Diego Alvarado fue un amigo fiel hasta la muerte. Y mucho más, diría yo…
La presente experiencia me la contó Pilar Román, hija de Juan Román Muñoz, patrón de barco.
Juan Román vivió setenta y un años en la localidad costera de Barbate (Cádiz), el lugar en el que me gustaría morir.
Al final de su vida, Juan experimentó los lógicos problemas de amnesia. En ocasiones salía de su casa, en la calle Barberán y Collar, y terminaba perdido. En esos momentos —mágicamente— aparecía Diego Alvarado, su amigo y cuñado, y le ayudaba a regresar al domicilio.
Juan, al ver a Diego, exclamaba: «Ahí está mi salvaora», en alusión a una de las canciones de Manolo Caracol.
El 6 de febrero de 1975 falleció Diego Alvarado. Tenía setenta y dos años de edad.
Su amigo, Juan Román, repetía y repetía «que tenían que hacer el viaje juntos», pero nadie echó cuentas…
Juan Román no tardó en seguir los pasos de Diego.
Llegó el 18 de marzo de ese mismo año (1975) y Juan empeoró de sus males.
—Ese día —contó Pilar—, a eso de las diez de la mañana, sucedió algo extraño. La familia se hallaba en la casa. Mi padre estaba muy malito… Habíamos pasado la noche en vela, pendientes… Y, de pronto, como digo, se puso a hablar… Pero lo hacía mirando a la pared… Allí no había nadie…
—¿Qué decía?
—Repetía: «¡Espérate, Diego!… ¡Espérate!».
»Nos miramos, asombrados. Diego, como sabes, era su “salvaora”, pero murió 40 días antes.
»No supimos qué hacer ni qué decir.
»Y volvía a hablar, mirando siempre al vacío: “¡Espérate, Diego!… Me voy contigo a las once”.
—¿Eran las diez de la mañana?
—Así es. Todos estuvimos de acuerdo: allí estaba Diego, pero sólo lo veía mi padre…
Y ocurrió algo que me recordó el caso de la Conchona.
—Mi padre —concluyó Pilar— falleció a las once de la mañana, en punto, tal y como dijo. Tenía setenta y un años.