Aquel domingo, a finales de enero de 1998, RA (nombre supuesto) tuvo que interrumpir el partido de pelota que jugaba en la Yarda. Tenía visita. Así lo anunciaron por la megafonía.

Eran las 13 horas.

RA se puso de malhumor. El anuncio le obligaba a regresar al pabellón, a ducharse y a someterse al siempre incómodo registro de los guardias.

Hizo memoria, pero no recordó. Nadie le había anunciado aquella visita.

RA cumplía condena en una prisión federal, en un remoto paraje del estado de Oklahoma (USA).

Acudió al pabellón (Unidad C), en el que se ubicaba la celda, y preguntó a uno de los guardianes. Tenía visita, en efecto.

Se aseó y se encaminó al cuarto de vigilancia. Allí lo registrarían y esperaría a que le dieran la orden para entrar en el salón de las visitas.

Transcurrieron 40 minutos desde el anuncio hasta que RA llegó al referido cuarto de vigilancia.

Fue registrado pero, al entrar en el salón de las visitas, no vio a nadie conocido.

Regresó al cuarto de vigilancia y uno de los guardias —al que llamaré Cubas—, ante la extrañeza de RA, comentó que quizá la persona se había cansado de esperar y optó por marcharse.

RA no quedó satisfecho.

Retornó al pabellón «C» y se dedicó a hacer llamadas a la familia y a Toribio, un amigo que solía visitarlo con frecuencia.

Nadie sabía nada. Nadie acudió esa mañana a la prisión.

Y en ésas estaba, cavilando, cuando sonó de nuevo la megafonía:

«RA… Tiene visita».

El anuncio sonó dos veces.

RA se encaminó por segunda vez al cuarto de registro e interrogó a Cubas.

Eran las 14 horas, aproximadamente.

Esta vez no hubo registro. El guardia ordenó que entrara con él en el salón de las visitas y que mirase entre los visitantes.

RA recorrió el salón, mesa por mesa, pero no vio a nadie de la familia, o que estuviera autorizado a visitarle.

Se lo comunicó a Cubas y éste interrogó al personal de control. Los vigilantes mostraron a Cubas una planilla. El funcionario leyó un nombre y preguntó a RA:

—¿Conoces a Rosa Fernández?

—Sí —respondió el interno.

—Pues esa persona ha venido a verte —aclaró Cubas—, pero, al parecer, se ha ido…

RA se puso pálido y manifestó:

—Eso es imposible…

—¿Por qué?

—Rosa Fernández era mi consuegra… Murió hace tres meses…

La primera noticia sobre este desconcertante suceso me llegó en abril de 2004, a través de mi buen amigo Manuel Martínez, escritor y autor de teatro, con residencia en Estados Unidos de Norteamérica.

Investigué y, finalmente, el 31 de julio de 2004 fui autorizado a conversar con RA.

En esos momentos había sido trasladado a una granja-prisión (una especie de tercer grado) cuya ubicación no estoy autorizado a desvelar.

RA reconstruyó, paso a paso, y con detalle, cuanto acabo de narrar. No tiene explicación para lo que sucedió.

—Rosa, mi consuegra —aclaró—, era una de las personas autorizadas a visitarme, pero no llegó a pisar la cárcel. Me llamó por teléfono. Nos llevábamos muy bien. Pero falleció de un cáncer de páncreas, y de forma fulminante…

—¿Cuándo murió?

—El 28 de octubre de 1997…

Como había dicho RA, tres meses antes de la «visita».

—Tenía cincuenta y un años de edad.

—¿Fue incinerada?

—Se le dio tierra…

De lo que no cabe la menor duda es de que Rosa estuvo, físicamente, en la cárcel. Las medidas de seguridad, para este tipo de prisiones estatales norteamericanas, son especialmente rígidas[28]. Tuvo que registrarse en dos libros, con letras mayúsculas, en las que hizo constar su nombre, apellido, identidad del preso, fecha y hora de entrada y también de salida.

En el caso de Rosa Fernández, como en la mayoría de los visitantes, la consuegra de RA tuvo que mostrar la licencia o permiso de conducir, y depositarla en uno de los controles. A la salida recuperaría dicha licencia.

Pero hay más…

Rosa tuvo que pasar varios escáneres (al menos dos). En total, por tanto, cuatro controles de seguridad y el sometimiento a un arco y a un aparato manual de revisión.

Al entrar, finalmente, en el salón de las visitas, el visitante se sienta en la mesa asignada, y allí espera la llegada del interno.

Para que RA fuera reclamado por la megafonía, Rosa tuvo que anotar sus datos, personalmente, y uno de los guardias comprobó en la computadora que la visitante figuraba en la lista de personal autorizado. Después se enfrentó a nuevos controles. Después…, no se sabe.

Creí que a mis setenta años lo había visto todo, pero no…

La investigación sigue abierta…

Estoy bien
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