Sabino (nombre supuesto) no olvidará aquel sueño mientras viva. Y no es para menos…
Sabino es médico, aunque yo defiendo que es un renacentista, en el más puro sentido de la palabra. Domina las humanidades y las ciencias. Es admirable, se mire por donde se mire…
El 7 de noviembre de 2009 me envió una carta, en respuesta a un paquete que le hice llegar. Dicho paquete contenía una novela, inédita, en la que había trabajado durante casi dos años. Para mí resultaba importante que Sabino la ojeara y me diera una opinión sincera[15]. Sabino —lo olvidé— es también especialista en las enfermedades del alma.
Reproduciré parte de esa carta.
Dice así:
Querido Juanjo:
Comienzo esta carta en una oscura, larga, fría y lluviosa tarde de otoño, tan típica de aquí… Estaba leyendo, con cierta nostalgia, tu carta del 26 de julio de 2006. Acababas de llegar, desolado, de Israel, donde contabas que sólo habías descubierto avidez por el dinero y deseo de venganza. Tú tenías en mente escribir una novela sobre el amor y esto viene a ser lo mismo que la «restitución» o tikkún de la Shejiná, tema del que tanto hemos hablado. El desarrollo de esta trama podía hacerse a través de la peripecia de un «habitante de los sueños», un buscador interior en el sueño que conforma esta aparente realidad en la que vivimos, que trataría de hallar la «perla del sueño» allí escondida, el AMOR con mayúsculas del que brota toda realidad.
Yo te contesté en carta del 10 de agosto de 2006 y ahí se fue gestando el libro que ahora pones en mis manos. Largo ha sido el proceso y muchos los acontecimientos acaecidos en nuestras vidas desde entonces.
Te decía que «en cada sueño humano (no las ensoñaciones de la noche —aunque también— sino el propio transcurrir de nuestras vidas) hay una “perla” engarzada bajo cientos de imágenes turbulentas», y que «la perla del sueño» era el símbolo del alma (Bahir dixit), y que «alimentarse de sueños» tenía como fin la «restauración —tikkún— del alma» mediante la intuición con la ayuda del Espíritu.
Estoy leyendo, poco a poco y con atención, el original de tu Habitante de los sueños que tuviste la gentileza de enviarme y que ya constituye una realidad.
Es un libro surrealista en el sentido de que, como en alguna película de dibujos animados, mágicamente las cosas y hasta los sentimientos (de las piedras, las nubes, los destellos…) cobran vida propia como símbolos que conducen a descubrir el Espíritu que anida bajo la apariencia de las cosas.
Me impresionó mucho el episodio del tren. ¿Cómo sabes lo de los trenes? Yo he soñado mucho, en ensoñaciones nocturnas, con viajes en tren, aunque siempre apeándome en estaciones intermedias, en pueblos conocidos y familiares en el mundo de los sueños. Pero nunca he llegado a la estación final de la línea.
Creo que éstos son sueños muy comunes, de mucha gente. Pero uno de ellos me impresionó especialmente. Ocurrió en la pasada Navidad de 2008. Tenía yo un amigo, médico y compañero del Hospital… que, a sus cincuenta y nueve años, adquirió una forma de cáncer particularmente maligna que evolucionó a una situación terminal. Perfectamente consciente de su situación quiso acabar sus días en la Unidad de Paliativos de su Hospital de toda la vida, atendido por unas compañeras que son unos auténticos «ángeles de la guarda». Así las cosas fui al Hospital la víspera de la Nochebuena para felicitar las fiestas a todos mis compañeros y, de paso, fui a visitar en su lecho de muerte a ese amigo. Estaba muy mal y así me lo confirmó:
«Me encuentro muy mal… Gracias por tu visita. Creo que los sedantes que me han puesto esta mañana comienzan a hacer efecto, gracias a Dios».
Salí porque vi que dormía y necesitaba estar tranquilo. Su mujer y su hija estaban con él, con lágrimas en los ojos.
La noche entre la Nochebuena y la Natividad soñé con él. Estábamos los dos y mucha más gente desconocida en el andén de una estación; mejor dicho, no era exactamente una estación de ferrocarril, sino una vía —una sólo— en mitad de un páramo yermo. No había estación propiamente dicha pero todo el mundo sabía que en aquel punto paraba el tren.
Me impresionó el excelente aspecto de mi amigo. Era un tipo joven que contrastaba con el conocimiento por mi parte de su grave enfermedad. Y le pregunté qué tal se encontraba.
«Estoy muy bien», me contestó.
Había una extraña niebla luminosa que desdibujaba e impedía ver el horizonte. Una fila de pálidos seres humanos se disponía paralela a la vía y contemplaba los raíles. Todos estaban quietos, esperando. A partir de la sexta o séptima persona de la fila, el resto se perdía ya en la niebla, por lo que era imposible decir cuántas personas pudieran estar presentes.
El tren llegó entrando de izquierda a derecha con un aspecto de vagones grises como los de los años sesenta o setenta. Sólo se accedía a él por su lado derecho y todos montaron menos yo, que permanecí quieto mientras el tren se alejaba.
Al despertar supe que mi amigo había muerto.
Al rato sonó el teléfono y me lo confirmó el médico de guardia.
A los tres meses me operaron de un cáncer, al parecer con éxito.
Ahora sé por qué no llegué a montar en aquel tren…
Huelga todo comentario. La carta de Sabino es meridiana, como la luz.