para abrir ese canal». Me hizo jurar que no repetiría… Y lo prometí. Después me habló de la muerte… Aseguró que sólo es un paso (mecánico) a otro mundo… Tomé muchas notas.
—¿Un paso mecánico?
—Habló de un mundo físico, pero distinto al nuestro. Allí hay edificios. Dijo que es como una enorme universidad…
—Pero ¿cómo se pasa de un mundo a otro?
—Hay un túnel… Por ahí se conectan los dos planos. Nosotros no lo hemos descubierto…, aún.
»En ese nuevo mundo[8] todo es perfecto. Todo está bien. Todo es superlimpio. No hay enfermedades. No hay muerte… E insistió: “tenemos que estudiar mucho…”.
—¿Habló de estudiar?
—Sus palabras fueron: «te levantas estudiando y te acuestas estudiando».
—¿Existen el día y la noche?
—Eso deduje.
Al preguntar por la cuestión del estudio, Beatriz se interesó por su abuela. Era analfabeta.
—¿Ella estudia también? La respuesta fue afirmativa, pero no explicó qué estudiaba.
»Pregunté si IJ estaba cerca de Dios y dijo que sí.
—¿Sin más?
—Sin más…
»Tenía una casa. Dijo que vivía en una ciudad en la que había grandes edificios. E insistió: todo el mundo está bien, todo es perfecto y limpio…
—¿Fue castigado por haberse suicidado?
—Dijo que no. Allí nadie juzga a nadie…
La sesión de ouija se prolongó cinco horas.
La madre de Beatriz preguntó datos concretos sobre la vida de IJ. Las respuestas fueron correctas.
Años después, Beatriz dio con la que fue esposa de su tío. Hablaron y la mujer confesó que se había casado de nuevo.
—Me reveló el nombre y los apellidos del esposo. Me quedé helada.
—¿Por qué?
—Era el hombre que mencionó IJ en la ouija…
—Por tanto, era cierto: tenía un amante.
—Así es…
El 22 de noviembre del año 2000, a las doce horas, acudí a la televisión azteca, en el DF mexicano. Era un programa de entrevistas. Se titulaba Eco y lo conducía un prestigioso periodista: Ricardo García Sandes.
Hablé sobre la muerte y el más allá.
Ricardo, muy impresionado, esperó a que terminara el programa para narrarme una experiencia vivida por él mismo.
—Sucedió en mi casa, no hace mucho… Una amiga se había suicidado… Yo estaba triste… Y tuve un sueño… Vi a esa amiga… Tenía la cabeza baja… Le pregunté si había visto a Dios… Ella negó con la cabeza… Ahí terminó el sueño…
En esos momentos, la madre de Ricardo, que dormía en un cuarto cercano, escuchó pasos y el crujir de la madera del pasillo.
Creyó que era su hijo, que se había levantado para ir al baño o a la cocina.
A la mañana siguiente medio lo aclararon: Ricardo no se movió de su cama. ¿De quién eran los pasos? En la casa sólo estaban madre e hijo…
En esas mismas fechas, el cardiólogo Víctor López García-Aranda, gran estudioso de estos temas, me contó lo siguiente:
Conocí el caso de una señora, cuya identidad no estoy autorizado a desvelar, que vivió también una singular experiencia, y relacionada con otro suicidio…
El marido tomó una escopeta y le disparó dos tiros. Uno le arrancó una mano. El otro le desfiguró la cara…
Acto seguido, el marido se suicidó con la misma escopeta…
La mujer, entonces, vivió una experiencia cercana a la muerte (ECM).
Vio el túnel, la gran luz, los parientes muertos que salían a recibirla…
Y, de pronto, apareció el marido. Se presentó detrás de una reja… Le pidió perdón y ella le perdonó al momento.
Entonces retornó a su cuerpo físico…
En esos instantes, mientras permanecía inconsciente, la mujer no supo que el marido se había quitado la vida. La noticia llegó después.
La semana santa de 1987 no será olvidada fácilmente por María José, una enfermera española de dilatada experiencia profesional. Pero antes de narrar lo vivido por esta mujer, bueno será que haga un pequeño preámbulo.
María tiene una hermana (a la que llamaré Garfio). En aquellos momentos, Garfio estaba casada con un eminente médico (al que llamaré Campanilla).
Pues bien, meses antes de esa semana santa de 1987, el matrimonio Garfio-Campanilla conoció a un joven, vecino del pueblo sevillano en el que residían. Hicieron amistad. El joven se enamoró de una muchacha, pero el padre la rechazó, amenazando al hijo con desheredarlo. Los problemas se multiplicaron. El joven se enredó en las drogas y la madre —la única que lo protegía— terminó falleciendo. Garfio y Campanilla lo ayudaron hasta donde fue posible.
Un día, tras la visita del padre al centro de desintoxicación en el que se encontraba, el joven se pegó un tiro y perdió la vida. Era el otoño de 1986.
En diciembre de ese año (1986), María, la enfermera, cambió de residencia, trasladándose de Huelva a Sevilla (España).
María nunca conoció al joven que terminó suicidándose.
Cinco meses después del suicidio —en la referida semana santa de 1987—, María se hallaba en su nueva casa. Eran las diez de la mañana, aproximadamente…
—Estaba sola, con la única compañía de un perro. Yo vivía entonces a cien metros del cementerio… Y, de pronto, el perro empezó a ladrar… Se fue hacia la puerta de la casa y allí se mantuvo, ladrando… Deduje que había alguien en el patio o cerca de la cancela de hierro… Tuve una sensación extraña… No me gustó… El perro ladraba y gemía…
En esos instantes —para desconcierto de María—, el grifo del cuarto de baño, próximo a la entrada principal, se abrió misteriosamente.
—Nadie lo manipuló… Acudí al baño, cerré el grifo, y me dirigí a la puerta… El perro ladraba y ladraba, con la vista fija en la madera de la puerta…
—¿Cuánto tiempo pasó desde que empezó a ladrar hasta que abriste la puerta?
—Unos diez minutos…
María, finalmente, abrió la puerta.
—Entonces lo vi… Era un hombre… Se hallaba al otro lado de la cancela… Tenía la mano izquierda apoyada en los hierros…
Al hacer las mediciones oportunas comprobé que el «hombre» se encontraba a nueve metros de la puerta de la entrada.
—¿Cómo vestía?
—Traía una chamarra marrón, como de ante, y unos vaqueros azules… Con la mano derecha subía y bajaba la cremallera… Lo hacía sin cesar… Y yo le grité: «¿Qué quiere usted?»… Entonces, mirándome, respondió: «¡Campanilla, Garfio…, ayuda!»… Lo repitió tres veces: «¡Campanilla, Garfio…, ayuda!»…
—¿Vio los pies?
—Esa zona la cubría una especie de niebla… Después, tras repetir los nombres de mi hermana y de mi cuñado, desapareció…
—¿Se alejó?
—No, sencillamente dejé de verlo.
—¿Lo conocía?
—No lo había visto en mi vida…
—¿Cuánto tiempo pudo durar la «conversación»?
—Alrededor de uno o dos minutos…
—¿Cómo era el tono de voz?
—Me pareció angustioso…
—¿Era joven?
—Calculé treinta años… Pelo negro, hasta el cuello.
—¿Cuál fue el comportamiento del perro al abrir la puerta?
—Se mantuvo a mi lado todo el tiempo. Al desaparecer el «hombre» dejó de ladrar y regresó conmigo al interior de la casa.
Esa tarde, María fue a visitar a su hermana y comentó lo sucedido. Garfio estuvo segura. La descripción coincidía con la del joven que se había suicidado meses antes. El muchacho tenía un tic: subía y bajaba la cremallera constantemente.
Una semana después volvió a suceder…
María vio de nuevo al suicida en la casa.
—Fue en el primer piso… Al entrar en una de las habitaciones lo vi… Me quedé en la puerta, paralizada por el miedo… Estaba al otro lado de los cristales de un balcón, en una pequeña terraza… Me miraba… Creo que vestía igual… Fue un segundo… Di la vuelta y corrí escaleras abajo, aterrorizada…
Según la testigo, la segunda visión se produjo también por la mañana. El joven se hallaba a dos metros de los cristales, en la esquina izquierda de la terraza. María no sabe si tocaba el suelo o si flotaba. Por supuesto, nadie llamó a la puerta de la vivienda, ni trepó por el exterior de la casa.
María telefoneó de inmediato a su hermana.
Y fue en esos días cuando se registró otro singular fenómeno. María fue el único testigo, que yo sepa.
—Con frecuencia —manifestó la enfermera—, de día o de noche, empecé a ver una luz de color blanco, tipo láser, que bajaba del cielo e impactaba en el cementerio… Llevaba siempre la misma trayectoria: de izquierda a derecha y en descenso…
El cementerio, como dijo María, se encontraba a cien metros de la casa. Era perfectamente visible desde la vivienda.
Y un buen día, intrigados, María, Garfio y Campanilla entraron en el referido cementerio, a la búsqueda de no se sabe qué.
—Fue impactante —resumió María—. Campanilla, de pronto, nos alertó: había descubierto la tumba del joven que se suicidó… ¡Era el lugar en el que desaparecía la luz!… Fue una especie de confirmación.
En mayo de 2013 recibí la siguiente carta:
Antes de nada me presentaré. Me llamo Charo y soy de Barcelona. Tengo 40 años…
El motivo por el cual le envío esta carta es para contarle algo que me pasó hace mucho tiempo. En realidad son dos historias diferentes.
Primera historia:
Yo tendría unos diez años y, como casi todas las tardes, después de hacer los deberes, me puse a jugar con mi hermana, de cinco. Saltábamos de cama en cama y lo dejábamos todo patas arriba. Mi madre renegaba un poco pero nos dejaba hacer.
Montse, que así se llama mi hermana, pasaba muy malas noches en aquel tiempo.
Le hicieron todo tipo de pruebas médicas, pero todo estaba bien.
El caso es que ella no quería dormir en ese lado de la casa.
Esa noche no llegó a meterse en la cama. Se fue a la de mi madre, que está al otro lado de la casa.
Lo hacía con frecuencia, pero no le dábamos mayor importancia.
Esa noche entendí por qué…
Mi madre y mi hermana se fueron a dormir juntas, ya que mi padre trabajaba fuera. Mi otra hermana se encontraba en su habitación.
Me fui a dormir y me quedé profundamente dormida.
No puedo precisar la hora en que desperté, pero era tarde; quizá más de las doce. Lo sé porque el bar existente delante de mi casa estaba ya cerrado.
La cama de mi hermana, en mi habitación, se había quedado sin hacer. Yo no la había arreglado, como siempre, aunque le había prometido a mi madre que lo haría.
Me desperté, aunque no sé por qué. No era normal que me despertase a esas horas.
Y vi una luz blanca, alargada.
No le veía la cara, pero supe que era alguien…
¿Puede imaginar mi miedo?
Y lo más raro es que ese «alguien» se puso a hacer la cama de mi hermana.
Yo me tapé con la sábana y la colcha por encima de la cabeza.
Y me repetía a mí misma: «Es un sueño, es un sueño…».
Llegué a pellizcarme y me dolió.
No estaba dormida…
Y pensé: «Si no te mueves, seguro que pensará que estás dormida».
Pero lo más curioso es que me arropó.
Tardé mucho rato en asomar la cabecita. Estaba paralizada por el miedo, aunque lo que más deseaba era salir corriendo hacia la cama de mi madre.
Finalmente me venció el sueño.
Por la mañana me levanté y la cama de mi hermana apareció hecha.
Yo no entendía nada…
Pregunté a mi madre si había arreglado la cama.
Dijo que no. Ella pensó que había sido yo (cosa rara por mi parte).
Desde ese momento entendí el porqué del miedo de mi hermana…
Se lo expliqué a mi madre, pero dijo que eran imaginaciones mías.
Yo sé lo que vi…
Es curioso: poco a poco, mi hermana empezó a dormir mejor y el asunto quedó como una anécdota.
Segunda historia:
Tiene que ver con los sueños. Yo creo que el sueño es un puente hacia un lugar en el que conectamos con otros mundos paralelos.
Lo que me dispongo a contarle es más reciente. Sucedió en la noche del 10 de abril de 2008.
Como le decía, no tengo problemas para dormir. Lo hago siempre bien, y profundamente.
Y esa noche me dormí con rapidez.
Y tuve un sueño muy extraño…
En el sueño me hallaba en Pliego (Murcia), el pueblo de mi madre. Allí hemos pasado muchos veranos. Allí conocí al que fue mi primer y gran amor, Manuel. La cosa no funcionó. Él se metió en el mundo de las drogas. Intenté ayudarlo, pero fue imposible. Y la relación se terminó. Dejamos de ser pareja aunque reconozco que le seguía queriendo. La última vez que lo vi estaba destruido. Fue muy doloroso para mí.
Pero volveré al sueño…
Yo caminaba por la plaza Mayor, en dirección a la casa de mi abuela.
Todo estaba en obras. Y me extrañó…
Entonces, al entrar en una de las calles, me lo encontré de frente. ¡Era Manuel! Caminaba con una chica que no conocía.
Al verme se paró y me dijo: «Mira qué bien… No esperaba verte, pero aprovecho para despedirme porque me marcho».
Creí que se iba a Sudamérica. Y le respondí: «¿Por qué te vas?… Allí no hay nada».
Y él contestó en el sueño: «Es que aquí tampoco tengo nada».
De repente sentí cómo se echaba sobre mí… No fue su cuerpo; fue su energía. Y me dijo: «Dime que me amas».
Me desperté de un salto. Estaba muy asustada.
Por la mañana pensé que debía llamar a la hermana de Manuel y preguntar si todo iba bien…
Me fui a trabajar y hacia las once me llamó otra amiga del pueblo. Y me dio la noticia: Manuel se había ahorcado la noche anterior.
No me lo podía creer…
Yo me había despedido de él, en sueños. Y justamente esa noche…
Acudí a Barcelona en cuanto tuve ocasión.
Y el 13 de octubre de 2013 mantuve una larga conversación con la amabilísima Charo.
En síntesis, así discurrió la entrevista:
—Hablemos de la primera historia. ¿Identificaste a la «persona» que hizo la cama de tu hermana?
—No, aunque siempre he pensado que era una energía femenina.
—¿Quizá algún pariente, ya fallecido?
—Es posible.
—Segunda historia. ¿A qué hora se suicidó Manuel?
—Tengo entendido que entre las diez y las once y media de la noche del 10 de abril.
—¿Cómo sucedió?
—Subió a la buhardilla para fumar un cigarro, y se ahorcó.
—¿A qué hora te quedaste dormida esa noche?
—Aproximadamente a las once.
—Él estaba en Murcia…
—Sí, en Pliego, y yo en Barcelona.
—¿A qué hora despiertas?
—A las dos de la madrugada. Lo recuerdo bien porque me golpeé la cabeza con la litera. Como te decía, me sobresalté. Los bares ya estaban cerrados. Y supe, no me digas cómo, que había pasado algo.
—Es decir, cuando despiertas, a eso de las dos, Manuel ya estaba muerto…
—Sí. Podía llevar dos o tres horas fallecido.
—Hablemos del sueño. Dices que la plaza estaba en obras…
—En efecto. Lo curioso es que, un mes más tarde, el 4 de mayo, cuando acudí a Pliego, la plaza aparecía patas arriba, en obras. En el sueño llegué a ver los focos que servían para iluminar los trabajos…
—¿Dónde se produjo el encuentro con Manuel?
—En la calle Posada, muy cerca de la plaza. Supuse que él venía de la calle Aduana. Allí está la casa de mi abuela. Hacia allí caminaba yo…
—¿Había iluminación en la calle Posada?
—No lo recuerdo. Creo que la iluminaban los focos de la obra.
—¿Qué aspecto tenía Manuel?
—El mismo de un año antes, cuando lo vi por última vez.
—¿A qué distancia permaneció?
—Muy cerca; a cosa de un metro…
—Háblame de la persona que lo acompaña…
—No la conocía. Era una chica joven, de piel blanca. Parecía peruana, o algo así. Era más baja que Manuel. Él medía 1,80.
—¿Qué dijo?
—Nada. Sólo miraba.
—¿En qué posición estaba?
—A la derecha de Manuel y muy cerca de él.
—¿Te llamó la atención por algo?
—Pensé que era su novia. Tendría unos veinte años y el pelo lacio y oscuro.
—¿Cómo vestía?
—No lo recuerdo.
—¿Puedes reconstruir el diálogo entre vosotros?
—«Qué suerte que te encuentro —me dijo—, porque así puedo despedirme de ti…». ¿Adónde vas?… «Me voy de aquí, porque aquí no tengo nada».
—¿Por qué pensaste en Sudamérica?
—Por los rasgos de ella.
La animé a continuar.
—Pero allí no hay nada —respondí—. La gente se viene…
—¿Pensaste en el sueño que estaba muerto?
—Para nada.
—¿Y qué sucedió?
—Entonces vi aquella luz blanca, que lo llenaba todo… Y se me echó encima… Era él, lo sé… Y me dijo: «Dime que me amas».
»Entonces desperté, sobresaltada, y me golpeé con la litera en la cabeza.
Tres años después, poco antes de Semana Santa, Charo tuvo otro sueño…
Me encontraba con Manuel en una especie de gran bañera… No sé explicarlo… Era algo ovalado, muy suave y pulido… Lo toqué varias veces… Estábamos tumbados… Mi cabeza descansaba sobre su pecho… Manuel aparecía muy joven… Aparentaba unos veinticinco años… Y me dijo: «Estoy bien. Soy muy feliz. Sólo echo de menos tus besos. Me han dejado venir para decirte que estoy bien»… Y yo pregunté: «¿De dónde vienes?»… Pero Manuel no respondió. Se limitó a sonreír… Y yo insistí: «¿Quién te ha dejado venir?»… Silencio… Sólo sonreía… «Vamos a salir de aquí», le dije. Y él replicó: «No puedo salir. No me puedo mover de aquí»… Después desperté y me inundó una gran paz… Estuve varios días flotando.
—¿De qué color era la «bañera»?
—Blanco, purísimo. Parecía como si saliera luz de las paredes.
—¿Qué edad tenía Manuel cuando murió?
—Cuarenta y dos años. En el sueño, sin embargo, presentaba un aspecto más joven.
—Descríbelo…
—Unos veinticinco años. Delgado. Cabello largo y rizado. Voz calmada. Estaba feliz…
—¿Afeitado?
—Sí.
—¿Presentaba en vida alguna cicatriz?
—Sí, en la frente. Se la hizo en un accidente de coche.
Charo se quedó pensativa. Finalmente declaró:
—Pero en la «bañera», como tú la llamas, no tenía ninguna cicatriz.
—¿Estás segura?
—Sí, y tampoco vi unas manchitas que tenía en el ojo izquierdo…
—¿Parpadeaba?
—No lo recuerdo, pero creo que no.
—Dices que te encontrabas con la cabeza apoyada en su pecho.
Charo asintió.
—Y dime, ¿recuerdas si oías el latido del corazón?
—El corazón no latía…
—Volvamos a la «bañera». ¿Te recordó algún material?
—Me apoyé en él y resbalé. Parecía piedra.
—¿Era frío?
—No.
—¿Vibraba o se movía?
Charo negó con la cabeza. Y añadió:
—Sólo puedo decirte que fue una sensación extraña y desconocida, muy agradable.
—¿Por qué me escribiste?
—Fue al leer Caballo de Troya. «Algo» me dijo que lo hiciera…
Y Charo y yo continuamos conversando. Para ella —y para mí—, Manuel sigue vivo…
El segundo sueño de Charo me recordó lo vivido por Verónica V. García.
He aquí su testimonio:
Espero que pueda leer esta comunicación… Quería comentarle lo siguiente: se trata de unas experiencias que he tenido… Unas experiencias que me han proporcionado una paz y una tranquilidad indescriptibles…
He visto un par de entrevistas en las que hablaba de un libro que va a publicar y en el que narra experiencias de personas que han visto, hablado y tocado a familiares muertos y enterrados… Pues bien, yo he tenido la oportunidad de experimentar eso, pero en sueños… Sin embargo, eran tan reales… No parecían sueños, aunque, como usted dice, los sueños son la antesala de los cielos…
Le contaré algunas:
Una de ellas fue con mis abuelos… En concreto, una vez soñé con mi queridísimo abuelo… Lo adoraba… Cada vez que voy al cementerio (últimamente muy poco) le pido lo mismo: que me visite en sueños… Y, como usted dice, hay que tener cuidado con lo que se desea porque se cumple… Pues bien, una vez soñé con él… Era tan real… Podía tocarle… No sé cómo explicarlo… Me dijo que estaba muy bien… Y recuerdo algo que le pregunté: «¿Por qué no vuelves conmigo?»… Él respondió, textualmente: «No podemos»… Insistí y replicó: «Lo tenemos prohibido»…
Lejos de enfadarme o incomodarme, las respuestas de mi abuelo me produjeron una intensa sensación de paz… Él está en otro lugar, en otro plano, que no puedo describir…
Le contaré una segunda experiencia.
En abril de 2011 falleció un tío mío… Era como un padre para mí… Lo adoraba… Sentí mucho su muerte… Y una noche «vino a visitarme», en sueños… Lo vi genial… Tenía un aspecto inmejorable… Me dijo que se encontraba muy bien… Y le hice la misma pregunta que a mi abuelo: «¿Por qué no vuelves?»… Él respondió: «No podemos»… Me llamó la atención que llevaba un brazo vendado, desde la mano hasta el codo… Creo recordar que era el derecho… El asunto del brazo vendado no parecía tener mucha importancia, hasta que comenté el sueño con un primo mío… Se quedó de piedra… Mi tío falleció por una pancreatitis… Estuvo 17 días en la UCI… Yo no entré a verlo… Falleció allí… Pues bien, como le digo, cuando le conté a mi primo lo del brazo vendado me dijo que lo tuvieron que vendar debido a las vías… Al parecer le provocaron heridas… ¿Cómo iba yo a saber esto?… Nadie me lo había contado…
En fin, yo sé que los que mueren están ahí, vivos… Están en otra dimensión, no sé cómo llamarlo, pero estoy segura de que la vida no termina aquí…