Digo yo que estaba del cielo…
Aquel miércoles, 1 de julio de 1992, todo, a mi alrededor, conspiró y maniobró para que Domingo Fernández Sandín y yo coincidiéramos…
Había salido en avión desde Bilbao. Aterricé en Madrid a las 11.45 de la mañana. Recuerdo que estaba inquieto. A las 13.30 había concertado una reunión en la embajada rusa. Me esperaban los militares soviéticos para hablar de mi tema favorito: ovnis.
Tomé un taxi y ¡sorpresa!: me vi atrapado en un atasco monumental.
Nadie entendía nada. No era hora punta. No se había registrado ningún accidente. No llovía…
El taxista se encogió de hombros.
Yo miraba el reloj y pensaba en los rusos.
Necesitamos una hora para llegar desde Barajas al hotel Ambassador, en la cuesta de Santo Domingo, en pleno centro de Madrid.
Me registré y abandoné la maleta en la habitación 118.
Volé a la calle y busqué un taxi. La embajada estaba lejos.
Nueva consulta al reloj: señalaba las 13 horas y 1 minuto.
Me sentí perdido.
La información que debían proporcionarme los rusos era importante…
Entonces me di cuenta: había olvidado las gafas de sol en la habitación. Era el mes de julio. El sol brillaba con fuerza. Necesitaba las malditas gafas…
Miré de nuevo el reloj. Las 13 horas y 5 minutos.
Desestimé la idea de entrar en el hotel. Me aguantaría. Inconveniente de tener los ojos tan azules…
Ahora me asombro. Todo obedecía a una razón.
Por fin apareció un taxi.
Me colé en el interior y rogué al taxista que llegara lo antes posible a la sede de la embajada rusa, en la calle Velázquez.
13 horas y 10 minutos.
El taxista miró por el espejo retrovisor y dudó. Un par de segundos después preguntó:
—¿Es usted J. J. Benítez, el escritor?
Asentí con cierto cansancio.
—Conozco un caso que quizá le interese…
—¿Ha visto usted algún ovni?
El hombre se echó a reír.
—Se trata de mi abuelo… Mejor dicho, de mi difunto abuelo…
Y el taxista —Domingo Fernández Sandín— procedió a contar el caso.
Yo no salía de mi asombro.
Al día siguiente hice averiguaciones. ¿Cuántos taxis circulaban por Madrid esa mañana? El número de vehículos ascendía a 12.000. Las licencias eran 15.629.
El taxista, según me comentó, procedía de la ciudad de Los Ángeles, a 12 kilómetros.
—Lo raro —afirmó— es que nadie me haya parado.
Y me pregunto: ¿qué cúmulo de circunstancias tuvieron que encadenarse esa mañana para que yo tomara el taxi de Domingo?
El cálculo de probabilidad matemática para que algo así se materializara me mareó.
Pero sucedió.
El Destino es mágico, lo sé…
Volví a conversar con Domingo, por supuesto. Y me narró dos casos.
Empezaré por el que adelantó cuando circulábamos hacia la embajada rusa en Madrid. En síntesis, ésta es la historia:
El hecho sucedió en Pedralba de Sanabria, en la provincia de Zamora (España)…
Yo tenía un abuelo —Isidro— al que quería mucho…
Isidro tenía un hermano, Antonio, con el que se llevaba a matar. Durante la guerra civil combatieron en bandos opuestos. Al terminar dicha guerra siguieron odiándose, no sólo por las ideas políticas…
En las afueras del pueblo disponían de sendos prados. Era preciso regarlos… Pues bien, noche sí y noche también, el uno le robaba el agua al otro y viceversa…
Así pasaron los años…
Y en febrero de 1973 falleció mi abuelo Isidro…
En el entierro, Antonio se rió de él y comentó que debería haber muerto mucho antes…
Fue el día más amargo de mi vida…
Dos meses más tarde, en abril, Antonio fue a regar por la noche, como tenía por costumbre… Y siguió robando el agua a la viuda de Isidro…
Y ocurrió algo imposible: Antonio recibió la mayor bofetada de su vida. Cayó a tierra y se golpeó con un chopo. Quedó inconsciente…
Allí, en el prado, no había nadie…
Cuando se recuperó dijo que fue un «golpe desatento» y que se lo había propinado su hermano, el muerto…
En la cara aparecían las marcas de la mano…
Nunca más volvió a robar el agua…
El segundo, y no menos curioso suceso, tuvo lugar en 1987.
En esa época me vine del pueblo a Madrid —explicó Domingo—. Tenía posibilidad de trabajar como taxista y no lo dudé…
Decidí comprar un coche, así como la licencia del taxi…
Pero necesitaba dinero y opté por solicitar un préstamo en el banco del pueblo. Allí me conocían. Era más fácil que en Madrid…
Preparé los papeles y lo dispuse todo para viajar a Zamora…
Alquilé un vehículo y, por la noche, abandoné Madrid. Al día siguiente tenía que firmar los documentos…
Y sucedió algo raro…
Tengo una mala costumbre: nunca me pongo el cinturón de seguridad…
Pues bien, nada más entrar en el coche tuve una extraña sensación y me ajusté el dichoso cinturón. Nunca me lo he explicado…
El vehículo era un Fiat Regata Mare…
Esa noche se aliaron velocidad, lluvia e inconsciencia…
En el kilómetro 196 de la carretera de La Coruña sufrí un aparatoso accidente. Circulaba a 185 kilómetros por hora…
Esquivé un camión y me salí de la calzada…
El coche dio tres vueltas de campana (de morro) y quedó destrozado…
Saltaron la batería, el electroventilador y la parte trasera del coche…
Y me quedé boca abajo, sujeto por el cinturón de seguridad…
En esos instantes —eternos— vi la figura de mi abuelo Isidro…
Estaba de pie, fuera del coche, sin moverse…
Me miraba. No dijo nada…
Aunque parezca un contrasentido, esos segundos fue lo mejor que me ha pasado en la vida…
Llegaron dos camioneros y me rescataron por la parte de atrás del vehículo…
No sufrí ningún daño. Sólo la rotura de la correa del reloj. También perdí un bolígrafo al que le tenía mucho cariño. Nunca apareció…
Desde entonces me pregunto: «¿Por qué experimenté la extraña sensación al sentarme en el coche? ¿Por qué me ajusté el cinturón? ¿Por qué “vi” a mi abuelo, justo en esos momentos?»…
Sigo sin ponerme el cinturón de seguridad, salvo cuando veo a la Guardia Civil…
En lo de la velocidad sí soy más reposado… entiendo que «Alguien» me proporcionó una segunda oportunidad. He aprendido…
También le diré algo: la visión de mi abuelo fue real. Estaba allí, observando. Al llegar los camioneros desapareció…
Domingo Fernández Sandín me habló de otros casos, ocurridos también en Zamora, pero de eso me ocuparé a su debido tiempo[25].