Con aquella llamada, a las 23.30 horas del jueves, 30 de abril de 1992, empezó, para mí, una de las historias de «resucitados» más extraña que conozco.

Vivíamos entonces en el País Vasco (España).

Y, como digo, pasadas las once de la noche, sonó el teléfono.

Era Marian Restegi, una amiga.

Me extrañó que llamara tan tarde.

Algo sucedía…

Pero mejor será que transcriba lo anotado en dichas fechas en el correspondiente cuaderno de campo. Así evitaré errores.

Dice así:

Jueves, 30 de abril de 1992

Llama Marian. Se pone Blanca. Miro el reloj. ¿Qué pasa? Son casi las doce de la noche…

Blanca me pasa el teléfono y comenta: «Está muy nerviosa. No lo entiendo…».

Marian habla atropelladamente. De vez en cuando se detiene y llora.

¿Qué demonios sucede?

Dice algo sobre un caserío y un anciano muerto. Dice que ha escapado de la tumba y que ha llamado a la puerta de la casa del enterrador…

Marian sigue llorando.

Me pongo serio.

Quedamos en vernos al día siguiente.

Blanca y yo comentamos. No es normal que Marian llame a estas horas, tan nerviosa, y contando una historia que no tiene pies ni cabeza…

Viernes, 1 de mayo (92).

Tras recoger a mi hijo Iván en el autobús de Pamplona acudo al pueblo de Marian. Allí esperan Felipe (ATS), Mikel, Marian y Jose, su novio. Todos son amigos.

Nos encerramos en el despacho de Felipe y Marian, más sosegada, cuenta la siguiente historia:

El día anterior, jueves, se recibieron unas extrañas llamadas telefónicas en el caserío de unos tíos de Jose…

El caserío en cuestión es propiedad de Ángel Basarrate (nombre supuesto) y de su mujer, Begoña Gallastegui…

Ángel es el enterrador del pueblo…

El miércoles, 29, había fallecido un anciano en una de las residencias de la localidad…

Y fue enterrado al día siguiente, jueves, a eso de las cuatro de la tarde…

El anciano, al parecer, no tenía familia…

Los funcionarios entierran al hombre y, cuando está casi sepultado, se presenta un hijo del muerto…

Quiere que lo entierren en Santurce…

El enterrador le dice que acuda al Ayuntamiento y termina de sepultar al anciano…

Una señora, vecina del pueblo, asiste a la escena…

Terminado el enterramiento, Ángel, el sepulturero, regresa a su caserío y se dedica a cortar la hierba…

Marian permanece en dicho caserío hasta las 17.15 horas…

A las 17.30, aproximadamente, llaman a la puerta…

Abre Begoña. Le acompaña la hija pequeña…

En la puerta se halla un anciano…

Viste jersey rojo y pantalón oscuro…

Está lleno de tierra, desde la cabeza a los pies…

Es un hombre muy delgado…

El anciano pregunta por el enterrador…

Begoña, la mujer del sepulturero, le dice que está segando la hierba…

La mujer y la niña acuden al lugar donde está Ángel y le dan el aviso…

Cuando regresan los tres, el anciano pregunta al sepulturero: «¿Por qué me ha enterrado aquí?»…

Ahí termina la historia…

El anciano, no saben cómo, desaparece…

Begoña tenía previsto acudir esa tarde, hacia las siete, a Guernica. Quería comprar una cabra…

Cuando marché del caserío, hacia las cinco y cuarto de la tarde —prosiguió Marian—, Begoña se estaba arreglando…

A eso de las nueve de la noche llamé por teléfono al caserío. Se puso Begoña…

La noté mal, muy nerviosa, y asustada…

La niña lloraba…

Podía oírla por el teléfono…

Y Begoña contó la historia que acabo de relatar…

Ángel, el marido, estaba en la casa. Quise hablar con él pero, a pesar de las repetidas peticiones de la mujer, no quiso ponerse…

Al poco, Felipe, Mikel y yo misma nos presentamos en el caserío…

Yo sabía que había pasado algo, y grave…

El comportamiento de Begoña no era normal…

Pues bien, ante mi asombro, Begoña dijo que todo era una broma…

Esa noche, Felipe y Jose se presentaron en el cementerio y comprobaron que la tumba del anciano estaba vacía…

La tierra fue amontonada en el exterior…

Y hallaron, en el fondo de la fosa, un tornillo, intacto, y una esquirla de madera, presumiblemente del ataúd…

Hicieron fotos…

La historia —sigo leyendo en el cuaderno de campo— me parece cada vez más absurda.

Esa tarde acudimos al cementerio del pueblo y verifico lo que dice Marian. La sepultura número 58 está vacía. Hago fotos e inspecciono la fosa. Está claro que alguien —lógicamente el sepulturero— ha enterrado el ataúd y ha vuelto a sacarlo.

Estoy confuso.

Llueve.

Encuentro otra pequeña esquirla de madera. Es probable que se haya desprendido del féretro al cavar o al extraerlo.

Y me pregunto: ¿Por qué han sacado el ataúd? Que yo sepa se necesita una orden judicial. Las exhumaciones no son cosa fácil. Tiene que existir una poderosa razón. Pero ¿cuál?

Felipe, Mikel y yo salimos del pueblo y nos dirigimos a la funeraria que se ha ocupado del enterramiento y del posterior traslado (?) del cadáver.

Nos muestran papeles. Creen que somos policías (!).

El fallecido se llamaba J. Suárez. Tenía setenta y ocho años de edad. Me dejan leer el certificado de defunción. Viudo. Natural de Sevilla. Falleció el 29 de abril (1992) a las seis (se supone que de la mañana). Parada cardiorrespiratoria.

La orden de exhumación no aparece.

El dueño de la funeraria desconfía (con razón).

Confirma que el cadáver está en la funeraria. Lo desenterraron ayer, día 30, «a petición de la familia» (!). Hoy, 1 de mayo, lo han trasladado al cementerio de Santurce, ubicado a 20 kilómetros del lugar donde fue sepultado inicialmente.

Enseñan el certificado de Sanidad y otros documentos. No veo la dichosa orden de exhumación.

Regreso a la casa de Jose, novio de Marian.

A las 21.00 horas, Jose y yo nos presentamos en el caserío de marras. Ángel es su tío.

Tengo que verle la cara al sepulturero y hablar con él.

Ángel es un tipo amable, pero desconfiado, como buen casero vasco.

Hablamos y hablamos. Le doy mil vueltas al asunto del anciano que llamó a la puerta del caserío.

Negativo.

Ángel lo niega todo. Dice que fue una broma.

Charlamos hasta las 22.10.

Explica que la funeraria llegó a eso de las 18.30 horas del jueves, 30, y que le ayudaron a sacar el féretro.

Insisto en el porqué de la exhumación. Repite y repite: «Fue cosa de la familia».

Le veo preocupado y confuso.

No quiero tensar la cuerda. Creo que Ángel miente. Dejaré el asunto para más adelante…

Sábado. 2 de mayo.

A las nueve de la mañana nos reunimos en el puente colgante de Las Arenas. Felipe, Mikel y yo estamos dispuestos a llegar al fondo de este oscuro laberinto.

Entramos en el cementerio de Santurce.

A las diez de la mañana, sin ningún tipo de autorización, accedemos al depósito de cadáveres.

Allí está el ataúd de J. Suárez, tal y como anunciaron en la funeraria.

Hay que abrirlo…

Tengo que averiguar de qué color es la ropa.

Levantamos la tapa y aparecen los restos de un hombre muy delgado, con un jersey rojo vino y unos pantalones azules oscuros.

Me tiemblan las manos.

¡Dios santo! Es la descripción hecha por la mujer del enterrador.

Pero hay más.

Felipe indica el rostro, las manos y la ropa. ¡Están llenos de tierra!

También lo dijo Begoña.

Hacemos fotos. Es suficiente. Cerramos el ataúd y salimos del depósito. Estamos pálidos los tres.

Al poco se presenta la familia de J. Suárez.

Invento una excusa y hablo con ellos. Nadie solicitó el traslado del cuerpo, aunque reconocen que «él deseaba ser enterrado junto a su mujer, en Santurce».

Y recordé las palabras del anciano cuando se presentó —supuestamente— al enterrador y a su esposa e hija: «¿Por qué me ha enterrado aquí?».

La familia, naturalmente, no conoce lo sucedido en la tarde del 30 de abril en el caserío de Ángel y Begoña.

Estoy realmente confuso.

A las once de la mañana se procede al segundo enterramiento de J. Suárez. Deposito una rosa roja sobre el ataúd. El viento helado llega al corazón. ¿Qué misterio es éste?

La familia de J. Suárez llora.

A las doce me reúno, en secreto, con uno de mis contactos en la funeraria. La mujer cuenta lo ocurrido.

Ayer mintieron, como suponía.

Al parecer, y según Iris (nombre supuesto), todo se debió a una llamada de Ángel, el enterrador. Estaba agitadísimo. Y solicitó que tramitaran los permisos para sacar el féretro. Así lo hicieron (?):

A las 18.30 horas del jueves, 30, ayudaron a sacar el ataúd.

A las 19.00 llegó el coche fúnebre y se llevó el cadáver.

Lo metieron en la nevera de la funeraria y al día siguiente, viernes, 1 de mayo, horas antes de nuestra visita, trasladaron el cuerpo al cementerio de Santurce.

El resto lo conozco, o casi…

Y llego a una conclusión (provisional): el matrimonio y la niña vieron realmente al anciano. Se asustaron y Ángel, temeroso de que pudiera sucederle algo a su familia, hizo lo posible y lo imposible para que el féretro fuera trasladado a Santurce. Ésa pudo ser la orden o petición del difunto J. Suárez al sepulturero.

La experiencia tuvo lugar, según todos los indicios, entre las 17.30 y las 18.00 horas del jueves, 30 de abril de 1992. El ataúd fue desenterrado a las 18.30 horas y trasladado a las 19.00.

Es evidente que Ángel tenía que estar muy alterado para solicitar lo que solicitó…

El cementerio se encuentra a 200 metros del caserío.

En diferentes ocasiones he intentado que Ángel y Begoña me cuenten lo sucedido. Hasta el día de hoy he fracasado. Pero la investigación —cómo no— sigue abierta…

CRONOLOGÍA DEL SUCESO

• El 29 de abril de 1992, miércoles, a las seis de la mañana, fallece J. Suárez en una pequeña localidad del País Vasco, en España.

• Es enterrado el 30 de abril, jueves, a las 16.00 horas, en el cementerio de la población.

• Se registran unas extrañas llamadas telefónicas.

• Hacia las 17.30 llaman a la puerta del caserío y se presenta un anciano con la cara y la ropa llenas de tierra. Pregunta por el enterrador.

• A las 21.00 horas, Begoña cuenta lo sucedido a Marian, novia de su sobrino Jose.

• Esa noche del jueves, 30 de abril, Jose y Felipe comprueban que la tumba está vacía.

• A las 23.30 horas llama Marian a J. J. Benítez.

• El 1 de mayo, la funeraria traslada el cuerpo de J. Suárez al cementerio de Santurce.

• El 2 de mayo, sábado, segundo entierro de J. Suárez.

Estoy bien
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