En noviembre del año 2000, cuando trabajaba en la isla de Puerto Rico en diversas investigaciones, tuve conocimiento de un doble caso de «resucitados» (si se me permite la expresión), a cuál más desconcertante, y en el que un ascensor se presentaba de nuevo como el escenario de los hechos.
La información llegó de la mano de Eduardo Lamadrid, asistente del gerente general de El Mundo, en San Juan. Él me condujo al lugar y me permitió tomar fotografías.
La primera experiencia fue vivida por la madre de Débora Martorell, una prestigiosa periodista que trabajaba en la Fundación Ángel Ramos, en la citada ciudad de San Juan.
Esa mañana, la madre de Débora acudió a la Fundación. Llevaba la comida de su hija. Subió a la suite 302 y, tras conversar con Débora, se dirigió a la zona del elevador. Fue entonces cuando escuchó los pasos de alguien. Se giró y vio a un hombre maduro, muy elegante, con un traje gris perla y una corbata blanca con «lágrimas» azules. No hablaron. Él le sonrió y, con la mano, le cedió el paso.
La mujer tocó el pulsador de la planta baja y el elevador descendió.
Al llegar al hall, antes de que se abriera la puerta, la mujer quedó espantada: el hombre del traje gris perla estaba a cosa de treinta centímetros del suelo. ¡Levitaba! ¡Y la miraba, sonriente! Era una mirada pícara…
La señora escapó, a la carrera, entre gritos.
Cuando el guarda de seguridad entró en el elevador, allí no había nadie.
La testigo reconoció al hombre del traje gris perla en uno de los cuadros que colgaba en la Fundación: era Ángel Ramos, dueño y promotor del imperio «Telemundo». Había fallecido en septiembre de 1960; es decir, treinta años antes del suceso que acabo de relatar…
El segundo incidente fue protagonizado por un guarda de seguridad de la referida Fundación. Lo llamaré Aguilar.
Sucedió al poco del «encuentro» de la madre de Débora con el hombre elegante.
Ése era el primer día de trabajo del guarda en el edificio de El Mundo Broadcasting Corp.
El hombre subió a la tercera planta, con el fin de soltar unos paquetes en el almacén, y sintió ruido. El lugar estaba a oscuras.
Aguilar alzó la voz y preguntó si había alguien en la habitación. No hubo respuesta. Aparentemente, allí no había nadie.
Pero los ruidos continuaron.
El guarda preguntó por segunda vez, pero tampoco recibió respuesta.
Aguilar salió del almacén y caminó por el pasillo hacia el elevador.
Entonces escuchó pasos. Alguien le seguía.
Entró en el ascensor y pulsó el botón del hall. La puerta, sin embargo, no se cerró.
Aguilar lo intentó varias veces. El elevador no funcionaba.
Entonces vio llegar a una figura. Era un hombre. Se detuvo cerca de la puerta y miró al guarda. Sonreía. Vestía un traje gris perla, una corbata blanca, con «lágrimas» azules, y pañuelo blanco, a juego, en el bolsillo de la americana.
El guarda, espantado, abandonó el elevador y corrió escaleras abajo.
Aguilar reconoció al hombre sonriente: era Ángel Ramos, el del cuadro.
Cuando el personal de seguridad acudió al ascensor, éste funcionaba normalmente. En el almacén de la tercera planta no había nadie.
Cuatro años después de estas investigaciones en Puerto Rico, el destacado cirujano Pedro Sarduy, con residencia en Miami, me puso en la pista de otro interesante caso de «resucitado», igualmente relacionado con un cuadro.
El suceso se registró en diciembre de 2004, en la mencionada ciudad de Florida: Miami.
Una ciudadana norteamericana —a la que llamaré Martha— vivía en el centro de la metrópoli. Su vida era apacible. Disfrutaba de varios hijos, todos mayores e independientes.
Pero en 1991, uno de los hijos varones sufrió un problema cardíaco y tuvo que ser hospitalizado. La permanencia en el hospital se prolongó por espacio de cuatro meses. Durante ese tiempo, la madre, solícita, no se apartó del hijo.
Pero el hombre falleció.
Poco tiempo después, el esposo de Martha murió igualmente, víctima de un cáncer.
Y la mujer se refugió en su casa, entre los recuerdos.
Su dolor no tenía límites… Vivía sola.
Entre sus cosas había una especialmente querida por Martha: una fotografía del hijo muerto. La contemplaba a diario. Y le hablaba y le rezaba.
En octubre de 2004, cuando contaba con noventa y dos años de edad, la mujer sufrió un stroke (accidente vascular). Quedó muy mermada. Necesitó ayuda para todo. Y los hijos decidieron contratar a una persona que permaneciera con ella las 24 horas del día. Esta señora —a la que llamaré Teresa— se ocupó de Martha en cuerpo y alma. Todo fue bien, pero, en diciembre de ese año 2004, una de las hijas recibió una llamada telefónica de la enfermera y asistenta.
—Teresa —informó la hija— estaba muy alterada. Exigió que fuera de inmediato a la casa. Traté de tranquilizarla, pero fue imposible. No supe qué era lo que ocurría. Hablaba, únicamente, de marcharse… «No puedo quedarme en este lugar —repetía—. Tengo que irme…».
»No la saqué de ahí. Y opté por trasladarme a la casa de mi madre.
Martha y Teresa se hallaban solas. La enfermera temblaba. Casi no podía articular palabra. Estaba preparada para salir de la casa.
—Pero ¿qué pasa? —preguntó la hija—. ¿Por qué tiene que irse?
—Lo siento —clamó la mujer—. No puedo quedarme en esta casa ni un minuto más… No puedo.
La hija, asustada, exigió una explicación:
—¿Qué ha sucedido?
Y Teresa, señalando la fotografía del hijo muerto, declaró:
—El señor de la foto…
—¿Qué tiene que ver mi hermano?
—Cuando he entrado esta mañana en la habitación de la señora, el señor de la foto estaba ahí, sentado al lado de Martha…
El señor de la fotografía, como dije, era el hijo de Martha, fallecido 13 años antes.
Teresa, por supuesto, tomó sus cosas y desapareció.
Jamás regresó junto a Martha.